Compases para un tiempo cambiante
[Crítica: ‘Leto-Summer’]
Tras la cruda crítica contra el fanatismo religioso que filmó en ‘Uchenik’, Kirill Serebrennikov aborda con pulso vibrante la emergencia sonora de las bandas de rock que, espoleadas por referentes occidentales como ‘Led Zeppelin’ o David Bowie, marcaron las primeras pautas sonoras de los cambios políticos que asomaron en la Unión Soviética a comienzos de los ochenta.
Mediante un discurso visual muy potente, el metraje de ‘Leto’ se aleja de los cánones habituales del biopic para recrear todo el microcosmo rockero que rodeó a las referencias casi totémicas del guitarrista Mike Naoumenko y el vocalista Viktor Stoï. En realidad, en su historia parece que a Serbrennikov le importa más el pulso musical de la época que la figura de sus iconográficas figuras.
Rodada en blanco y negro, ‘Leto’ nos invita a un frenético y a ratos surrealista paseo por el underground soviético mediante un estilo que coquetea en todo momento con lo austero y lo epidérmico. El cineasta y dramaturgo Serebrennikov, actualmente bajo arresto domiciliario por un presunto desfalco relativo a subvenciones, fija su interés en un triángulo sentimental para abordar los últimos estertores del gobierno de Brézhnev.
De desarrollo desigual, sobre todo en las secuencias en las que la cámara capta las distancias cortas entre los personajes, en su conjunto predomina la narración visual eléctrica que se desata sobre los escenarios. En estos instantes de catarsis desfilan secuencias surrealistas tan logradas como la del tren repleto de músicos que subvierten la mecánica del viaje aterrorizando a los pasajeros mediante los compases de 'Psycho Killer', de 'Talking Heads', o la secuencia sideral que transcurre en un autobús al ritmo de ‘The Passenger’, de Iggy Pop.