[Crítica: Ad Astra] El corazón de las nebulosas
Cómo no va a saber de fronteras un cineasta que es capaz de elevar la autoría creativa a su máxima expresión dentro de la actual industria de Hollywood? Hoy en día hasta el mismísimo Kubrick lo tendría más complicado, y por cierto la escena del ataque del primate en la nave-laboratorio abandonada no remite a “2001. Una odisea en el espacio” (1968), sino que es en todo caso deudora del universo literario de Pierre Boulle que alimentó “El planeta de los simios” (1968) de Franklin J. Schaffner. Pero esos límites de los que habla James Gray en los confines de nuestro sistema solar son puramente introspectivos, y al estar en nosotros mismos implican una búsqueda interior que, como en su día ya hizo Francis Ford Coppola en “Apocalypse Now” (1979), se sirve del cine de género para volver sobre el gran esquema narrativo trazado por Joseph Conrad en su novela “El corazón de las tinieblas”, elevándolo a la categoría de moderna odisea homérica. En “Ad Astra” (2019) Willard viene a ser el hijo que busca al padre, por lo que la de Kurtz pasa a ser una figura paterna. Y por tratarse de una película de ciencia-ficción filosófica que podría haber sido hecha por Ingmar Bergman en persona, dicha relación paternofilial representa o simboliza lo que el maestro sueco llamaba “el silencio de dios”. Estamos hablando del desconocimiento del origen y del destino de la humanidad, duda existencial que conlleva esa soledad infinita en medio de la inmensidad del espacio exterior que tan bien resume la figura del astronauta enfrentado al vacío del cosmos. En el plano realista o físico para Gray el futuro de la especie humana en vías de extinción es una huida hacia adelante, que extiende la historia de la colonización hacia otros planetas alejados de la tierra. No sólo no encontramos vida inteligente más allá de nuestra galaxia, sino que somos presa desde ya de una dependencia tecnológica que conduce a la deshumanización.