La derrota eterna
[Crítica: 'La trinchera infinita']
Poco después de que los premios y el público avalaran su apuesta más académica (a ‘Handia’ me refiero, por supuesto), el equipo compuesto por Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga sorprendió a propios y extraños declarando que para su próximo proyecto iba a abandonar “la zona de confort”. Del norte, donde jugaban claramente como locales, estos tres cineastas emigrarían al sur, y de paso, nos harían retroceder en el tiempo. La propuesta, para entendernos, consistiría en aterrizar en la soleada Andalucía... solo para refugiarse en la sombra más profunda.
Con este anuncio nació, oficialmente, ‘La trinchera infinita’, el título que seguramente nos vaya a situar más cerca, en esta 67ª edición de Zinemaldia, de esa meta tan deseada (y exigible en cualquier gran festival). Estoy hablando, por supuesto, de esa gran película que justifica, por sí sola, el desplazamiento, y que consecuentemente, nos va a acompañar de vuelta a casa. Volvamos pues a aquella declaración de intenciones, y a constatar uno de los aspectos más fundamentales en este cambio de aires propuesto: el idioma.
Por primera vez en muchos años, el “equipo Moriarti” iba a prescindir del euskera, y filmaría su nueva película en un castellano que, esto sí, iba a estar profundamente marcado por los acentos y los dejes del sur. El lenguaje ceceante como punto de apoyo fundamental en la adaptación al nuevo terreno, y de hecho, como pauta a seguir en una narración estructurada a través de capítulos presididos por la definición –académica– de aquellos temas o conceptos que van a marcar la acción en cada momento.
Por ejemplo, empezamos en 1936, y la pantalla nos muestra unos títulos explicativos que nos explican el significado de una redada. Es de noche, y la calma en la que está sumido un pueblo se interrumpe bruscamente por el violento aporrear de la puerta principal de la casa en la que nos encontramos. Antonio de la Torre abre los ojos y ahoga instintivamente el grito que lucha por salir de sus cuerdas vocales. De hecho, todo lo que hace a continuación, solo puede explicarse por un protocolo de emergencia previamente estudiado al milímetro, y como decía, por ese instinto de supervivencia que aflora en los momentos más negros.
A su lado, por cierto, se encuentra su mujer en la ficción, Belén Cuesta, siempre con la voz emocionalmente cortada, y quien igualmente tiene aprendidos todos los movimientos a seguir. Saben que quien llama a la puerta no va a esperar a que esta se abra de buenas. No hay tiempo ni tan siquiera para preparar una defensa con mínimas garantías, solo para correr. Para huir. El taquicárdico arranque de ‘La trinchera infinita’ recuerda al del clásico moderno ‘’71’, de Yann Demange, en el que la cámara perdía el aliento intentando perseguir a un hombre convertido, de repente, en presa de una terrible cacería humana.
Imágenes corridas (como no podía ser de otra manera) para dar forma a una persecución que no da tregua, y que deforma el mundo que nos rodea. Impera, evidentemente, la confusión, y cuando por fin se nos concede algo de reposo, comprobamos horrorizados cómo ya nunca más podremos volver a escapar. ‘La trinchera infinita’ es, al fin y al cabo, cine del encierro, concretado este a través de un confinamiento en forma de bunkerización domiciliaria. En esta posguerra sin final a la vista, a los vencidos solo les queda refugiarse en la sombra.
La oscuridad con la que el director de fotografía Javier Agirre Erauso baña cada imagen, cala inevitablemente en el espíritu de un relato cuyo propósito no es otro que arrojar algo de luz sobre uno de los capítulos más oscuros de la Historia reciente del territorio visitado. Al impecable acabado visual se le suma un a ratos impresionante uso del lenguaje cinematográfico: el punto de vista subjetivista convierte el campo de visión –limitado– de Antonio de la Torre en el único puesto de observación desde el que podemos seguir la acción. El confinamiento también se ceba con nosotros, y cuando menos lo esperamos, el sonido se desentiende de las imágenes, y nos transporta a través del tiempo.
Avanzamos, y seguimos avanzando. Sin movernos, eso sí, porque así son las reglas del cine, y porque la tripleta de directores quiere que la claustrofobia imperante en el relato (con vistas, esto sí, a convertirse en pura agorafobia), cale en la estaticidad del patio de butacas. Y lo consigue. Hay en las dos horas y media que dura ‘La trinchera infinita’ un sentimiento insoportable de derrota eterna. De una humillación y de una indignidad que, por –terrible– justicia divina, se imponen como combustible de ese miedo y ese rencor que crecen en los rincones más oscuros de cada hogar. De puertas para adentro y encarcelados en un ambiente irremediablemente viciado... Garaño, Arregi y Goenaga han firmado la que seguramente sea la película de posguerra perfecta.