De trenes y prisiones: ventajas de caer en el hoyo sin fondo
El 52º Festival de Cine Fantástico de Catalunya celebra el estado de gracia en el que actualmente se encuentra la cinematografía vasca. De la mano de Galder Gaztelu-Urrutia y Aritz Moreno, descubrimos dos de las propuestas más valientes y sorprendentes de la temporada.
En Sitges, ya se sabe, se organiza cada año el Festival de Cine Fantástico más antiguo del mundo. Una celebración del género que ahora llega ni más ni menos que a la 52ª edición, es decir, que ha tenido el tiempo suficiente para madurar en una de las fiestas cinéfilas más remarcables de la temporada. Y en efecto, a estas alturas, y a manos de Ángel Sala y su equipo, dicho certamen ha logrado convertir esa cinefilia que hasta no hace mucho era patrimonio exclusivo de un nicho de freaks (y a mucha honra), en un sentimiento cinéfago que es prácticamente universal.
El empache de películas que propone Sitges es incomparable al que ofrece cualquier otra cita festivalera del calendario, y por esto, han dejado de sorprender esos sucesos –paranormales– que en cualquier otro lugar serían ciertamente sorprendentes. Por ejemplo, y para ponernos en situación, pongamos que en una jornada cualquiera, sobresalen no uno, sino dos títulos de una cinematografía que nos habían vendido como pequeña (incluso minúscula)... pero que a la hora de la verdad, cuando se lo propone, se comporta como la más gigantesca.
Pongamos que por un día, la atención mediática en Sitges se la quedan, con total merecimiento, dos películas vascas. La primera es “El hoyo”, del bilbaíno Galder Gaztelu-Urrutia, una angustiosa pieza en la que el cine del encierro adquiere el vértigo de esas miradas arrojadas al abismo. La película, que en ocasiones suena a eco certero de hits de culto del calibre de “Saw”, de James Wan, “Cube”, de Vincenzo Natali, o incluso “Next Floor”, de Denis Villeneuve, nos presenta a dos hombres encerrados en una celda que en realidad es un piso de entre los muchos (incontables, de verdad) que componen una faraónica estructura de cemento.
La gracia, perversa donde las haya, está en que cada día entra en juego una plataforma llena de comida. Lo que pasa (redoble de tambores) es que esta ha aparecido en el piso superior, y que a partir de ahí, ha ido bajando. Por supuesto, las parejas que ocupan cada habitáculo se afanan en inflarse cual cerdos. Por miedo a que el hambre apriete más mañana, y con el convencimiento de que quien está debajo tiene menos derechos –fundamentales– que quien tiene la suerte de estar arriba.
Con modos teatrales pero con ejecución cinematográfica muy sólida, “El hoyo” se comporta como un experimento colosal del dilema del prisionero. Es un thriller cuya angustia surge no solo del espacio terrible donde ocurre, sino más bien del modo en que este condiciona a unas personas cada vez más deshumanizadas. Con ello, Gaztelu-Urrutia reflexiona con amargura (pero también insinuando cierta esperanza) sobre cómo el aplastante peso del Sistema (ese monstruo) moldea al individuo.
Por su parte, el donostiarra Artiz Moreno sigue dando noticias excelentes con “Ventajas de viajar en tren”. Asociándose con un reparto estelar, nos mete en una historia que nos lleva a otra historia... y que desemboca en otras historias. Su película es una sofisticada matrioshka narrativa en la que la capacidad de fabular de todos sus personajes nos enreda en un elegante ejercicio de estilo que casi podría ser un reflejo de aquellos ya legendarios “Relatos salvajes” de Damián Szifrón. Ahora, el ser humano se presenta como un delirante objeto de estudio siquiátrico. Estamos todos como un cencerro, viene a decirnos Moreno, y ahí está la gracia –retorcida– del asunto, en que quien está al cargo de transmitirnos el cuento, está tan loco como su creación... y de hecho, como nosotros mismos. Y Sitges, claro está, aplaude a rabiar.