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El Supremo se erige en portavoz y baluarte de un Estado en crisis

La sentencia del Tribunal Supremo no solo condena a los líderes independentistas a fuertes penas de prisión, sino que delimita el cauce por el que puede discurrir el debate político y los márgenes de la movilización social. Los magistrados se presentan como los garantes de un sistema en plena crisis.


Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate. «Abandonad toda esperanza quienes entráis aquí». La inscripción que Dante Alighieri estampó a las puertas del infierno en “La Divina Comedia” parece haber guiado al Tribunal Supremo al redactar la sentencia del procés, que no es más que una invitación a abandonar toda esperanza a aquellos que pretendan, no entrar, sino dejar atrás un Estado con hechuras mefistofélicas.

En las 493 páginas utilizadas para condenar a cien años de prisión a nueve políticos catalanes, los magistrados dejan patente su ánimo de fijar los límites sobre lo que es posible y no lo es en el debate político actual, y también en el ejercicio de derechos y libertades básicas como las de expresión y movilización. Y de paso confirman, en un contexto marcado por la interinidad del Poder Ejecutivo y del Legislativo, el papel de la judicatura como garante del régimen constitucional español, que arrastra una crisis existencial desde hace casi una década.

En este sentido, no es que los jueces se presten al interés partidista –la consabida politización de la Justicia–, sino que asoman como genuinos representantes del «Estado profundo», que no es sino el engranaje que le permite subsistir en cualquier contexto, incluso en uno tan convulso como el actual.

Es curioso, a este respecto, que la sentencia afirme en la página 207, justo después de admitir la «dimensión histórica» de esta causa penal, que las «connotaciones» que «complementan, pero también dificultan, el análisis jurídico» –en referencia al carácter político del proceso–, no pueden «invitarnos a rebasar los límites que legitiman nuestra función como órgano de enjuiciamiento». Llama la atención, porque el fallo rebasa esos límites de forma constante y consciente. No es que les inviten, es que se autoinvitan a ello.

De esta forma, el tribunal dedica hasta veinticinco páginas a argumentar «la inexistencia del ‘derecho a decidir’ en el marco jurídico internacional, nacional y estatutario», solo once páginas menos que todo lo que ocupan los “Hechos probados”.

Desde esa posición de partida, inequívoca, en la sentencia podemos encontrar afirmaciones tan llamativas como la que sostiene que «la protección de la unidad territorial de España no es una extravagancia», e ilustrativas como la que destaca que «el concepto de soberanía, por más que quiera subrayarse su carácter polisémico, sigue siendo la referencia legitimadora de cualquier Estado democrático».

Y es que, insisten los jueces, «a pesar de las transformaciones, la soberanía subsiste». Una constatación que no harían mal en leer los burukides del PNV, que en 2017, coincidiendo con el momento álgido del procés y con motivo del 60 aniversario de los Tratados de Roma, abogaron por la superación en el seno de la UE del modelo de los estados-nación, que «funcionó en el siglo XX» pero que, afirmaba el EBB, «está ya caduca y no sirve para crear la soberanía compartida que necesitamos en el XXI».

No parece que el Supremo haga suya esa tesis ni que nadie en el Estado español apueste por compartir nada. Quizá lo que empieza a estar caduco es el marco referencial que ha guiado a la formación jeltzale; no hay soberanía compartida porque la soberanía, la española, «subiste». Manuel Marchena dixit.

Con los líderes políticos del Estado en mínimos de aprobación, el presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo se ha destapado como una figura ascendente, capaz de conducir el juicio más importante de los últimos tiempos a buen puerto para los intereses del Estado.

A Marchena le están reprochando desde los sectores más atrabiliarios de la caverna no haber dictado condenas por rebelión –el editorialista de “La Razón” afirmaba ayer sentir «perplejidad»–, pero probablemente el magistrado canario, hijo de un capitán de la Legión, criado en El Aaiún y que estudió Derecho en la Universidad de Deusto, sabe mejor que nadie que de lo que se trataba era de marcar el terreno de juego, hacerlo de forma unánime, y dejando el mínimo margen a los recursos que se presentarán en el Tribunal de Estrasburgo.

Y en ello se ha esmerado, hasta el punto de dedicar casi doscientas páginas a defender que en este proceso no se han vulnerado derechos, y lograr un fallo sin votos discrepantes, algo que quizá no hubiera logrado con una condena por rebelión, que además habría complicado bastante su posición ante el TEDH.

Seguramente, habrá pesado en su ánimo la resolución del Tribunal de Schleswig-Holstein denegando la entrega de Carles Puigdemont, en la que se descartaba que el president hubiera cometido un delito de rebelión.

En ese equilibrio entre el deseo punitivo imperante en Madrid y la necesidad de salvar la cara en Europa –habrá que ver si lo logra– se encuentra la sentencia, donde lo importante en todo caso era dejar claro que «el ‘derecho a decidir’, cuando la definición del qué se decide, quién lo decide y cómo se decide se construye mediante un conglomerado normativo que dinamita las bases constitucionales del sistema, entra de lleno en el derecho penal». Ese es el marco.

Con el Supremo atribuyéndose el papel de paladín del Estado, el resto no ha hecho más que seguir su estela, tanto el Gobierno de Pedro Sánchez, con el ministro del Interior amenazando ayer a los promotores de las últimas movilizaciones, como Pablo Casado, a quien alguien habrá explicado que en los temas de Estado hay que hacer piña, e incluso el siempre imprevisible Albert Rivera. Santiago Abascal no, pero a nadie le importa.

No es la primera vez que los políticos asumen un papel secundario. Ocurrió también justo después del referéndum del 1-O, cuando en pleno paro de país en Catalunya, el rey español, Felipe de Borbón, salió en directo a las televisiones de todo el Estado, en una intervención amenazante y evocadora de su condición de capitán general del Ejército.

La Corona y la judicatura, instituciones pésimamente valoradas hace apenas unos años, han emergido como principales anclajes del sistema. Y con ellos, las FSE, especialmente la Guardia Civil, algunos de cuyos elementos, como el teniente coronel Daniel Baena, “Tácito”, han jugado un papel decisivo. Son el tridente del posfranquismo.

En Euskal Herria conocemos bien el peso que jueces, fiscales y policías pueden tener en las tramoyas del Estado, basta recordar el papel que desempeñaron algunos de ellos, por ejemplo, en el proceso de diálogo emprendido a finales de 2005.

Catorce años más tarde, en Catalunya y sin violencia real a la que asirse, siete magistrados insisten en que «la conversión del ‘derecho a decidir’, como indiscutible facultad inherente a todo ser humano, en un derecho colectivo asociado a un pueblo, encerrará siempre un salto en el vacío». A quien quiera darlo, el Supremo le promete un escenario dantesco, aunque como el célebre poeta florentino bien sabía, del infierno también se sale.