«Pactos de La Moncloa»; caramelo envenenado, con Suárez y con Sánchez
La insistencia del presidente español, Pedro Sánchez, en proponer la fórmula de «pactos de La Moncloa» para afrontar política y económicamente esta crisis del coronavirus obliga a volver la mirada a 1977. Aquellos acuerdos posfranquistas que firmaron PNV, CiU y el PCE de Carrillo bloquearon la opción de ruptura liderada desde Euskal Herria y Catalunya y sometieron a la izquierda estatal con la excusa de superar otro virus (el franquista) y combatir otra enfermedad (la crisis económica).
¿De qué habla Pedro Sánchez cuando insiste en reivindicar unos nuevos «pactos de La Moncloa»? A falta de más concreciones, de momento el objetivo solo anida en su mente. Pero lo que sí es conocido y necesita evocarse es lo que trajeron aquellos acuerdos de 1977, entonces liderados por su antecesor Adolfo Suárez e igualmente en un contexto de crisis del modelo de Estado. Acababa de morir Franco, la pulsión independentista era intensa sobre todo en Euskal Herria y el sistema económico hacía agua por la inflación; 43 años después la Monarquía está ante su mayor escándalo, el independentismo ha puesto a Madrid contra las cuerdas con el «procés» catalán y el coronavirus aboca a un esfuerzo económico descomunal.
Aquel aparente regalo de un acuerdo abierto a las formaciones de izquierda y a las naciones tenía una génesis envenenada: a la salida del franquismo cualquier gesto progresista pasaba por ser un avance, aunque se quedara muy corto respecto a las posibilidades de cambio reales. El pacto que plantea Sánchez también tiene su riesgo de raíz: es propuesto desde el único Gobierno español de coalición y de entrada el más progresista de estos 40 años, lo que puede llevar a engaño si no se tiene en cuenta que en otro lado de la balanza estatal las derechas pesan casi un 50%. A la espera del PP, Ciudadanos ya ha mostrado su voluntad de sumarse al intento.
Otro elemento similar es que aquellas reformas de 1977 se vendieron como una reforma económica imprescindible (como la que hará falta ahora) pero envolvían una parte política no menos importante y nada progresista. Los pactos de La Moncloa se formularon así, en plural, porque en realidad incluían dos paquetes de medidas: las económicas y las políticas. Tras la travesía del desierto franquista y con una inflación desbocada (26%) por diferentes factores sumados –crisis del petróleo, retorno de emigrantes...–, fue fácil presentar como avances reformas que en realidad lo que hacían era dibujar líneas rojas.
Así, en lo económico se permitía la afilición sindical mientras se ponían topes del 22% a los incrementos salariales (por debajo de la inflación) o se autorizaba despido libre para el 5% de las plantillas. En lo social, se despenalizaba el adulterio pero no se regulaba siquiera el divorcio, no digamos ya el aborto. En lo político, se declaraban libertad de expresión o de reunión pero condicionadas a la decisión judicial o a leyes políticas limitadoras; se estipulaba el delito de tortura, pero nunca se castigaría realmente; se proclamaba la renovación de los cuerpos policiales y del sistema judicial, pero sin depuración de las FOP ni supresión real del TOP.
Aquellos pactos del 25 de octubre de 1977 tuvieron como firmantes principales a la UCD de Suárez, el PSOE de Felipe González, la AP de Manuel Fraga (firmó el acuerdo económico, no el político) y el PCE de Santiago Carrillo, clave para otorgar legitimidad desde la izquierda al «consenso» de Suárez. Se sumarían luego primero CCOO y luego UGT desde la parte sindical. Carrilllo ya había renunciado para entonces incluso a reivindicar la República. Francisco Letamendia ‘Ortzi’ recuerda en su enciclopedia ‘Euskadi, pueblo y nación’ que «la firma de esos pactos constituye la apoteosis personal de Carrillo, quien piensa que con ellos ha cristalizado el ‘compromiso histórico’ en forma de una especie de supergobierno de concentración». Lo que ocurrió realmente es que la reforma ahogó la ruptura y el PCE no solo no gobernó (como ahora sí Podemos) sino que fue en picado.
Los nacionalismos vasco y catalán
Los pactos fueron rubricados también por PNV (a través del diputado y burukide Juan Ajuriagerra) y CiU (Miquel Roca). Pese a sus previsiones, los jelkides serían inmediatamente apartados del proceso de elaboración de la Constitución de 1978, otorgándose la representación de la «minoría vasca-catalana» a Roca, en una maniobra delatora de los recelos de Madrid ante Euskal Herria. En paralelo se lanzaba un Estatuto de Gernika, aprobado justo dos años después de esos acuerdos, que establecía la partición vasca sin cuestionamiento desde el PNV.
Iñaki Egaña recuerda en su ‘Nuevo diccionario histórico-político de Euskal Herria’ que «los pactos de la Moncloa fueron tan contestados en Euskal Herria que el Gobierno central, dividido en cuanto al papel que el PNV pudiera jugar como aval para su proyecto, decidió contemporizar, marginando al conjunto de las fuerzas nacionalistas vascas en el diseño posterior del Estado». El independentismo tanto vasco (desde EE a ETA) como catalán (ERC), estuvo obviamente fuera de aquel proceso. EH Bildu ya ha anunciado por boca de Arnaldo Otegi que tampoco participará en el actual. En cuanto a Catalunya, hará falta que pase el periodo de excepción de la epidemia para saber cómo evoluciona la mesa de diálogo entre Gobierno y Govern, que apenas había echado a andar cuando todo ha quedado en «stand by» obligado. Gabriel Rufián (ERC) acaba de declarar que en este momento sería contraproducente hablar de autodeterminación en la tribuna del Congreso. Sánchez quizás esté ya ante la tentación de cancelar el intento. El PP lo exigiría sin duda en la agenda de unos nuevos pactos de Moncloa.
Centralización... y el Ejército otra vez
Redondeando aquel capítulo de la historia, falta añadir que el posterior «tejerazo» y la LOAPA recortaron aún más los perfiles de aquellos acuerdos-base del Régimen del 78, hasta dejar un balance ruinoso tanto para los nacionalismos en su conjunto como para la izquierda española más allá del PSOE.
Se impuso una centralización vestida entonces de autonomía y que ahora cabalga a lomos de gestión de la pandemia. Sin olvidar el factor militar, entonces como «ruido de sables» y ahora como propaganda a golpe de desinfectante.