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«¡Mataremos al traidor de Pashinián!», ira en Armenia tras la retirada de Karabaj

El acuerdo que pone fin a la guerra de Nagorno Karabaj desata la ira de gran parte de la población armenia. El futuro a corto plazo tanto del enclave y como del conjunto del país sigue siendo una incógnita.

Armenios protestan en el exterior del Parlamento tras conocer el acuerdo firmado por el primer ministro con Rusia y Azerbaiyán. (Karen MANISYAN/AFP)

Miatsum, miatsum! (¡«unidad, unidad!»), grita una masa enfurecida frente a la sede del Gobierno armenio en Ereván. Corre la madrugada del 10 de noviembre de 2020 cuando un post de Nikol Pashinián –primer ministro armenio– en su cuenta de Facebook empuja a las calles a gente que tardará en irse a la cama. Tras seis semanas aguantando los embates de el Ejército azerí sobre el enclave de Nagorno Karabaj, Armenia hincaba la rodilla admitiendo su derrota. «Es una decisión difícil e increíblemente dolorosa», decía el mandatario, refiriéndose al documento que había firmado con los presidentes ruso y azerí poco después del mediodía del día anterior.

«¿Que por qué estoy aquí ahora? ¿Me estás tomando el pelo?», responde ofendido un armenio de unos 50 años. A su lado, un informático de 32 se disculpa. Vahak –así se llama– dice que todo el mundo está muy nervioso, que nadie esperaba «un acto de traición semejante».

«Se han pasado seis semanas contando mentiras, diciéndonos que todo iba bien; que se estaba recuperando el control de la situación. ¿Cómo quieren que nos lo tomemos?».

Tiene razón. Tras una cobertura de diez días en Nagorno Karabaj, GARA ha podido certificar que los comunicados de prensa sobre la situación en el frente no siempre se correspondían con lo observado sobre el terreno. «Se han producido numerosas bajas entre las filas enemigas y la moral de nuestros soldados es alta», aseguraba el último del lunes 9. Llegaba siete horas después de que Pashinián capitulara por escrito, y ocho antes de que alguien rompa un cristal en la sede del Gobierno.

Por ahí se cuelan tres que se convierten ya en cientos cuando la puerta de forja de dos hojas se abre desde dentro. Alguien se esfuerza por concentrar la atención y liderar al grupo con un megáfono que no funciona; luego lo intenta a gritos, pero la competencia es grande. El enfado colectivo es más que evidente, pero se trata de un asalto «a la armenia», de forma casi ordenada y sin prisas. Como el que pasea por un museo sin prestar demasiada atención a piezas y demás artefactos que no sean esas hermosas banderas armenias que cuelgan de mástiles de madera. Son la pieza más codiciada.

Ana, una capitalina de 24 años, dice que estaba estudiando y trabajando en Alemania cuando arrancó la ofensiva azerí el pasado 27 de septiembre. Me sentía dispuesta a todo, «incluso a combatir ‘mano a mano’ con los hombres. Esa generación –dice– la de 2000, 2001, 2002… ¡Han muerto allí para nada, miles de ellos!». Luego arranca a llorar. Las cifras de bajas en la que ya es la tercera guerra de Nagorno Karabaj oscilan entre las mil bajas propias que reconocen los armenios y las más de 5.000 totales a las que apuntan los rusos.

«El mejor acuerdo»

Tras un momento de tensión provocado por una reprimenda colectiva a un adolescente que ha arrancado un cuadro de la pared, la mayoría concluye que todo está ya visto. Lo suyo ahora es acercarse al Parlamento, a unos 20 minutos andando. Dejamos atrás el edificio de la ópera cuando nos topamos con Neil Hauer, un analista canadiense y experto en el Cáucaso establecido en Tbilisi desde hace tres años. Queremos repasar con él el controvertido acuerdo: alto el fuego; canje de prisioneros; devolución progresiva de los siete distritos colindantes y de mayoría azerí hasta la guerra de los 90 (incluida la ciudad de Shushi); despliegue de tropas de paz rusas y restablecimiento de la carretera que comunica el enclave con Armenia.

«Es el mejor acuerdo al que Armenia y Karabaj podían aspirar dada la velocidad con la que estaban perdiendo la guerra ante un ejército mucho más poderoso, especialmente durante las dos últimas semanas. De todas formas, seguimos sin saber cuál será el estatus final de Karabaj», explica Hauer, ahora ante una escalinata del Parlamento cada vez más abigarrada. Poco antes de entrar en el edificio entre la marea humana, el canadiense también recuerda que la frontera entre Turquía y Armenia permanece cerrada –al igual que la de Azerbaiyán– desde la guerra de los 90, pero que ni Ankara ni Bakú tendrían excusas ahora para no abrirlas habiéndose firmado ya un acuerdo entre los contendientes. Un gesto como ese podría ser en un auténtico balón de oxígeno para una pequeña república condenada a entenderse con sus vecinos persas y georgianos.

Era de esperar que casi ninguno de los que acceden al Parlamento armenio se vaya sin probar antes el cuero rojo de los escaños. «¡Mataremos al traidor de Pashinián!», repite alguien con un cigarro en la mano desde la tribuna del hemiciclo. Mientras tanto, en los despachos se fuerzan cajones y armarios con más método que violencia: una cafetera de cartuchos, una cazadora de piel colgada de un perchero, una caja de bebidas energéticas… todo vale, como ese balón que un chaval ha rescatado de una papelera. Las tarjetas de visita esparcidas por la alfombra roja de la estancia apuntan a que podría pertenecer a Vahan Kostanyan, «Asistente del Presidente de la Asamblea Nacional». Pocas horas después, amanecía sobre la capital con la noticia de que Ararat Mirzoyan, portavoz del Parlamento armenio, había sido linchado por los manifestantes. Es el comienzo de una nueva era.