INFO

Cultura de club: 40 años de revolución electrónica

Chicago, Detroit y Nueva York fueron los epicentros de un movimiento que tenía como catalizador a la música electrónica de baile: el house y el techno actuaron en EEUU durante los años 80 como trampolín para que el ocio nocturno brotase años más tarde como paradigma cultural.

Getty

Del underground americano, protagonizado por negros, latinos y homosexuales, a lo universal: iniciamos un viaje sociológico, económico y cultural que hará escala durante los 90 en Berlín, vivirá la explosión del “segundo verano del amor” con la conexión Londres-Ibiza, pasará por València y su Ruta Destroy hasta desembocar en un icono de la cultura contemporánea como es el festival Sónar.

Nuestro viaje se inicia en 1980 en el Warehouse, un club de Chicago de tres plantas. En el segundo piso de este almacén estableció su base de operaciones el DJ Frankie Knuckles: allí situó la cabina más importante de los 80, que hacía las veces de altar en una oscura pista de baile poblada por negros, latinos, homosexuales, putas, maricones y otras gentes de alma libre y libertina. Frankie Knuckles se crió como pinchadiscos bajo la tutela de Larry Levan (el DJ más icónico de la historia de la música electrónica de baile) en el club Paradise Garage de Nueva York –epicentro y “casa madre” del cotarro– y sustituyó al maestro en el club Continental Baths de la misma ciudad como residente. Cuando los propietarios del Warehouse llamaron a Levan para ofrecerle la residencia del almacén más famoso del país, este declinó la oferta para centrarse en el Paradise Garage y recomendó a su amigo Knuckles. Ahí empezó todo.

La etiqueta “house” nació como género musical del apócope de Warehouse (el club), pero también de la música que allí pinchaba Frankie Knuckles y de la escena underground que se gestó allí dentro, que en pocos meses se reprodujo en toda la ciudad para años después conquistar al mundo entero. Knuckles era uno de los mayores conocedores de la música disco del país, especialmente de los discos que se editaban en Nueva York, concretamente de las discográficas Salsoul Records, West End o Prelude y también del sonido Philadelphia (cuna de la música disco) a través del sello Philly International. A Knuckles se le quedaban cortos esos temas de música disco que pinchaba. Cogió un reproductor de bobina y con la ayuda de Erasmo Riviera implementó y mejoró lo que había visto en la cabina del Paradise Garage: tomaba un tema disco y alargaba las introducciones, los breaks, quitaba y ponía sonidos y creaba ritmos nuevos. Knuckles tuvo la brillante idea de coger prestados dos clásicos fundamentales en la historia de la música disco como “I’m Every Woman” –popularizada años más tarde para el público generalista por Whitney Houston– y el “Ain’t Nobody”, ambos de Chaka Khan y los “reorganizó”, es decir, extendió los temas, ecualizó y enfatizó el cuerpo rítmico –bajo, bombo y platillo–, metió breaks –paradas en el tema que actuaban como la antesala de los subidones: el clímax de los temas bailables–, volvía a alargar partes y las reorganizaba de nuevo hasta conseguir lo que quería: que la pista de baile se volviese loca con esos temas. Aquella manera de pinchar iba mucho más allá de la mera concatenación de discos.

El Warehouse de Knuckles abría el sábado a medianoche y cerraba el domingo por la tarde. La entrada costaba cuatro dólares, en la planta baja –pintada de blanco nuclear y plagada de plantas y vegetación–, había barra libre de zumos, agua y, en alguna ocasión especial, frutas y snacks. Esta concepción del espacio discotequero se copió –literalmente– años después en infinidad de clubs a lo largo y ancho del globo, especialmente hiriente fue el caso de los clubs de Ibiza, que en los 90 monetizaron hasta la náusea lo que en su origen era un espacio para el relax o chill out.

Lo que en principio se veía como algo marginal (lo que pinchaba Knuckles se tildó textualmente de «música para maricones»), para personas descastadas del ámbito gay afroamericano y latino, pronto se convertiría en referente mundial en el ocio nocturno por sus horarios, por la música que allí sonaba –el house– y por el ambiente que se cocía cada fin de semana en torno a la pista: devoción por el baile, respeto, libertad y libertinaje. La etiqueta “house de maricones” no se tiene que ver, ni mucho menos, como una afrenta al colectivo homosexual: era su música y su terminología. No entenderíamos –de hecho, no se hubiese materializado nunca la cultura de club– el devenir de la música electrónica de baile y el clubbing sin los descastados de la noche. Para homosexuales, lesbianas, negros y latinos esos clubs fueron válvula de escape y a la vez plataforma reivindicativa de sus pisoteados derechos. En esos clubs, al contrario que en el elitista Studio 54 de Nueva York, no había que pasar por el vejante peaje de “la puerta”. En Chicago y en Detroit no tenías que ser amigo de Andy Warhol para acceder a los clubs. Allí no había prejuicios de clase, raciales o sexuales. El durísimo día a día de esos colectivos, marcado ya por el sida, se desvanecía de un plumazo al traspasar la cortina de la entrada. De viernes a domingo aquellas discotecas se convertirían en la válvula de escape semanal y también en punto de encuentro –la casa– de esas personas.

Cuando los propietarios del Warehouse vieron que aquello se llenaba de heteros blancos ávidos de experimentar algo que iba más allá de la new wave y el pop prefabricado que bailaban en sus clubs, y también en busca de ácidos y MDA (derivado de la anfetamina y precursor del MDMA), duplicaron el precio de la entrada. Aquello se llenó de indeseables y Frankie Knuckles cogió sus discos y huyó. Abrió otro templo histórico en Chicago, el Power Plant, que se llenó rápidamente de homosexuales de la vieja escuela en busca de la tranquilidad que se había perdido en el Warehouse y de cierta pátina snob que plagaba la escena disco. «El Warehouse se llenó de chusma blanca ruda», así describió Frankie Knuckles el panorama que se vivía en 1982 en el Warehouse de Chicago. Al duplicar el precio de la entrada, el ambiente cambió. El club cerró y reabrió en otro local con otro nombre, con un DJ también negro y homosexual, pero con un ambiente completamente distinto. Así nació el Music Box de Ron Hardy. Dice Marshall Jefferson, histórico DJ y productor de la electrónica de baile, que Hardy desprendía una energía inigualable tras los platos. Pinchaba más rápido y más duro que su amigo Knuckles: deconstruía más los temas, les daba aún más la vuelta y los hacía más bailables. A Hardy no se le caían los anillos por mezclar en directo, también con bobina, vinilos y cintas de cassette, ese nuevo sonido disco con temas como el “Sweet Dreams” de Eurythmics o el “It’s My Life” de Talk Tal. Hardy era pura energía funk.

Ya era cultura. Dos homosexuales negros habían inventado el house. Más fino, Knuckles, representaba la clase, la cultura musical, el saber hacer: recogió el legado del gospel, del soul y del disco y lo presentó en bandeja de plata. El más canalla y drogadicto, Hardy, consiguió más intensidad emocional en la pista de baile a través de riadas de energía pura y dura: era más primario, más funk. Sin el famoseo que poblaba Studio 54 y sin la presencia invasiva y cancerígena de la industria –musical y del ocio nocturno– de Nueva York, Chicago extrapoló al mundo lo que hoy conocemos como clubbing o cultura de club. El Music Box de Hardy olía a popper, a marihuana y PCP (fenciclidina). Decía Derrick Carter (otro de los popes de la electrónica de baile) que la primera sensación al entrar al Music Box era “terrorífica”: el volumen era atronador y la gente iba pasadísima. Se practicaba sexo debajo de los altavoces de la sala, el público hetero había tomado las formas –pero no el estilo– de la homosexualidad más desacomplejada. Cuarenta años más tarde se sigue haciendo lo mismo en el Berghain de Berlín, icono contemporáneo de la cultura de club.

En 2004 la ciudad de Chicago rebautizó una calle en honor a Frankie Knuckles. Los ritos tribales del sábado por la noche se habían convertido en cultura. La música electrónica de baile no distinguía de géneros o sexualidades. La modernidad capitalista convirtió a las discotecas en templos tecnológicos, el ocio nocturno cambió por completo. Jeremy Gilbert y Ewan Pearson dan buena cuenta de ello en su ensayo “Cultura y políticas de la música dance”, un libro imprescindible para entender la música electrónica de baile y el clubbing desde el prisma tecnológico, pero también sociológico. Los clubs, –lugares de encuentro–, las drogas, la sexualidad y el placer explican por qué la “cultura oficial” ha desplegado toda la artillería contra la música entendida como fuente de placer sensorial y por qué políticos y medios de comunicación han mostrado tanta reticencia ante este fenómeno cultural.

La década de los 80 fue clave para el devenir de la música electrónica mundial: en Chicago y Nueva York se cocía a fuego lento un nuevo género musical que entroncaba directamente con el espíritu de la música disco. La historiografía moderna de la música electrónica dota siempre al house de esa pátina de purpurina hedonista heredada de la música disco en contraposición a la rudeza y conciencia de clase del techno cuando esto no es así. Se nos quiere hacer creer que el house era una música para pijos amanerados y que el techno era más real –de calle–. Maticemos: la situación social y económica no era la misma a principios de los 80 en Chicago que en Detroit, pero tampoco distaban mucho en su sino. Ni el house era patrimonio exclusivo de potentados gays de Chicago y Nueva York –el lobby rosa de la música disco– ni el techno surgió de descastados que calentaban sus manos en hogueras en una depauperada Detroit hundida por la crisis de su principal sustento: la industria del automóvil. La música electrónica y la cultura de club se gestó en EEUU gracias al golpe de estado que dieron las comunidades gays afroamericanas y latinas para reivindicar sus derechos: así nació el clubbing y sobre este pedestal se construyó el techno y el house.

El panorama en la Detroit en los 80 era desolador. La industria del automóvil estaba en plena crisis: miles de personas perdieron sus empleos en la Motor City: las tasas más grandes de alcoholismo y drogadicción de todo el país se daban en esa ciudad. El futuro era gris y sórdido. La sensación de desamparo desembocó a principios de los 90 en una crisis aún peor. Detroit se convertiría en la ciudad más peligrosa del país: sus calles estaban asfaltadas por el paro, la droga y la delincuencia. En este contexto socioeconómico nació la música techno de la mano de tres jóvenes: Juan Atkins, Derrick May y Kevin Saunderson, “The Belleville Three”. Los tres iban al mismo instituto ubicado en un barrio que hoy catalogaríamos como burgués: no era un ghetto, pero los tres padrinos del techno eran de las pocas personas negras que asistían a clase. El trío era fan del programa de radio que presentaba Charles Johnson, “The Midnight Funk Association”: allí sonaba principalmente p-funk –la música de Parliament, Funkadelic y George Clinton–, que el presentador mezclaba sin rubor alguno con música clásica, discos de Kraftwerk, Depeche Mode y toda la nueva ola más dance de los New Romantics europeos. Con toda esa amalgama sonora en la cabeza, un joven Juan Atkins corrió a comprarse un sintetizador y empezó a pinchar en su casa, enseñando como debían manejarse los platos y la mezcladora a Derrick May y Kevin Saunderson. En esa habitación nació el Detroit techno. Un año después, en 1981, Juan Atkins y Derrick May ya pinchaban en fiestas en Detroit bajo el alias de Deep Space Soundworks. Las sesiones individuales de los tres también empezaron a sonar en “The Midnight Funk Association”. Ese programa de radio fue pieza fundamental para establecer lo que serían las bases del techno facturado en Detroit y que luego se haría mundialmente famoso.

Atkins se alió con Richard Davis (aka 3070) y formaron Cybotron: la piedra filosofal del techno. Se considera el track “Alleys of Your Mind” el primer tema techno de la historia. En la mente y las manos de Juan Atkins (Model 500/600 y el sello Metroplex) se moldeó el primer género netamente electrónico. Al trío protagonista hay que sumarle a Eddie ‘Flashin’ Fowlkes y James Pennington (aka Suburban Knight) y los sellos de May (Transmat) y Saunderson (KMS) como piezas fundamentales de una música engrasada en Detroit y exportada –ya como género– globalmente. Tras un viaje a Chicago, donde el trío conoce de primera mano el nacimiento del clubbing con Frankie Knuckles y Ron Hardy, trasladan su música y modus operandi al Music Institute de Detroit, un club regentado por otras insignes cabezas pensantes de la electrónica de baile como Chez Damier, Alton Miller y George Baker, convirtiéndose así en el primer templo del techno.

A finales de 1989 el techno ya era un género mundialmente conocido. Del estricto y receloso underground de Detroit saltó a las pistas de baile de Londres y Berlín, y de allí al resto del mundo. El “Strings of Life” de Derrick May se convirtió en himno. Los tres responsables del género siempre han puesto «peros» a este éxito, siempre quisieron, al contrario que el house, que el techno se mantuviese en el estricto underground. Decía Will Sinnott de The Shamen que el contenido político de la música electrónica es intrínseco: promueve una reducción del comportamiento egocéntrico y ofrece una experiencia de unidad y afinidad con los demás. En los 90 vendría una segunda generación que acabaría de poner al género en el mismo pedestal histórico que el rock o el pop: Jeff Mills, Robert Hood y Mike Banks formarían el colectivo Underground Resistance, los hermanos Lenny y Lawrence pondrían en marcha Octave One y Richie Hawtin y Carl Craig acabarían de rematar el asunto, convirtiendo al techno de Detroit y al clubbing en patrón para fotocopiar por todo el mundo. El ocio nocturno ya era cultura. Una cultura electrónica que creaba chamanes por todo el planeta. Esa era la función que desempeñaba el rock’n’roll y el pop en los 60 y 70 y que la electrónica de baile amplificó en los 90.

Evolución. Paralelamente a la matriz americana surgieron los Kraftwerk en Alemania. No se entendería el 90% de la música moderna sin el papel fundamental de estos pioneros de la electrónica. Los de Düsseldorf partieron de las premisas del krautrock para sentar las bases del techno, el house y la música dance. Kraftwerk están en el mismo pedestal cultural que Dylan, Hendrix, los Beatles o los Rolling Stones y forman parte de la imprescindible banda sonora global. En Alemania lo tuvieron claro desde el primer día: aquello que “perpetraban” con teclados y cajas de ritmos era igual de importante que lo que hizo en su día Wagner. Y así hasta la actualidad. Los clubes y discotecas de Berlín se clasificaban administrativamente como lugares de entretenimiento, equiparándolos con burdeles o casinos. En mayo, en plena pandemia por el covid-19, un comité en representación de clubes y discotecas propuso la reclasificación de clubes y lugares donde hay música en vivo como “instituciones culturales” en la Ordenanza de uso de edificios de Berlín, y así fue: se les dio el mismo estatus legal que a las salas de conciertos, óperas y teatros (nótese la diferencia con el Estado español). Esta acción administrativa protege a los clubs contra la gentrificación, los altos alquileres y los fondos buitres de inversión (que no otorgan alquileres a largo plazo) que estaban desballestando la cultura de clubs de la ciudad.

Más de 100 clubs de Berlín han cerrado en los últimos diez años, entre ellos los míticos Griessmuehle y Farbfernseher. Al recibir el estatus de institución cultural, los clubes y locales de música en vivo se preservan y protegen bajo los códigos de construcción y los planes de desarrollo urbano de la ciudad (nótese, otra vez, la diferencia abismal con el Estado español). El argumento para esto se basa en la contribución única de la escena de clubs berlinesa a la cultura contemporánea del país. La vida nocturna ha convertido a Berlín en un destino cultural, atrayendo a miles de artistas y turistas a la ciudad y generando 1.500 millones de euros cada año. A su vez, nuevas industrias creativas, como galerías de arte contemporáneas y tiendas de discos, brotan en torno a la cultura de club. «La diferencia entre la ópera y el club solo reside en el tipo de música», declaró en mayo Pamela Schobess, presidenta de la Comisión del Clubes de Berlín y una de las activistas que representan la vida cultural nocturna de la ciudad. Esta iniciativa, sitúa al clubbing y a la música electrónica de baile, como lo que es: cultura. El Gobierno alemán ha subvencionado con 30 millones de euros a instituciones privadas de la ciudad. A los fondos se han acogido empresas con más de diez empleados y con facturaciones inferiores a los 10 millones de euros anuales. Todo ello forma parte del programa de emergencia para ayudar a museos, orquestas, teatros, cabarets y, sí, claro, también a clubs. El dinero se ha asignado por aplicación, estudiando caso a caso cada una de las peticiones, y es una subvención en lugar de un crédito (dejamos aquí el ya manido “nótese la diferencia con el Estado español”). Con suerte, pasarán décadas para que el ejemplo alemán pueda servir para contrarrestar la ignorancia y el esnobismo que aún prevalecen en ciertas actitudes trasnochadas sobre la música electrónica de baile y la cultura de club por parte de diferentes administraciones.

Reivindicación social. Infravalorada históricamente por las élites culturales, la música electrónica de baile ha tenido que abrirse paso a dentelladas –en lo comercial y en lo político– para reivindicar su papel transformador y su carácter artístico. Su recorrido a través de géneros y países es parte fundamental de la historia de la música del siglo XX y de las nuevas corrientes del siglo XXI.

La Ruta del Bakalao fue el mayor movimiento clubbing de la historia del Estado. Su repercusión cultural tuvo consecuencias legales en el ocio nocturno de todo el país y aún siguen vigentes en muchas comunidades autónomas. Miles de personas venidas de todo el país convirtieron su peregrinaje por el ocio nocturno del área metropolitana de València, especialmente en la carretera de El Saler, CV-500, en la piedra fundacional del clubbing estatal. En clubs como Barraca, Spook Factory, Chocolate, Espiral, NOD, Puzzle o ACTV se gestó una nueva forma de cultura contemporánea asociada a la música de baile. Allí, de jueves a domingo, de 1980 hasta la primera mitad de los 90 se gestó algo único que no tenía nada que desmerecer a lo que sucedía en paralelo en Ibiza o Berlín. La conexión Londres-Ibiza, con su “segundo verano del amor” convertiría a la isla durante los 90 en la capital mundial del clubbing. El espíritu primigenio, en lo social, musical y cultural se convirtió en negocio puro y duro. Sin atisbo alguno de las bases fundacionales del movimiento en Chicago o Detroit, los súper clubs ibicencos –Pacha, Amnesia, Space, Ku– cayeron mayoritariamente en manos de capital británico, desvirtuando así ese espíritu baleárico que unió a finales de los 80 a Manchester con Ibiza. Ibiza se convirtió en un resort para guiris potentados a la vez que creaba el ghetto de Sant Antoni para un público más rupestre y hooligan: una Disneylandia que enterró por completo los orígenes humildes y sociales de las escenas americanas, convirtiendo en superestrellas a los DJs que promotores británicos llevaban a la isla, con sueldos propios de consejeros delegados de grandes corporaciones.

La cultura de club en Ibiza es la cultura del dinero y el principal sustento económico de la industria turística de la isla. En el recientemente editado “Balearic: Historia oral de la cultura de club en Ibiza” de Luis Costa y Christian Len, se documenta a la perfección el relato que arranca a finales de los años 50 con el primer desembarco de turistas americanos, sigue en los 60 con las colonias hippies. Con el poso musical de ese turismo, las drogas que importaron y la iniciativa de algunos empresarios, se fundaron las bases de la meca del ocio nocturno que implosionó en 1987, cuando turistas británicos quedaron embelesados con la ecléctica selección musical que pinchaban Alfredo Fiorito y Leo Mas en sus sesiones de Amnesia. Exportaron y adaptaron el caso ibicenco a Gran Bretaña, bautizándolo como “Balearic beat”, extendiendo así la música Acid y la cultura de club por todo el mundo. En este sentido, también es una pieza fundamental para entender el clubbing “Estado alterado: La historia de la cultura del éxtasis y del acid house” de Matthew Collin.

València, en cambio, conservó esos parámetros que establecieron los pioneros, pero la satanización de la juventud, los problemas con las drogas, los accidentes de tráfico de gente venida de todo el Estado fueron la excusa perfecta (en manos de la mentalidad judeo-cristiana imperante en la época que, como la de hoy, no concibe otra forma de vida que no sea “del trabajo a casa y consumir/gastar en sitios autorizados bien vistos” para acabar de un plumazo con la inestimable colaboración de los principales medios de comunicación de la época) con la semilla del clubbing en el Estado. La resistencia se estableció entonces en diferentes puntos durante los 90: en Toledo con Family Club y en Fraga con Florida 135, en Gijón con La Real, en Granada con La Industrial Copera, la Sala Zeus en Valladolid. En Euskal Herria el trance y los ritmos más acelerados se asentaron en clubs como Xoxote, Ariznoa, Guass-Azkena, The Sound, Jazzberri, Keops, Ku, Columbus o Nyx.

En Madrid, influidos por la escena valenciana, surgen templos de la electrónica como OH! Madrid, Voltereta, Attica, Van Vas, Space of Sound, Midday o el actual Fabrik. En Catalunya, también partiendo de la premisa valenciana surgieron clubs de diversa índole en lo musical como Psicódromo, Distrito Distinto, Studio 54, Ozono, Verdi, KGB, Otto Zütz, Chasis, Pont Aeri, La Sala del Cel, Xque, Scorpia, Nitsa, Moog o La Terrazza. En 1994 y en Barcelona nace el primer festival de música electrónica del Estado: Sónar, festival de música avanzada y arte multimedia, hoy referente mundial y buque insignia de la música electrónica de baile. Hay mucha literatura acerca de la cultura de club y de la música dance en EEUU, Gran Bretaña, Estado francés o Alemania. También hay mucha historia oral y escrita sobre el clubbing en Madrid o València, pero a penas hay publicaciones sobre la electrónica de baile en el resto del Estado español. Afortunadamente, ese vacío lo ha ocupado recientemente “El trueno que sigue al rayo: Breve historia de las músicas de baile en España desde la caída de la Ruta” de Pedro José Mariblanca. Un excelente compendio historiográfico y social de la historia de la electrónica estatal que debería ser lectura obligatoria en las administraciones públicas y libro destacado en la biblioteca de José Manuel Rodríguez Uribes.

La cultura contemporánea no existe más allá de lo museable. Se siguen parámetros obsoletos, tropezando en los mismos lugares comunes y desgatados mitos. Hay vida inteligente más allá de los museos, teatros y cines. Hay cultura más allá de lo académico. La cultura popular contemporánea languidece en un estado obsoleto en su organización política, económica y social. Si 26 años después del primer Sónar aún tenemos que explicar a las más altas instancias culturales del país que la música electrónica de baile y el clubbing son “cultura” tenemos un problema muy grave.