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Verdades y mentiras, exageraciones e histerias en el caso Navalny

Jóvenes detenidos y hostigados por la policía en los exteriores del juicio a Navalny. (Kirill KUDRYAVTSEV/ AFP)

El arranque del juicio contra el líder opositor Alexei Navalny tras dos fines de semanas de manifestaciones exigiendo su puesta en libertad y reprimidas con miles de detenidos devuelve a la Rusia de Vladimir Putin a la actualidad informativa.

Y vuelven a perfilarse dos diagnósticos antagónicos y contrapuestos sobre lo que está ocurriendo en el gigante eurasiático.

De un lado, desde Occidente se magnifica, cuantitativa y cualitativamente, el alcance de las protestas y la respuesta, confundiendo lo que es una táctica de detenciones preventivas –masiva, eso sí– para evitar que los manifestantes se puedan siquiera congregar, con unas cargas policiales indiscriminadas que, si se han dado, han sido las menos.

Sin minimizar la grave violación del derecho a la libre manifestación que suponen tanto una como otra prácticas policiales, interesa destacar que, con su percepción exagerada, consciente o no, Occidente confunde sus deseos con la realidad y quiere ver una insurrección popular masiva en lo que no son más que protestas de una oposición minoritaria y fragmentada contra la figura omnipresente de Putin.

Esta fijación occidental es utilizada asimismo por Rusia para caricaturizar el movimiento opositor como algo exógeno, promovido desde fuera.

Es evidente que todos los países tratan de utilizar y alimentar los conflictos internos de sus rivales geopolíticos para debilitarlos. Todos lo hacen, sin excepción, con mayor o menor descaro.

Al igual que todos los países agitan el fantasma de la injerencia exterior para negar problemas que tienen su origen en dinámicas internas y para ocultar sus propias debilidades.

Cada cual y cada quien podrá poner mil ejemplos de aplicación de ambas leyes del talión de la política internacional, y seguro que optará por aquellos que le dan la razón y refuerzan su convicciones apriorísticas.

En el caso que nos ocupa, la insistencia rusa en ver la «mano negra» de EEUU se conjuga con su determinación para cortar por lo sano unas protestas que no parecería estén en condiciones de poner en riesgo al Kremlin y, sobre todo, a un Putin que cuenta con una indudable aquiescencia de la mayor parte del electorado ruso.

Pero la aquiescencia o el consentimiento no se pueden confundir con el entusiasmo, y parece que esa mayoría silenciosa rusa apoya al poder más por falta de alternativas y, sobre todo, por el pavor que le produce el recuerdo de la gestión liquidacionista de Rusia que hicieron en lo años noventa los miembros de la nomenklatura, oportunamente convertidos al credo liberal. Navalny tenía solo 14 años cuando se hundió la URSS pero su graduado como becario en la prestigiosa Universidad de Yale le confirma como un liberal de libro.

¿A qué entonces esa histeria de Rusia, deteniendo a miles de personas nada más pisar la calle y sin darles tiempo para corear consignas pidiendo su libertad?

Detenciones que la Policía sigue practicando hoy, en el arranque de un juicio en el que se acusa a Navalny de no haber comparecido regularmente ante los juzgados por una condena en suspenso y cuando no podía hacerlo precisamente porque se hallaba convaleciente en Berlín tras haber sido enviado por Moscú después de que cayera gravemente enfermo (envenenado según él y Occidente) en un vuelo interno en Rusia.

Sobre el líder opositor pesa una condena de 3,5 años de cárcel, pese a que fue anulada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque Navalny y su hermano «fueron privados de su derecho a un juicio justo»  en un caso, además, que tiene su origen en una oscura denuncia de estafa por parte de Yves Rocher que el emporio de cosméticos francés retiró luego.

Hay quien interpreta el nerviosismo represivo del Kremlin y su fijación con el líder opositor como una terapia de choque para conjurar el más mínimo riesgo de que en Rusia se puedan importar las revueltas que se han sucedido en los últimos lustros en el espacio postsoviético y que fueron bautizadas como «Revoluciones de colores».

Quizás sea eso, pero esa actitud, además de denotar cierta debilidad interna, tiene el efecto contraproducente de magnificar la capacidad de la oposición, paradójicamente al igual que lo hace Occidente.

Rusia asegura que son cuatro y pagados por EEUU. Pero les reprime como si fueran millones.

El Kremlin niega que envenenara a Navalny. Pero actúa como si lo hubiera hecho.