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La exención de las patentes pone el foco en la propiedad intelectual

El debate sobre la exención temporal de las patentes de las vacunas contra la covid-19 ha vuelto a desaparecer. Las multinacionales farmacéuticas y los países ricos ven mucho dinero en juego y pocos argumentos sólidos para defender un monopolio injustificable en mitad de una pandemia.

Movilización en Roma para reclamar la exención de las patentes. (Filippo MONTEFORTE/AFP)

A principios de mayo, la Administración de Joe Biden informó de que estaba dispuesta a apoyar una exención temporal en los derechos de las patentes de las vacunas. Un tema que no atañe a la Organización Mundial de la Salud, como podía pensarse, sino a la Organización Mundial del Comercio: los derechos de propiedad intelectual sobre las vacunas es una cuestión de negocio. La Unión Europea se posicionó en contra, entre otras razones porque Pfizer ya está pagando a EEUU por algunas patentes para su vacuna. En cualquier caso, tras el revuelo inicial, el debate público ha desaparecido de los medios. Ni la declaración del Gobierno chino respaldando la exención mi mucho menos el artículo de Pedro Sánchez en “Financial Times” han logrado reanimar el interés por el tema.

Dos son las razones que esgrimen los que se niegan a esta exención temporal. La primera es que liberar las patentes no ayudará a que se produzcan más vacunas porque hacen falta, por ejemplo, instalaciones adecuadas o un mayor suministro de ciertas materias primas, lo que impedirá que se produzcan más sueros, aun liberando las patentes. Es posible que en este argumento haya algo de razón, pero también es verdad que eliminando una barrera siempre será más fácil que se produzcan más vacunas.

El otro argumento que utilizan los defensores de los derechos sobre la propiedad intelectual es que si las patentes se dejan libres, nadie tendrá interés en invertir en investigación y, por tanto, es muy posible que no se produzcan nuevos desarrollos, lo que pondrá freno a la mejora de estas vacunas o a otras posibles en un futuro. Si la cuestión es el incentivo que ha de recibir la investigación por el invento, tal vez habría que discutir cuál sería una remuneración aceptable. Lo que no parece muy digno es que en medio de una pandemia que sigue matando gente en todo el mundo, Pfizer, por ejemplo, anunciara hace unos días unos beneficios de 4.877 millones en el primer trimestre de este año, un 45% más que el año pasado, gracias, sobre todo, a su vacuna. Un gran incentivo, sin lugar a dudas.

Este razonamiento nos lleva a pensar que si el motivo monetario es tan importante para la investigación, es muy posible que el incentivo sea tan decisivo que, por sí mismo, sea capaz de definir las líneas de investigación y que esta no vaya encaminada a resolver problemas importantes o urgentes, sino aquellos de los que se esperan conseguir beneficios económicos. Tal vez por esa razón, muchas enfermedades endémicas en muchas partes del mundo continúan sin tratamientos eficaces en pleno siglo XXI: generalmente se dan en lugares en los que la gente no tiene mucho dinero para pagar costosos tratamientos que alegren la cuenta de resultados de las multinacionales farmacéuticas.

Un argumento más ha sido que liberar las patentes podría permitir que Rusia o China consiguieran conocimientos sobre ciertas técnicas que luego podrían utilizar en tratamientos de «problemas cardíacos o del cáncer», como señaló “Financial Times”. Es decir, liberando las patentes estaríamos dejando suelta una peligrosísima arma de destrucción masiva… ¡del cáncer! El cinismo de las multinacionales no tiene límite. Pero es que, además, si Rusia, China o cualquier otro país, gracias a esas patentes, puede desarrollar tratamientos eficaces, por ejemplo, contra el cáncer, lo que realmente hace el actual sistema de derechos sobre la propiedad intelectual no es fomentar la investigación y la innovación, sino todo lo contrario, obstaculizarlo.

En este argumento se esconde la lógica que justifica este injusto estado de las cosas. Los que defienden el mantenimiento de las patentes lo que quieren en realidad es mantener el monopolio de unos conocimientos que les permitirán seguir obteniendo beneficios extraordinarios en el futuro. En realidad, quieren ser ellos los que encuentren esa terapia novedosa contra el cáncer para ofrecérsela a aquellos que puedan pagar por ella y, así, seguir haciéndose ricos gracias a tratamientos exclusivos. Algo que, por otra parte, también encaja mal con la retórica del libre mercado y el bien común.

Esa es la clave fundamental de todo el montaje de los derechos de propiedad que han impuesto los países ricos. Hay quien se consuela diciendo que pronto habrá más vacunas y muchas de ellas se podrán utilizar sin tener que pagar derechos, facilitando y abaratando su producción masiva. Y es cierto que cuando haya otras vacunas, el monopolio de las actuales desaparecerá, pero las farmacéuticas quieren esconder sus secretos para buscar otras terapias que en el futuro les permitan seguir obteniendo beneficios extraordinarios gracias a los derechos de propiedad.

En este sentido, es muy significativo el papel que ha desempeñado Bill Gates en toda esta cuestión. Él y su fundación participaron desde el inicio en la creación de la iniciativa Covax que, básicamente, es un instrumento recauda dinero entre los países ricos y las fundaciones filantrópicas para comprar vacunas que se enviarán a países del Tercer Mundo que carecen de recursos para pagar esos costosos sueros. Es una forma organizada de recoger y distribuir los donativos de los ricos y poderosos del mundo.

La gracia de este mecanismo es que no cuestiona el statu quo. Las vacunas se pagan y nadie pone en cuestión las regalías que proporcionan los derechos de propiedad. Con la limosna organizada a través de Covax intentaron que no se cuestionara el edificio levantado para que los derechos de propiedad generen ingentes cantidades de beneficios. Y Bill Gates sabe lo que se juega. Su fortuna se basa precisamente en los derechos que le proporcionan las patentes del sistema operativo de Windows.

Para hacerse una idea del éxito del mecanismo Covax sirva el siguiente dato: desde su creación hasta mediados de mayo había conseguido enviar 65 millones de vacunas a los países del Tercer Mundo. En esas mismas fechas, solo EEUU estaba poniendo casi 2 millones de vacunas diarias y desde que comenzó la campaña de vacunación ha puesto cerca de 300 millones de dosis, es decir, un solo país ha puesto cinco veces más de las que Covax y la OMS ha enviado al Tercer Mundo.

Por otra parte, y según ha revelado la prensa estadounidense, Bill Gates también estuvo presionando para que la Universidad de Oxford (dos de sus instituciones fueron las que desarrollaron la vacuna: Weatherall Institute of Molecular Medicine y Oxford Vaccine Group) se aliara con la multinacional anglosueca AstraZeneca. El acuerdo no solo frenó el potencial de Oxford para producir una vacuna más barata, sino que, además, la capacidad de producción de AstraZeneca no ha sido la esperada. Sin embargo, tiene toda la lógica que Bill Gates se dedique a esto. Si el objetivo es mantener este tinglado capitalista, no quedaba nada bien que una universidad produjera una vacuna o que incluso cediera libremente los derechos sobre la misma. También podrían hacerlo otros. Tenían que evitar que eso sucediera y para lograr ese objetivo qué mejor que Gates. Finalmente, los problemas de AstraZeneca han sido tantos que ha conseguido que el nombre de Oxford ya ni aparezca en la referencia de la vacuna.

Por si a alguien le queda alguna duda de que todo esto va de dinero: los países más poderosos del mundo están pensando en empezar a vacunar a niños y adolescentes, aunque es un grupo con un riesgo mínimo. Hasta la OMS les ha pedido que no lo hagan. «Insto a que lo reconsideren y, en su lugar, donen vacunas a Covax, ya que en los países de ingresos bajos y medio- bajos, el suministro de vacunas no ha sido suficiente ni siquiera para inmunizar a los profesionales sanitarios», dijo en su apelación el director general de la organización, Tedros Adhanom Ghebreyesus el pasado 14 de mayo. Vacunar a niños y adolescentes ahora es estirar todavía más el monopolio de los beneficios extraordinarios de las farmacéuticas –los países ricos pagan muy bien– antes de que lleguen el resto de vacunas y el maná se termine. Una oportunidad suculenta que no pueden dejar escapar y que nada tiene que ver con la salud pública.

La cuestión de las patentes de las vacunas muestra que la salud y la investigación han sido colonizados por el capitalismo. No hay en ello ningún motivo altruista: solo la búsqueda de mayores beneficios Y la pieza clave para mantener esa lucrativa posición de privilegio son los derechos de propiedad intelectual. En este mundo ya ni el prestigio de un descubrimiento puede sustituir al dinero.

Este sistema de derechos sobre la propiedad intelectual no es ni siquiera mínimamente ecuánime, porque no remunera los inventos o los descubrimientos según su importancia. Son los listillos que los registran los que se llevan la parte del león. No solo en el caso de Microsoft y Bill Gates. Google, por ejemplo, no sería lo que es sin los trabajos de Danny Hillis sobre el procesamiento paralelo de datos.

Lo que sí es seguro es que la salud y la investigación médica se han convertido en una fuente de beneficios impresionante. Tal vez todo lo relacionado con ella debería sacarse del sistema de derechos de la propiedad intelectual y crear un «moderno comunal» con todos esos saberes a disposición de quien los necesite. En caso contrario, como esta pandemia muestra, los tratamientos médicos serán cada vez más cosa de los ricos.