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Líbano se apaga y se precipita hacia el colapso total

La explosión de un depósito de gasolina, con 28 fallecidos, recrudece el drama que padecen los libaneses desde hace dos años, soportando una crisis económica sin precedentes. En pleno agosto, los hogares no tienen luz ni aire acondicionado. Ni durante la guerra civil la población sufrió tanto.

Edificio dañado por la explosión, el año pasado, del puerto de Beirut. (Zahida MEMBRADO)

El minibús abarrotado circula a toda velocidad. El conductor, sudoroso, acaba de agarrar otra cerveza de un puesto de venta situado en el arcén de la carretera que recorre Líbano de norte a sur. Cuando se dispone a sorber otro trago, frena de golpe. Todos los pasajeros nos balanceamos bruscamente hacia delante y hacia atrás. Unas 300 personas, en su mayoría hombres, acaban de lanzarse a la calzada para bloquear la circulación. El conductor apaga el motor y todos los pasajeros nos apeamos de la camioneta. Otro vehículo nos espera al otro lado de la multitud para llevarnos a la capital. Es la enésima protesta de una población desesperada que, cuando creía que ya no podía sumar otra fatalidad a todas las sufridas, vio cómo sucedía una nueva desgracia.

El domingo una explosión en un depósito ilegal de combustible en la región de Akkar, al norte del país, dejó un balance de al menos 28 muertos y alrededor de 80 heridos. Unas 200 personas guardaban cola en el lugar para intentar hacer acopio de unos litros de gasolina, después de que en los últimos días echaran el cierre la mayoría de las gasolineras por la falta de combustible disponible. El Ejército había confiscado el tanque de carburante y se encontraba distribuyendo gasolina entre la población, cuando el depósito explotó, provocando también la muerte de algunos de los jóvenes soldados desplegados en la operación.

En medio de una profunda crisis política, social y financiera, el Banco Central de Líbano anunció el 11 de agosto la supresión de los subsidios a los hidrocarburos por la falta de reservas para financiar su importación. El anuncio, inesperado, generó nuevas protestas en varias ciudades del país y, en la práctica, supuso un paso más, quizá el definitivo, hacia el colapso total al que se precipita Líbano desde hace meses.

Desde hace una semana, por las calles de Beirut circulan menos vehículos. En algunas horas del día, el silencio en el exterior es inquietante. Muchas gasolineras han pasado de registrar colas kilométricas a quedar desiertas, precintadas por la Policía. Los depósitos ilegales de carburante se han multiplicado por todo el país, gestionados por quienes en una situación de caos absoluto buscan hacer negocio en el mercado negro, que ya es el único que funciona.

Una gasolinera de la capital acumula a media mañana más de un centenar de coches en sus inmediaciones. El atasco es colosal. Los conductores esperan llenar el tanque, pero no hay gasoil para todos. El Ejército trata de controlar la estación cerrándola con cinta amarilla. Pero, ¿qué hacer sin gasolina en el coche? ¿A dónde ir? ¿Cómo ir? Los taxis ilegales, conductores sin trabajo que todavía guardan algo de combustible, han proliferado y los trayectos han multiplicado su precio. 

El fin de los subsidios a la gasolina está lanzando el país hacia un colapso que si bien ha sido predicho varias veces, nunca como ahora se había sentido tan cerca. Los precios de productos esenciales como el pan se han disparado tras el fatídico anuncio. Lo mismo ha sucedido con la carne, las verduras u otros bienes básicos como los productos de higiene femenina.

A todo ello hay que sumar los constantes cortes de energía que sufre el país desde hace semanas, con menos de dos horas al día de electricidad. El Gobierno anunció recientemente que la producción energética apenas le permite cubrir una cuarta parte del suministro necesario para abastecer a toda la población de Líbano, unos 6,8 millones de personas. Pero si antes todavía podían esperarse unas horas al día de electricidad, a día de hoy el suministro público es cero y la oscuridad se cierne sobre el país.

«¿Nadie piensa hacer nada?»

La poca luz que se ve al caer la noche en hogares, restaurantes y hoteles la producen generadores privados, que también sufren la falta de suministro y cuyos propietarios compran combustible en el mercado negro a precios desorbitados. La estampa de la capital es un fondo a negro. Apenas circulan vehículos y solo las zonas con mayor actividad nocturna activan sus generadores para brindar servicio a los clientes. «Nos están dejando morir. ¿Es que nadie piensa hacer nada?», reza el mantra más escuchado.

Una situación de emergencia social que trastorna aún más a una población que ha visto cómo en los últimos dos años su moneda perdía el 90% de su valor. La depreciación de la libra libanesa frente al dólar está alcanzando estos días mínimos históricos. En la actualidad un dólar equivale a unas 19.000 libras en el mercado negro, un cambio alejado de las 10.000 libras de hace menos de 4 meses y a años luz del cambio oficial, según el cual un dólar cotiza a 1.500 libras.

De este modo, hace casi dos años que la economía del país se mide según el tipo de cambio en el mercado negro, lo que ha provocado que los libaneses hayan dejado de confiar en sus instituciones financieras para realizar cualquier tipo de operación. La ciudadanía ya no opera con tarjeta. En la calle, todo se compra y se vende en efectivo.

La devaluación de la moneda es la principal causa del empobrecimiento de la población, que observa atónita cómo su salario actual es seis veces menor que antes del estallido de las protestas el 17 de octubre de 2019, cuando las calles se llenaron al grito de «¡thawra!» (revolución, en árabe).

Durante semanas, la población salió a protestar por la inacción de una clase política incapaz de sacar al país de la crisis. Entonces, con el tipo de cambio en torno a 1.800 libras por dólar, nadie podía imaginar que casi dos años después la moneda perdería el 90% de su valor.

«Si no tienes dólares, estás perdido», afirma exaltada la propietaria de un negocio en el centro de Beirut. Narra cómo la drástica devaluación de la libra está provocando el «hundimiento en cadena» de toda la sociedad.

«No hay capacidad para importar bienes del exterior, las empresas libanesas no pueden vender, los negocios están cerrando, los suministros no llegan, las medicinas se agotan, la gente no tiene dinero para comer ni para comprar lo más básico», lamenta.

Expolio y nefasta gestión

La crisis viene de lejos y es consecuencia de la nefasta gestión de las Administraciones públicas y del expolio masivo de los depósitos de los libaneses por parte de los sucesivos Gobiernos e instituciones financieras. «Ha habido un robo constante. No puede hablarse de negligencia, sino de saqueo. Somos rehenes del Gobierno. Estamos secuestrados.

No podemos hacer nada. El que tiene algo de dinero intentará huir del país, pero todos los que nos quedamos, ¿qué haremos?», estalla una joven que se siente parte de una generación perdida.

El país funciona, además, sin Ejecutivo efectivo desde la dimisión del primer ministro, Hassan Diab, seis días después de la catástrofe del 4 de agosto de 2020, cuando 2.700 toneladas de nitrato de amonio explotaron en el puerto de Beirut, causando la muerte a unas 200 personas y dejando heridas a más de 6.000. Todavía hoy la clase dirigente no ha dado explicaciones sobre por qué se almacenó semejante cantidad de material explosivo en el puerto de la capital.

El pasado 4 de agosto, coincidiendo con el aniversario de aquella terrible desgracia, la gente tomó las calles para reclamar justicia. En los doce meses transcurridos, ningún político ha dado la cara.

«Nadie se ha hecho responsable de la tragedia y hay claras evidencias de que el Parlamento trata de obstaculizar el trabajo que está realizando el juez a cargo de la investigación», denunciaba una pareja de abogados que asistió a la manifestación por el aniversario. El pasado febrero, la Justicia apartó al instructor de la causa, el juez Sadi Fawan, después de que imputara a dos exministros. La destitución del juez Fawan generó una enorme frustración entre los libaneses, que sintieron de nuevo que no podían confiar en las instituciones para sentar a los responsables del siniestro en el banquillo.

El que quienes vivieron en primera persona la guerra civil, entre 1975 y 1990, sostengan que la situación ahora es mucho peor ilustra la magnitud de la crisis que asola el país. «La situación entonces era muy grave porque estábamos en guerra, caían bombas. Había una línea que dividía la capital entre la zona cristiana y la musulmana, pero había trabajo, había dinero», recuerda un tendero en Zahlé, una ciudad del Valle de la Bekaa, en el centro del país, cerca de la frontera siria, donde hace unas semanas aún se vendía al país vecino el poco combustible que quedaba en suelo libanés.

Las esperanzas de la población, si es que alberga alguna, residen en la pronta formación de un Gobierno. El multimillonario primer ministro designado por el presidente, el suní Najib Mikati, lleva semanas negociando con los distintos partidos la formación de un Ejecutivo capaz de sacar al país del pozo. Sin embargo, la compleja estructura política de Líbano, organizada según un sistema de reparto del poder por clanes religiosos, impide una mayor agilidad en la asignación de los principales ministerios.

Un día después de conocerse la explosión del tanque de gasolina, el jefe del Estado, el cristiano Michel Aoun, se apresuró a declarar ante los medios de comunicación que la formación de un Gobierno está muy cerca. Habrá que ver si en los próximos días la desprestigiada clase dirigente es capaz de pasar de las palabras a los hechos.