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El tiempo pasa, incluso hasta para el talibán

La paciencia estratégica ha permitido a los talibanes expulsar a los ocupantes estadounidenses y volver al poder. Pero veinte años son muchos y muchas cosas han cambiado. ¿Tendrán los talibanes capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos? ¿Querrán? ¿Les dejarán?

Un miliciano talibán patrulla en un mercado en Kabul. (HOSHANG HASHIMI-AFP)

Tras la salida del último avión estadounidense, y acabados los festejos por la recobrada independencia, comienza la hora de la verdad para los talibanes.

En espera de que presenten su prometido gobierno inclusivo, su primera prueba de fuego, afrontan una serie de retos que tienen que ver con su propio pasado, con un país exangüe tras más 40 años de guerra y con un presente que, lo quieran o no, tiene poco que ver con el Afganistán de los años 90.

Es indudable que el movimiento talibán, con su rigorismo musulmán y su defensa del orden, cuenta con mucho apoyo en el Afganistán rural, sobre todo en el sur, incluido su bastión de Kandahar, segunda ciudad del país. Su predicamento se extiende a la población migrada a las ciudades y, pese a que se nutren mayoritariamente entre la etnia pastún, cuentan a su vez con seguidores tayikos en las provincias del norte.

Su lucha durante veinte años de ocupación les ha supuesto una legitimidad en clave nacional en otros sectores. Y se han beneficiado del hartazgo de la población por tantos años de guerra. Pero ese apoyo no es en absoluto incondicional.

Los talibanes lo saben. De ahí sus promesas de un gobierno de unidad interétnico, de una amnistía general para la oposición, y a favor de que la mujer pueda estudiar y trabajar, aunque «de acuerdo a la ley islámica». Que la mujer pueda trabajar solo en ámbitos como el de la salud y estudiar en la universidad, aunque de forma segregada (no habrá clases mixtas y se «adecuará» el temario) es un escarnio pero supondría un avance respecto al régimen que instauraron en su Emirato Islámico (1996-20001), en el que la mujer fue expulsada totalmente del ámbito público y condenada tras el burka. Eso sin olvidar la persecución a la que sometieron los talibanes a la oposición y a las minorías étnicas.

El pasado pesa en el presente y no parece que los talibán, con sus contradicciones internas, vayan a disipar la desconfianza de parte de la población.  

Esa prevención entronca directamente con la credibilidad internacional de los talibanes, cuyo régimen en los noventa fue un paria solo reconocido por su padrino Pakistán y por –significativo– el tándem wahabí de las satrapías de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.

Poco esperan, a corto plazo, los «barbudos» de EEUU y de sus aliados occidentales.

Pero su esperanza de lograr reconocimiento internacional en un mundo cada vez más multipolar se dirige al teocrático chií pero a la vez pragmático vecino de Irán, a la Turquía islamista de Erdogan y a Pakistán y Qatar, que pugnan por el monitoreo del Afganistán del futuro. Pero sobre todo a China y Rusia.

A la potencia emergente y al eterno imperio fallido, por sus dinámicas internas y sus usos diplomáticos, les preocupan poco los derechos de afganos y afganas pero tienen sus líneas rojas. Los chinos temen un contagio yihadista en su colonia de Xinjiang y los rusos velan por que la nueva situación en Afganistán no suponga un resurgir del islamismo armado en las repúblicas de Uzbekistán y Tayikistán, e incluso en el siempre indómito Cáucaso Norte –el Emirato talibán fue el único que reconoció la independencia de Chechenia en los noventa–.

Si los talibán cuidan esos frentes tendrán el reconocimiento de Pekín y Moscú.

Pero el problema es que quizás no esté en sus manos. Los atentados y ataques del ISIS de estos últimos días a unos EEUU de estampida restan credibilidad a su promesa de un Afganistán en paz.

Es posible que los talibanes, con grupos como la red Haqqani que tienen fuertes lazos con Al Qaeda pero con contactos con el ISIS de Jorasán (ISJW), hayan contemporizado y «permitido» que EEUU acelerara su salida a trompicones, pero no hay duda de que afrontan a partir de ahora el desafío de enfrentarse a una escisión, el ISJW, que no hace sino llevar al paroxismo sangriento y sectario la misma estrategia de ataques y atentados que han llevado finalmente al poder a los talibanes.

Contradicciones al margen, llegamos al último y decisivo reto que afrontan los talibanes: la gravísima situación económica.

Afganistán es uno de los países más empobrecidos del mundo. Veinte años de ocupación han convertido al país en dependiente de la ayuda internacional, que en 2020 supuso un 40% del PIB afgano. EEUU ha congelado las reservas del Banco Central de Afganistán y los grandes donantes occidentales han suspendido sus ayudas, asegurando que las canalizarán a través de las agencias humanitarias –no explican cómo–.

Los talibanes necesitan dinero urgente para pagar los salarios de los funcionarios y para mantener en funcionamiento las maltrechas infraestructuras vitales (agua, electricidad, comunicaciones…).

La ONU calcula que los talibanes cuentan con unos ingresos anuales, procedentes de actividades ilegales como el tráfico del opio, de entre 300 y 1.500 millones de dólares al año. Una gota de agua para las necesidades de Afganistán.

De ahí se explica que, al chantaje económico de Occidente, los talibanes respondan con la carta de los miles y miles de afganas y afganos –además de cientos de estadounidenses y británicos– atrapados y sin poder salir del país.
Además, muchos de los que han podido salir y de los que quieren hacerlo son ingenieros, técnicos, juristas, funcionarios… formados bajo la ocupación, una fuga de cerebros que compromete el futuro  del país.

Afganistán ha cambiado en muchos aspectos. En plena guerra, ha casi duplicado su población entre 2001 (poco más de 20 millones) a casi 40 millones este año.

Pero el cambio va más allá del ámbito demográfico.

El mundo ha cambiado. Y Afganistán también lo ha hecho. La euforia mujahidin contra el ateísmo soviético de los noventa es historia y los veinte años de ocupación occidental no han pasado en balde, para lo malo y, también, para lo bueno.

La historia está trufada de victorias que acaban en derrotas, como la de EEUU en Afganistán. Y de derrotas, como la de EEUU en Afganistán, que provocan, en perspectiva y a medio plazo, cambios ineludibles. Hasta a los mismísimos talibanes.

Ni Afganistán ni el mundo son iguales. El factor tiempo se impone hasta a quien mejor lo gestionó: el talibán.