La vida después de las majors
Ahora se va a ver de qué pasta está hecho este festival. Y nosotros también. Vamos a ver cuántos aguantan hasta la última jornada. A falta de que Ridley Scott muestre su última película, ya en el sprint final de esta 78ª edición, el Lido se ha quedado seco de ese combustible que le ha llevado en volandas durante estas demenciales primeras jornadas. Ya sabemos que a la Mostra no le gusta especialmente contemporizar, de modo que el depósito de títulos «mediáticos» se ha quedado bajo mínimos. ¿Qué queda, pues? Confiar, de momento, en que la Competición por el León de Oro (que en principio a esto hemos venido), rinda al nivel que cabe pedirle a cualquier festival de clase A.
Y sí, efectivamente, así ha sido. Después de Hollywood, sigue habiendo vida en la ciudad de los canales. Para muestra, un híper-ilustrativo botón. El de una película que, a priori, no levantaba demasiadas expectativas. Al contrario. A primera hora de la mañana (a las 8 y media, para ser más exactos), no han sido pocos los periodistas que han entrado en la Sala Grande como ese cordero que sospecha que le están llevando al matadero. Lo que venía a continuación serían casi 2 horas y media (que se dice pronto) en compañía de Xavier Giannoli, un director de dilatado recorrido, pero que de momento llegaba a la cita sin ningún título especialmente memorable en su haber.
Pues bien, este ha llegado hoy. A la salida, el semblante de la parroquia se había transformado. “Las ilusiones perdidas”, que así se titula su nueva película, es una monumental adaptación de la novela homónima escrita por Honoré de Balzac; un drama de época, una producción de prestigio a la que, esto sí, no le importa lo más mínimo ir coleccionando enemigos. En el París del siglo XIX, Giannoli sigue el ascenso y posterior caída de un entusiasta poeta cuyo amor por el arte se va disolviendo cuanto más consigue ir escalando en la pirámide social. El hombre, para ganarse (muy bien) la vida, decide asentarse en el incipiente mundo del periodismo, síntoma por aquella época de la efervescencia de la sociedad de consumo. Nos acompaña, en todo momento, la que probablemente sea la voz en off más afilada de la temporada: una metralleta de apuntes incisivos (la película es exactamente esto) que desde el pasado, ya apunta los males cancerígenos que impregnan nuestra actualidad. Fake news, tráficos de influencias, cámaras de ecos, especulación inmobiliaria, mercantilización del arte… Está todo ahí, expuesto con una clarividencia devastadora.
En las antípodas de este cine impecable y cerebral, aparece Ana Lily Amirpour con una película que pasa por ser otro acierto contundente en esta de momento espectacular Competición. La directora responsable del título de culto “Una chica vuelve a casa sola de noche” (la definida como el «primer espagueti western iraní con vampiras») presentó “Mona Lisa and the Blood Moon”, una película orgullosísima de lucir como una tontería, como una desacomplejada chuchería que, al mismo tiempo, reivindica la pureza en el cine de género. Durante la poco más de hora y media que dura la función, da la sensación de que estemos dentro de la cabeza de una niña; de alguien sediento por aventurarse, explorar y divertirse con lo desconocido.
In media res: en un manicomio de Luisiana, una chica se harta de luchar contra su camisa de fuerza, de modo que decide escapar del injusto encierro al que le ha condenado este mundo cruel. Resulta que la protagonista de esta historia tiene súper-poderes: puede controlar telepáticamente la voluntad de las demás personas. En manos de Amirpour, el fnatastique luce ahora como la puerta de entrada a esos cuentos que nos hacían soñar de pequeños. No hay carga política, no hay segundas lecturas posibles: lo que ves, es lo que hay. Y ya está. Y de verdad que es maravilloso. Porque prima la evasión, y por supuesto la diversión… y también un deliciosamente naïf sentido del absurdo, bajo el cual late un apabullante sentido de la justicia para con todas las criaturas de este disparatado universo. Imposible resistirse.
Por último, y para que no nos vengamos demasiado arriba, llega Michel Franco (ilustre «jinete del apocalipsis») con “Sundown”, nuevo regalo envenenado marca de la casa. Ahora el metraje baja de la hora y media estándar, para concretar así una película de formas escuetas (está prácticamente toda narrada a base de calculadísimos planos estáticos), pero con modales muy rudos. La cámara sigue a un bestial Tim Roth, hombre que teniéndolo todo… se queda sin nada. La condición humana hermanada con la animal: aquí solo importa comer, beber, follar y dormir. Una y otra vez, en lo que acaba siendo una deriva agónica (una más en la carrera del director mexicano) sesudamente diseñada para dejar huella. Se acabó la vida, esto sí, con una sonrisa en la cara.