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Las activistas Constanza Ramírez –Colombia– y Aracely Garrido –Guatemala– en Donostia. (Gorka RUBIO / FOKU)
Elkarrizketa
Aracely Garrido y Constanza Ramírez
Activistas por los derechos humanos de Guatemala y Colombia

Guatemala y Colombia: «¿Cómo hacemos para tocar a la sociedad indiferente?»


Aracely Garrido, con catorce familiares desaparecidos durante el conflicto armado en Guatemala, y Constanza Ramírez, directora de la Asociación colombiana Otras Voces, relatan las secuelas que deja la desaparición en lo personal y en la sociedad.

Aunque han pasado cerca de 40 años, en la familia de la guatemalteca Aracely Garrido aún quedan secuelas profundas del conflicto armado en Guatemala. Catorce de sus familiares fueron desaparecidos y hasta el día de hoy, no han logrado recomponer todo el puzzle. Sentada a su lado, la colombiana Constanza Ramírez, fundadora y directora de la Asociación Otras Voces, trabaja con víctimas de desaparición aunando las artes, la pedagogía y el derecho. Ambas han visitado Euskal Herria para dar visibilidad a esta realidad.

¿Cómo se sobrelleva tener 14 familiares desaparecidos?

A.G: Fue muy duro para toda la familia. Eran mis primos, tres hombres y una mujer. Uno de ellos fue asesinado, su cadáver fue tirado a un barranco y lo pudimos recuperar. También hemos podido encontrar otra osamenta en una fosa clandestina en un destacamento militar. Otros dos siguen desaparecidos. Las esposas de dos de mis primos y los hijos de ellos son los otros diez casos. Durante los 36 años de guerra, en Guatemala desaparecieron 5.000 niños. Gran parte de los familiares más cercanos que sobrevivieron eran menores, algunos fueron a parar a reformatorios como huérfanos, algunas primas lograron huir con los años, otros primos se convirtieron en niños de la calle. Una prima que entonces tenía 12 años fue herida por el Ejército. Aunque sobrevivió, quedó mal para toda la vida y tuvo que sobrevivir a la desaparición de sus padres y hermanos. Vive exiliada. Los más mayores del grupo familiar tuvimos que hacer mucho esfuerzo para rearmar la historia de vida de cada uno de ellos; hay cosas que aún no sabemos. Optamos por hacer una ficha con cada muerto o desaparecido para ordenar en qué fecha y lugares aproximados fueron desaparecidos. Han pasado alrededor de 40 años y te puedo decir que todavía hay secuelas. Mucho dolor e incertidumbre.

¿Cómo vivió el conflicto?

A.G: Tenía 17 años cuando me integré al movimiento juvenil. Pedíamos mejores escuelas, maestros, suficientes escritorios... En 1976, hubo un terremoto muy fuerte en el país. Se crearon muchos asentamientos. El movimiento estudiantil focalizó sus acciones solidarias en esa parte de la población que se había quedado sin vivienda, en trabajar alianzas obrero-campesinas-indígenas. De un grupo inicial de 30 estudiantes, solo sobrevivimos cinco. La mayoría siguen desaparecidos. Me inscribí en la Universidad Nacional, pero la persecución en la década de los 80 era muy grande y tuve que abandonarla y también la casa familiar. En 1981 salí de la capital y me trasladé al Departamento del Quiché. Ahí fue peor. En la zona en la que estuve, la Comisión Nacional para el Esclarecimiento Histórico constató años después que se cometió genocidio. El Ejército arrasó comunidades enteras. Cercó los territorios, creó las Patrullas de Autodefensa Civil, que realmente eran grupos paramilitares que participaban en las masacres, en el arrasamiento de las aldeas, en la persecución de las personas que se refugiaban en las montañas. La población se declaró en resistencia. Ponían vigilantes en los cerros y cuando veían llegar al Ejército, daban el aviso usando caracoles o cuernos de toro. Esa era la señal para que la población tuviera tiempo para recoger la comida, los animales, la ropa y toda la familia saliera huyendo en planes de emergencia para salvar la vida. En 1992 se consiguió que una comisión de la ONU fuera a la zona y acreditase que se trataba de población civil no combatiente. Esa fue mi vivencia.

Constanza, usted trabaja en Colombia con familiares de desaparecidos. ¿Cómo es el trabajo con personas como Aracely?

C.R: Desde 2012 trabajo con organizaciones de familiares de personas víctimas de desaparición forzada y escucho relatos muy similares a los de Aracely. Siempre hay una misma pregunta en el aire: ¿Cómo hacemos para tocar a la sociedad indiferente, a esa que no ha vivido estas situaciones? ¿Cómo hago yo para lograr que ese otro quiera escuchar lo que yo le quiero decir y que él no quiere saber? Nos dimos cuenta de que nos hablamos en un círculo muy cerrado entre defensores de derechos humanos, víctimas… casi que se constituye como un gueto de espaldas a esa sociedad indiferente. Si lo seguimos contando de la misma manera en la que lo hemos venido haciendo, con cifras, muertos, mostrando el horror… la gente lo rechaza y no quiere verlo. El medio que yo encontré para seducir la mirada del otro es el arte. En 2013 hice una obra con familiares de desaparecidos en la que mostraba una serie de imágenes e historias con una narración de familiares que contaban cómo había ocurrido, cómo encontraron los cuerpos, cómo fue su entrega… En 2015 hicimos otra obra, “Vivificar”, con una orquesta filarmónica en un centro comercial un domingo tocando el himno nacional. La gente se acercaba para ver de qué se trataba eso y por qué estaba sonando el himno. La sociedad cree que el problema de la desaparición forzada es de la familia y que no tiene nada que ver con ella. Pero si tú tienes un conjunto de manzanas y alguien te va sacando los elementos de la cesta, llega un momento en que el conjunto queda vacío. No es cierto que al conjunto de la sociedad no le afecten los desaparecidos, porque a ti, como vecino de ese desaparecido, te da miedo que te pueda pasar lo mismo. Así se siembra el terror para acallar la protesta, que es lo que ha ocurrido ahora en Colombia. El miedo y la criminalización son las principales secuelas que deja la desaparición en una sociedad.

Como superviviente del genocidio, ¿se siente escuchada por la sociedad y sus instituciones?

A.G: En Guatemala, parte de la campaña militar estuvo acompañada de una guerra sicológica y criminalización. Si una persona era acribillada a tiros, era porque se lo merecía, porque era un ‘delincuente subversivo’. Ese era el término que usaban. Esa campaña de criminalización incluyó a niños, jóvenes, estudiantes, maestros, médicos… Hasta la fecha prevalece esa idea en la sociedad guatemalteca, la mentira repetida tantas veces se puede llegar a convertir en verdad. Hemos tenido que pelear contra eso y enfrentarnos a la resistencia de la gente que no quiere ver. Ese ha sido un reto muy grande para las organizaciones de derechos humanos, de víctimas y supervivientes. Los medios tradicionales están totalmente cerrados a informar sobre este tipo de casos. En Guatemala se está siguiendo ahora el proceso que se conoce como ‘el diario militar’, en el que se recogen las fichas de 183 desaparecidos. Cuando conversamos sobre este diario, en primer lugar, nos encontramos con una resistencia, pero cuando escuchan, se sorprenden del nivel de crueldad al que llegaron los militares, la Policía Nacional… Quienes seguimos impulsando la verdad, la memoria, la justicia… somos los familiares y supervivientes del genocidio.

En Argentina, familiares de genocidas han constituido el Colectivo Historias Desobedientes para alzar la voz contra los crímenes cometidos por sus allegados durante la última dictadura cívico-militar. ¿Cree posible una iniciativa similar en la Guatemala de hoy día?

A.G: En Guatemala nunca he atisbado ni la más mínima posibilidad de que familiares quieran hablar sobre lo que hicieron sus padres. La única referencia que tenemos en ese sentido es que dentro de los miles de testimonios que quedaron recogidos en el informe ‘Guatemala, memoria del silencio’, militares y expolicías dieron su testimonio bajo anonimato. Esos datos quedaron bajo resguardo de la ONU por 50 años. Han pasado 20 años, faltan otros 30. Para cuando se hagan públicos, la mayoría de los genocidas estarán muertos. En los procesos abiertos contra quienes diseñaron esos grandes planes que se ejecutaron para llevar a cabo el genocidio, sus hijos llegan a los juicios con carteles, con fotografías de los padres, hacen plantones para demostrar el apoyo a sus padres y decir, aun con los terribles testimonios que se están leyendo y escuchando en la Corte, que lo que hicieron sus padres fue ‘defender a la patria’ y que los guatemaltecos deberíamos agradecer que nos hubieran defendido del comunismo. En Guatemala es muy difícil que los hijos de genocidas, militares, torturadores, asesinos quieran alguna vez hablar.

Incertidumbre, miedo… ¿Qué otras emociones acompañan a familiares de desaparecidos?

C.R: Algo que observo mucho, sobre todo en las madres, es un profundo dolor. Una mirada triste y la voz ahogada. Quieren saber qué pasó. La mayoría de los desaparecidos en las décadas de los 70-80-90 en Colombia fueron por cuestiones políticas. A partir de los 90, cuando el narcotráfico toma tanta fuerza, las desapariciones se producen por cualquier motivo. Cualquiera puede ser víctima de desaparición. Es un temor latente muy fuerte, el tema de la desaparición es como una herida enconada: parece que se cura, pero por debajo está dañándose. Por eso, me parece tan increíble que en Colombia una parte de la sociedad no sepa de las desapariciones forzadas. Cuando hicimos la obra “Vivificar”, había gente que nos preguntaba qué eran los desaparecidos. Y, en ese momento, teníamos 80.000 y ahora vamos por 120.000. Eso muestra el nivel de desinformación que hay en nuestra sociedad. Desde nuestra asociación estamos impulsando un programa para implementar una cátedra de paz en los colegios, desde preescolar hasta último grado. En las escuelas, a los niños no se les habla de la desaparición, de secuestros… incluso cuando Uribe estaba en la Presidencia, los textos escolares decían que el programa de Gobierno de Uribe era lo que había resuelto la violencia en el país. Tenemos masacres diarias, sobre todo en el Cauca, han asesinado a firmantes de paz… Estamos siempre en el filo de la navaja, entre cómo no perder la esperanza y cómo no caer en la fatalidad.