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Atrapados en 120 segundos

U​no de los recuerdos que más cariñosamente tengo asociado a la infancia, es el de destinar media hora de casi cada tarde a ver la enésima aventura de Doraemon y sus amigos.

En «Más allá de los dos minutos infinitos», de Junta Yamaguchi, el efecto Droste es un alegre viaje en el tiempo. (NAIZ)

La mítica serie de animación japonesa me conquistó con mecánicas repetitivas, personajes arquetípicos y, sobre todo, inventos fantásticos provenientes del futuro. El esquema de casi cada episodio era el siguiente: Nobita, el niño protagonista, acudía lloriqueando a un gato cósmico bonachón para que este solucionara sus problemas a partir de un ingenio imposible con el que modular el espacio, el tiempo y cualquier otra dimensión al gusto –pueril– de la chavalada.

Así de simple, así de absurdo… así de mágico. Y justamente así se comporta una de las sorpresas fílmicas más agradables de la temporada. Se trata de ‘Más allá de los dos minutos infinitos’, una de las mayores sensaciones de la última edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges, y que ahora podemos disfrutar en multitud de plataformas (en Movistar+ para suscriptores, y en modalidad alquiler en Apple TV, Filmin, o Rakuten TV). Se trata de un largometraje que llega a dicha consideración con apenas 10 minutos de margen, pues en total apenas llega a los 70. O sea, que pasa en un suspiro; en un visto y no visto.

Es, se mire como se mire, una película muy pequeña, que apenas congrega a cinco personajes en escena, y que concentra su acción en prácticamente dos escenarios, separados por unos pocos peldaños. La premisa es la siguiente: el propietario de una cafetería intenta relajarse en su dormitorio (que se encuentra justo en el piso de arriba de dicho local); al hacerlo, descubre que la pantalla de su ordenador está conectada con la de un televisor que está instalado en su establecimiento. ¿Pero dónde está el gancho? En que desde su habitación, se puede ver lo que sucederá, dentro de dos minutos, en la mencionada cafetería.

Porque sí. Junta Yamaguchi, desde la dirección, y Makoto Ueda, desde la escritura, dan una lección magistral de narración al servicio de una idea que abre un mar de posibilidades (a cada cual más disparatada y, por supuesto, divertida). Porque al final de esta hora y diez minutos, el film nos deja con la híper-gratificante sensación de que no se le podía sacar más jugo al concepto de base.

Sucedía lo mismo con otro hito reciente del cine japonés, ‘One Cut of the Dead’, de Shinichirô Ueda (disponible en Filmin), una propuesta que nos recordaba, con afinadísimo sentido de la diversión y la emoción, que más que de presupuestos astronómicos, de lo que se nutre realmente este arte es de la creatividad. «Hasta el infinito y más allá», nada es imposible cuando se junta un grupo de amigos que aún no ha olvidado lo que significa ser niño.

Y volvemos a invocar el maravilloso espíritu de ‘Doraemon’, serie que por cierto es textualmente referenciada en la película en cuestión. Al fin y al cabo, esta crono-aventura se alimenta de la curiosidad pura que casi todos los críos experimentan cuando llega a sus manos un juguete nuevo: «¿Qué es esto? ¿Y cómo funciona? ¿Y qué pasa si hago esto?».

Y así, ‘Más allá de los dos minutos infinitos’ salta hacia adelante en el tiempo, y hacia atrás, y retoma los pasos ya andados, y propone nuevos caminos, y se encierra a ella misma en otra pantalla, y nos marea con el efecto Droste...

Sobre el papel, se han efectuado todos los cálculos para que, por increíble que parezca, todo cuadre. Y claro, nuestra cabeza podría explotar en mil y una ocasiones distintas, si no fuera porque Yamaguchi y Ueda velan siempre para que el producto pueda disfrutarse (y de qué manera) desde su lúdica superficie. Es una impresionante pieza de ingeniería, y al mismo tiempo, es una alegre tontería, como lo eran aquellos inventos con los que aún soñamos.