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Y Alice Munro se hizo verbo

Por primera vez se edita en castellano ‘Danza de las sombras’, quince relatos que dan forma a la obra que significó el inicio de la ahora consagrada y multipremiada carrera de la autora canadiense.

Portada del libro ‘Danza de las sombras’ editado por Lumen. (NAIZ)

Aunque pueda resultar una obviedad, conviene recordar que hasta la más condecorada y lustrosa de las carreras artísticas ha contado con un punto de arranque. La mayoría de las veces, ese inicio se ha manifestado a través de unos pasos inseguros y todavía, como es lógico, exentos del carácter destacado que más adelante llegarán a tomar. Precisamente por eso, mucho tiene de fascinante, más allá del ejercicio completista y/o investigador, conocer el nacimiento creativo de autores que en la actualidad están ligados a una amplia lista de loas y parabienes.

Un hecho que recientemente, y de la mano de la editorial Lumen, hemos podido disfrutar en el caso de la extraordinaria escritora canadiense Alice Munro (Wingham,1931), de quien se ha editado su hasta ahora inédito en castellano debut literario, ‘Danza de las sombras’, fechado originalmente en 1968. Una obra que a pesar de su sigilosa repercusión entre público y crítica llegó a ser premiada con el Governor General’s Award, primer reconocimiento de una extensa nómina de ellos que la norteamericana irá agolpando en su dilatada trayectoria, culminando con el galardón de más relumbrón en cuanto a significación pública se trata, el Nobel de Literatura, conquistado merecidamente en 2013.

Pera antes de esa adquisición de la fama absoluta, en este caso extensión de su más que palmario talento, la edición de este trabajo demuestra que su particular universo narrativo, que le ha llevado a ser una de los referentes en el formato del relato corto, no nació de ningún Big Bang inspiracional, sino bajo el signo de la dedicación y modulación de una tradición que sumada al derroche de aptitudes para perfilar unas constantes que poco a poco iría consolidando y transformando en identificativas, le han conducido hasta una posición de absoluto privilegio en el manejo de las historias de reducida extensión.

Al igual que hay muchas de su trazas características que ya se atisban en esta quincena de narraciones, hay sin embargo otras, y que posiblemente hayan sido las encargadas de hacer sobresalir con firmeza su figura, que aquí todavía son pequeños esquejes sin la floración plena. Poco, o casi nada, de momento nos vamos a topar por ejemplo de esa llamativa flexibilidad temporal aplicada al contexto de sus escritos, como tampoco se vislumbrarán en toda su complejidad esos rasgos extraordinarios y por momentos anómalos que tantas veces configurarán sus personajes, logrando encuadrar ese cariz atípico entre lo aparentemente cotidiano o banal.

Por el contrario, el carisma descriptivo con que amasa sus textos, quizás sin la excelencia que más adelante llegará a adquirir, ya deja una considerable huella desde este estreno, que si por algo llama la atención, es por su carácter explícitamente autobiográfico, recurso recurrente a la hora de ambientar sus cuentos. Bajo esos parámetros nos acercará al conflicto que sobrevendrá a sus personajes y que asumirán desde diferentes escenarios: la inestabilidad derivada de la entrada en una edad adolescente; la quiebra de la hasta el momento sólida instantánea familiar y en un terreno más global el encontronazo con los esquemas de supuesta normalidad asumidas por el orden social. En definitiva, todo ello como derivaciones del más universal concepto del paso del tiempo, manifestado en paralelo como origen de puntuales pero dramáticos descubrimientos y transformado en un áspero proceso de aprendizaje.

La ambientación en la zona rural de Canadá, sumado a una manera de escribir todavía muy aprehendida a los cánones de lo que se llamaría el gótico sureño, hace que el estilo empleado a lo largo del libro, aunque delate ciertos rasgos singulares, no exhiba todavía aportaciones esenciales a ese territorio fabricado y cosechado por figuras como John Steinbeck, William Faulkner o voces femeninas de la talla de Katherine Anne Porter, Flannery O'Connor o Carson McCullers. Referentes y coetáneos que revelan una evidente calidad literaria, extendida y ampliada en sucesivas entregas, donde prima tanto su virtud para hacer de los detalles cotidianos destellos de hondas reflexiones y emociones, al igual que su llamativa habilidad para despistar al lector respecto al principal receptor del foco de atención, cediendo en ocasiones la verdadera relevancia a aquello que parecía secundario u oculto. Situación perfectamente visible en ‘Gracias por el paseo’, donde si por un momento tendemos a tildar de protagonistas a los dos chicos que llegan a un pueblo de veraneo en busca de diversión, será la aparición escueta, pero estelar, de una chica de ánimo abatido y desesperanzado la que congregue entorno a ella la verdadera trascendencia.

Universo femenino y roles sociales

Y es que no hay que olvidar que si por algo destaca la pluma de la canadiense es por su análisis íntimo y profundo con el que somete a sus personajes femeninos, eje indiscutible de su obra. Alejada de autocomplacencias o innecesarias sobreprotecciones, su verbo sin embargo es capaz de exhalar empatía, o desde luego renunciar al papel de jueza, sobre cualquiera que sean los pensamientos y/u obras que adornan el perfil de sus retratadas. Una actitud que queda meridianamente expuesta en diversos ejemplos, ya sea en la joven que envuelve sus desdichas amorosas en una primera y sonada  borrachera  (‘Mejor el remedio’); la controvertida amistad creada entre dos compañeras de clase, una de ellas tildada como “rara”  por la presión de grupo (‘El día de la mariposa’) o por supuesto en el más dramático de los escritos, ‘La Paz de Utrecht’, donde la actitud antagónica adoptada por dos hermanas frente al declive de salud que sufre su madre no conseguirá tranquilizar sus conciencias.

Es precisamente la propia naturaleza de estos relatos, donde la cotidianidad sirve de cobijo a los interrogantes más trascendentes, la que les permite alcanzar, con aparente sencillez y rehuyendo de aspavientes y cualquier indicio de ampulosidad, una certera radiografía de realidades globales, llámense el ordenamiento en clases sociales (‘Domingo por la tarde’) o por supuesto esas normas y comportamientos asumidos que socavan la libertad del género femenino, desde aquellas más minúsculas, que no insustanciales, como la difícil tarea en que se convierte el mero hecho de buscar una oficina como retiro íntimo de una escritora (‘El despacho’), a una exposición de los roles impuestos desde la infancia y que parecen ser el único terreno en el que puede aspirar a desarrollar la felicidad una mujer (‘El vestido rojo, 1946’). Un statu quo que se expandirá a diversas realidades, tomando en ‘Las casas flamantes’ naturaleza de insensibilidad en nombre del decoro y el recto hábito de la comunidad.

Tampoco van a ser inmunes al inevitable paso del tiempo los habitantes de las páginas de esta obra primeriza. No obstante resulta un aspecto primordial en la configuración de ese esqueleto latente con que se hilvanan muchos de los argumentos aquí recogidos. Dicho concepto dibujará el lógico conflicto entre generaciones, especialmente explícita en la tensa relación entre una nieta y su abuela de estricta educación (’Un viaje a la costa’), pero sobre todo viñetas donde queda reflejado el hallazgo paulatino de muchos de esos secretos que el transcurrir de los días acerca hasta nuestros ojos para inevitablemente alterar nuestro paisaje emocional y cambiarlo para siempre. De tal manera reaccionará la mirada imberbe de una niña ante el descubrimiento de los amores fallidos o las amistades dudosas que encubre su padre (‘El vaquero de la Walkers Brothers’ e ‘Imágenes’) o con la deriva tomada por una ya anciana profesora de música –signo de decrepitud para las habladurías del pueblo, único reducto de felicidad para ella– en el relato homónimo.

‘Danza de las sombras’, al margen de ofrecernos a una Alice Munro iniciática, y por lo tanto en construcción de lo que será un auténtico monumento literario, nos deleita con una ya más que notable habilidad para agazaparse entre la realidad cotidiana y extraer sutilmente y con aparente sencillez los misterios, ambigüedades y por qué no grandezas que se ocultan entre esos breves pasajes anodinos para la mayoría pero esenciales para una mirada privilegiada como la que hace gala la autora canadiense. Al igual que las grandes tormentas suelen nacer de insignificantes olas, Munro nos enseña que cualquier brizna en la que no reparamos puede llegar a esconder el significado más inabarcable, solo hay que detenerse y observar esa pequeña mancha que ha depositado en nosotros para darse cuenta que en realidad no es sino la rúbrica de la propia existencia.