La sociedad vasca necesita líderes, no pastores
Si no hubiese inflación ni guerra en Ucrania. Si no hubiese falta de personal sanitario. Si la gente tuviera más hijos, la igualdad fuera efectiva, la juventud no se quisiera emancipar jamás y las personas mayores no demandasen tantos cuidados. Si el país no se estuviese vendiendo despiezado a fondos buitres. Si no hubiera huelgas ni sindicatos para defender derechos. Si la Ertzaintza no hubiera degenerado tanto. Si no hubiese otras dos personas en el mundo que ostentan el cargo de lehendakari. Si los jueces dejasen en paz el euskara. Si en Madrid se cumpliesen la palabra y la ley. Si, al menos, alguien respondiera a sus ideas combinadas de «convención constitucional», «nación foral» o «concierto político». Si Eneko Andueza le agradeciese las docenas de cargos que les otorgó en vez de menospreciarle. Y, sobre todo, si EH Bildu y, en particular, Arnaldo Otegi no existieran o al menos le dieran la razón. Si todo eso pasara, Iñigo Urkullu cree que la Comunidad Autónoma Vasca sería el mismísimo cielo. Ese en el que creen él y el papa Francisco, principal referencia intelectual que reivindicó el lehendakari en el pleno del jueves en Gasteiz.
No es una referencia casual. En su discurso, el lehendakari Urkullu leyó obediente los datos que sus asesores habían recopilado con la esperanza de contrarrestar las vivencias que la sociedad tiene en relación a la economía o la sanidad. Pero, en contra de lo que se suele decir del PNV, Urkullu no es un buen gestor, es sobre todo un moralista. Por eso, su tono monocorde solo se anima cuando entra en ese terreno: no cuando expone, sino cuando juzga.
Y eso vale tanto para cuando juzga al resto –inmisericorde, crítico, revanchista–, como para cuando se evalúa a sí mismo y a los suyos –indulgente, con una arrogancia mal disimulada–.
Por eso mismo, aunque hizo caso a los asesores que le dijeron que debía reconocer autocrítica, la mentó, pero no fue capaz de llevarla a cabo. No pudo confesarse, asumir que Euskadi no es el paraíso en la tierra. Nadie, a excepción seguramente de Ciudadanos, PP y Vox, dice que nuestro pueblo sea un infierno, pero sí que cada vez más gente lo pasa peor, que desde las instituciones no se están atajando los problemas presentes y, mucho menos, los futuros.
Otro moralista podría preguntarse si Iñigo Urkullu es o no es buen cristiano. Peca de demasiadas cosas de las que dice abjurar. En todo caso, no creo que haya que juzgarlo en ese terreno personal. De lo que cada vez tengo menos dudas es de que Urkullu no es un buen lehendakari. En contra de lo que él dice, su balance es muy pobre. Ha gobernado una época que debía de ser ilusionante y apasionante para todo el país, pero no ha sido capaz de dejar de lado sus obsesiones y ha desaprovechado una oportunidad histórica.
Para arreglar ese pésimo balance, el PNV no tiene otra que presentar de nuevo a Urkullu en junio y ganar. Sin embargo, para construir otro legado, están obligados a partir de una lectura totalmente distinta, empezando por juzgar al resto con más respeto y ser rigurosos al hacer introspección. Lo primero parece seguro; lo segundo, improbable.
En su casa, Urkullu ha forjado un partido a su imagen y semejanza. Con el país, por contra, no ha podido. Por eso le disgustan tantas cosas de él.