La economía de la deuda
Los bancos centrales de los países del Norte global siguen empeñados en mantener altos los tipos de interés, aunque son conscientes de las catastróficas consecuencias que tendrá para la economía y el empleo. La apuesta tiene una dimensión internacional que no se puede soslayar.
Anualmente a finales de agosto se reúnen en Jackson Hole, Wyoming, funcionarios y economistas de las principales instituciones internacionales. Un retiro organizado por la Reserva Federal de EEUU en el que se intercambian análisis y visiones sobre el futuro de la economía y las finanzas.
Quizás lo más destacado este año haya sido la preocupación expresada por la mayoría de invitados de que el marco de relaciones económicas que hasta ahora sustentaba las decisiones políticas de las principales autoridades mundiales no solo ha dejado de ser estable, sino que está en peligro. Quien más claramente articuló este punto de vista fue la presidenta del Banco Central Europeo Christine Lagarde. Habló extensamente sobre los cambios que se están dando en los mercados laborales, de la transición hacia una economía más verde y de la fragmentación de la economía mundial en bloques competitivos para concluir señalando que «no existe un manual previo para la situación que enfrentamos hoy, por lo que nuestra tarea es elaborar uno nuevo».
Formulada así parece que se trata de conclusión poco menos que revolucionaria, sin embargo, cuando entraron en materia siguieron dando vueltas a los mismos dogmas de siempre. Así, Lagarde señaló que «en esta era de incertidumbre, es aún más importante que los bancos centrales proporcionen un ancla nominal para la economía y garanticen la estabilidad de precios de acuerdo con sus respectivos mandatos». Es decir, que el objetivo de bajar la inflación al 2% es ni más ni menos que la clave de bóveda de toda la política económica. Para ellos el empleo, el desempeño de la actividad industrial o la transición hacia una economía verde gira alrededor de la inflación.
Una idea que el presidente de la Reserva Federal, Jerome H. Powell, también formuló de manera nítida. Fue explícito en el objetivo a perseguir, pero también en las más que probables consecuencias: «Se espera que lograr que la inflación vuelva a bajar de manera sostenible al 2% requerirá un período de crecimiento económico por debajo de la tendencia, así como cierto debilitamiento de las condiciones del mercado laboral». No tuvo ningún cargo de conciencia en decir que bajarán la inflación al 2%, cueste lo que cueste; no importa que ese impulso por controlar los precios suponga la pérdida de empleos y la recesión económica. Serán daños que habrá que soportar; sobre todo, cuando los que los soportan son otros. La decisión del jueves del BCE de subir los tipos hasta el 4,5% así lo confirma.
La estabilidad de precios es el nuevo becerro de oro en cuyo altar hay que sacrificar la economía y los empleos de la gente. Aunque muy pocas voces se han hecho eco de estas palabras, muestran de manera diáfana la compresión que tienen todos estos funcionarios de los límites de su mandato y, en general, del contenido de la democracia. En primer lugar, resulta que los encargados de velar por la estabilidad de las finanzas mundiales no hicieron ninguna mención a los balances de los bancos o a la llamada banca en la sombra o a la estabilidad de la deuda privada o soberana, claves para la estabilidad financiera. Será que no ven ningún problema. Sin embargo, se permitieron emitir juicios sobre la economía y el empleo y sobre los objetivos a perseguir en estas materias que están al margen de su misión.
Al menos dejaron claro que las decisiones fundamentales de política económica no se toman en los parlamentos, sino que las toman unos personajes que se reúnen en Wyoming y que no tiene que dar cuenta de su actividad ante ninguna institución democrática. Y sin debate público.
El incordio de los salarios
El discurso de Lagarde fue el que más profundizó en el análisis de la situación actual. Señaló que «es probable que experimentemos más shocks provenientes del lado de la oferta», como los ocurrido hasta ahora por la ruptura de la cadena de suministros o la crisis energética. Nadie discute que estos déficit han sido el impulso inicial de la subida de los precios que, sin embargo, tiene también otros componentes, como los beneficios empresariales, que siempre se dejan a un lado. Está ampliamente admitido que la escasez de cualquier cosa hace subir su precio. Tiene, por lo tanto, poco sentido seguir presionando la palanca de los tipos de interés para controlar los precios; es evidente que cualquier nuevo imprevisto –que según Lagarde, no es descartable– desbaratará esa estrategia.
Lagarde fue capaz de dar un nuevo giro a esa constatación. Dijo que esos shock de oferta «pueden provocar aumentos de precios en sectores en crecimiento que no pueden compensarse completamente con la caída de precios en los sectores que se contraen, debido a la rigidez de los salarios nominales a la baja». Según esto, el problema de la subida de precios pasa de ser una consecuencia de la escasez a ser un problema de que los salarios se resisten a bajar. Un extraordinario quiebro para cargar sobre las espaldas de los trabajadores el alza de los precios, cuando en general, no han logrado ni siquiera subidas salariales que compensen la inflación. Eso sí, del extraordinario aumento de los beneficios registrado este último año no dijo nada. ¡Cómo si las empresas no protegieran sus beneficios con todos los medios a su alcance, incluido el aumento de precios!
Olvidó completar su análisis señalando que los salarios son rígidos pero los empleos no y cuando los precios caen, los empleos suelen desaparecer inmediatamente. En vez de eso, señaló que «el mercado laboral ajustado ha puesto a los trabajadores en una posición más fuerte para recuperar las pérdidas salariales reales». Ya no es solo que los salarios se resisten a bajar, sino que como hay poco paro los trabajadores están en condiciones de defender su salario real mejor. Para Lagarde el pleno empleo es un problema y, por tanto, el desempleo es tremendamente funcional para debilitar la fuerza de los trabajadores en la pugna por el reparto de la riqueza. A partir de estas consideraciones se puede deducir que lo que realmente buscan con los altos tipos de interés es que el desempleo aumente para que bajen los salarios y así puedan bajar los precios, sin tocar los beneficios.
Un mundo con dos tipos de economía
Por último, Lagarde habló de que «nos enfrentamos a una división geopolítica cada vez más profunda y a una economía global que se está fragmentando en bloques competitivos». Este enfrentamiento va acompañado de un aumento de las medidas proteccionistas que se aprueban a medida que los países reconfiguran sus cadenas de suministro para alinearlas con sus nuevos objetivos estratégicos. El proteccionismo encarece el comercio internacional: los aranceles y otras medidas proteccionistas se convierten en una nueva fuente de inflación, independientemente de que los tipos de interés sean altos o bajos. A pesar de ello, por alguna razón, hay que subirlos.
Tal vez la razón tenga más que ver con el lugar de la economía de cada país en las relaciones internacionales. En este sentido resulta muy ilustrativo un reciente artículo del periódico alemán Bild que reveló el contenido de las conversaciones entre el canciller alemán, Olaf Scholz, y el presidente ruso Vladímir Putin a principios de marzo de 2022. Según relata el diario, Putin se limitó a hablar de sus ideas sobre el modo de resolver el conflicto en Ucrania. Algo que, según el diario, dejó a Scholz un tanto desconcertado hasta el punto de que preguntó a Emmanuel Macron si la conversación con Putin había seguido el mismo derrotero. Al parecer Scholz estaba entre sorprendido e indignado porque durante su conversación Putin no mencionó ni una sola vez las sanciones que Occidente había impuesto a Rusia. Ni una sola palabra.
El episodio ilustra perfectamente las dos clases de economías que existen en el mundo. Por un lado, está la de los países del Norte global que basan su riqueza en la deuda. Su principal fuente de ingresos está en la emisión de los llamados pasivos no exigibles, es decir, deudas que carecen de respaldo; sus propietarios no pueden demandar nada a los que los han emitido. Dentro de esta categoría entran la mayoría de las monedas –desde que dejaron de ser convertibles en oro– pero también las acciones y participaciones que emiten las empresas. Estas últimas, por ejemplo, pueden utilizarse para comprar o vender empresas, e incluso sirven para pagar a los directivos.
La economía del resto de países, por el contrario, se basa en la explotación de sus recursos. Su riqueza depende más de los bienes que extrae de la tierra y de las mercancías que produce que de los valores que emite. En ese sentido, las sanciones contra Rusia iban dirigidas a retirar al país del circuito de intercambio de los valores que emiten los países occidentales, lo que sin duda ha supuesto una dificultad añadida para sus relaciones comerciales, pero no han tocado su base industrial ni sus recursos, por lo que apenas han afectado a su economía. De ahí el poco interés de Putin en discutir al respecto.
Los países que viven de la deuda necesitan que esos pasivos que emiten sean aceptados en todo el mundo como medio de pago o como reserva de valor. En el caso de que lo consigan, los países emisores de pasivos no exigibles pueden comprar recursos en otros países y atraer sus capitales. Viven de rentas, como antiguamente hacían los nobles que tampoco pagaban sus deudas, comprometían su palabra –quién la iba a poner en duda– y cuando vencía el plazo ofrecían un nuevo acuerdo con una prorroga y mayores intereses, y así aplazaban sine die sus obligaciones de pago.
La economía de la deuda de los países del Norte global tiene un importante problema con la inflación ya que la subida de los precios deteriora rápidamente el valor de esos pasivos. Así que, para que no pierdan atractivo, están obligados a ofrecer un mayor rendimiento. De ahí esa necesidad imperiosa de subir los tipos de interés para que el resto del mundo siga invirtiendo en ellos.
El problema es que a la inflación se han sumado las sanciones, con lo que esos pasivos han dejado de ser una inversión segura: una decisión del gobierno de EEUU y se puede perder todo, como le ha ocurrido a Rusia. De hecho, de manera paulatina, los mayores tenedores de bonos del Tesoro estadounidense están reduciendo su exposición: la cantidad de deuda estadounidense en manos de China y Arabia Saudí, por ejemplo, están en mínimos de varios años. Y la voluntad de no seguir utilizando el dólar expresada por los Brics supone una presión adicional que obliga a mantener unos tipos altos para que atraer capitales, aunque la economía real de los países del Norte global se hunda.