Dos años después, Ucrania pierde pie (occidental) y Rusia pasa a la ofensiva
Ocho años después del Euromaidan, que alineó Ucrania a Occidente, Rusia inició su invasión. Tras un arranque fulgurante, fue frenada e incluso contrarrestada. Con el tiempo a favor, y una clara superioridad en soldados y arsenales, Ucrania se desinfla mientras aumenta el cansancio en EEUU y UE.
Pocos pensaban, y menos verbalizaban, que el presidente ruso fuera a ordenar el 24 de febrero el inicio de la guerra total a Ucrania.
Solo su homólogo estadounidense, Joe Biden, insistía en alertar de ello. El francés Emmanuel Macron volvió del Kremlin con la promesa de su inquilino de que no iniciaría las hostilidades y días antes este había anunciado un repliegue de tropas en la frontera.
En el discurso en el que justificaba el inicio de la invasión con el eufemismo de «operación militar especial», Putin aseguraba que su objetivo era «proteger a las poblaciones del Donbas y Crimea» y «salvaguardar a Rusia del expansionismo de la OTAN». Para entonces, pocos le creyeron.
Occidente aireó la supuesta amenaza de que el objetivo no solo era invadir toda Ucrania sino ir más allá, hasta Moldavia y otros países del este.
Más allá de ambigüedades y exageraciones propagandísticas, lo cierto es que Rusia inició un ataque desde varios frentes: Desde Crimea para asegurar a la península una zona de seguridad al norte y, sobre todo, hacia el sureste (Zaporiyia y Jerson) hasta el mar de Azov; desde las posiciones pro-rusas en el Donbas en el este; en el noreste hacia la región de Jarkov, segunda ciudad del país; y, finalmente, desde la frontera bielorrusa y la zona de la central nuclear de Chernobil en dirección a la capital, Kiev.
Este último frente registró la primera derrota del Ejército ruso, empantanado en su progresión por puentes y vías férreas anegadas o inservibles.
El llamamiento de Putin a que los militares ucranianos se rebelaran y el desembarco de fuerzas aerotransportadas al norte de Kiev refuerzan la idea de que buscaba forzar un cambio de régimen, no invadir una ciudad de 3 millones de almas. Y menos una Ucrania con más superficie que los estados francés o español.
El Kremlin nunca ha tasado sus objetivos. Hay incluso analistas como Francisco Veiga (‘Ucrania 22’, Alianza editorial), que se hacen eco de la versión rusa de que las ofensivas hacia Kiev y Jarkov no fueron sino señuelos para desviar fuerzas ucranianas del sur y del este y permitir que el Ejército ruso se hiciera en un mes con 70.000 kilómetros cuadrados, el 11% de Ucrania, incluido el control, desde el 3 de marzo, del mayor complejo nuclear europeo en Zaporiyia.
Se trataría de una maniobra de despiste («niebla de guerra») que, con la conquista primero de Melitopol y en mayo de Mariupol –arrasada– establecía un corredor entre Crimea y Donbas y arrebataba Ucrania el mar de Azov.
Esta hipótesis se habría reforzado si Moscú hubiera logrado en los siguientes meses tomar el control total de las provincias de Donetsk y Lugansk (Donbas) y consolidar sus posiciones en Jerson y Zaporiyia. Al contrario, y gracias a la tenacidad militar ucraniana y al impagable y creciente suministro militar occidental (que incluyó los misiles estadounidenses de alcance Himar), Ucrania lanzó en otoño una contraofensiva que obligó al Ejército ruso a replegarse de sus posiciones en todos los frentes (Jerson, Donbas...) menos en Crimea y a cruzar a la otra orilla del Dnieper entregando la ciudad de Jerson al Ejército ucraniano.
El Ejército ruso no era un gigante con pies de barro pero no hacía honor a su reivindicada condición del segundo más «poderoso» del mundo.
La llegada del primer invierno ralentizó los combates, pero los constantes bombardeos rusos contra todo tipo de infraestructuras, desde refinerías hasta aeropuertos, carreteras y puentes, evidenció el objetivo de Moscú de ahogar y paralizar el país.
Sin prisas, pero sin pausas, el Kremlin continuó con ofensivas puntuales como la de Bajmut, en Donetsk, hostigada desde mayo de 2022.
Reforzada por tropas replegadas de Jerson, y por hornadas de mercenarios de la Wagner que reclutaban carne de cañón entre presos rusos con largas condenas, la caída de Soledar y sus minas, les abrió el camino a Bajmut, que pasó a control de Moscú en mayo de 2023, tras un año de combates.
La batalla de Bajmut fue una de las más encarnizadas de toda la guerra para ambos bandos pero su defensa numantina supuso para los ucranianos grandes pérdidas en efectivos, y en fuerzas experimentadas, detraídas de otros frentes y que presagiarían una de las debilidades de Ucrania respecto a Rusia: la dificultad de enrolar a soldados de relevo o para suplir bajas y el desgaste de las más bregadas en el combate.
Algunos cálculos elevan a medio millón los soldados que debería movilizar. En un país con 8 millones de refugiados y deplazados (43 millones) Todo ello frente a una Rusia con tres veces más población y sin problemas serios para movilizar refuerzos, no pocos de zonas económicamente deprimidas como Siberia o el Cáucaso.
En medio de esos reveses, Ucrania lleva meses preparando otra contraofensiva pero responsabiliza a Occidente, y a su renuencia a entregarle armamento pesado (tanques, blindados, misiles de mayor alcance), de su ralentización.
Tardanza que es aprovechada por el Ejército ruso para reforzar todas sus líneas defensivas, desde Crimea hasta el Donbas, incluida, según Kiev, una línea con 2.100 vagones de carga de 30 kilómetros de longitud entre el norte de Mariupol y el sur de Donetsk (bautizada como «el tren del Zar»).
La segunda contraofensiva arranca finalmente en junio de 2023. Lo hace en varios frentes.
Con sus tanques Leopard y blindados Bradley, tropas ucranianas tratan de avanzar hacia el sur en Zaporiyia con el objetivo de reconquistar Melitopol, segunda ciudad más importante de la provincia tras Zaporiyia capital, en manos de Ucrania. Solo lograrán avanzar unos pocos kilómetros y tomar Robotine, a 60 kilómetros.
No le va mejor en el frente de Donetsk, donde pretende hacer una pinza hacia el este y hacia el sur, para unirlo a la contraofensiva en Zaporiyia, y cuyo objetivo último es recuperar Mariupol.
En el suroeste, los ucranianos logran a duras penas cruzar el Dniéper y establecer una cabeza de puente en el istmo de Krynky. Nada más.
La contraofensiva, que ha recuperado unos pocos cientos de kilómetros cuadrados, es un fiasco y, con la llegada del segundo invierno, y la vuelta de los bombardeos rusos, la desolación ucraniana se torna en críticas internas por la estrategia militar que llegan a la cúpula del poder.
El presidente, Volodimir Zelenski, destituye al comandante en jefe, Valery Zaluzhni, héroe de guerra que podría hacerle sombra, y lo sustituye por el general Oleksandr Sirski, un antiguo militar soviético que dirigió la defensa de la región de Kiev y la contraofensiva de 2022.
En su estreno, el nuevo máximo mando militar ucraniano ordena la retirada de Avdiivka, localidad castigada y asediada por los rusos y desde donde la artillería ucraniana lanza ataques contra la ciudad de Donetsk, en manos rusas.
Avdiivka, además, acerca a Moscú a los dos grandes enclaves que aún quedan en manos ucranianas en las provincias del mismo nombre, Sloviansk y Kramatovsk.
La retirada, menos ordenada y más en desbandada de lo que Kiev reconoce –cientos de heridos abandonados y prisioneros– deja en evidencia el segundo gran problema de Ucrania: su inferioridad, hasta de 10 a 1 a favor ruso, en munición y capacidad de fuego.
Occidente da muestras de cansancio y el Gobierno estadounidense no puede superar el veto republicano a una nueva ayuda por valor de 60.000 millones de dólares.
Zelenski advierte que si Occidente no reanuda un rearme masivo su Ejército deberá elegir qué enclaves abandonar y que puede perder la guerra.
Los prometidos cazas F-16 no se esperan hasta mediados finales de 2024 y la producción-entrega acelerada de municiones no estará hasta 2025.
Rusia, que envía cada mes 30.000 soldados de refresco, tiene sus fábricas en plena producción y se nutre asimismo del mercado oriental. Ha sorteado las sanciones occidentales vendiendo su ingente petróleo y gas a China e India, que lo revende a Europa, y está desde 2023 en senda de crecimiento económico.
El plan de Rusia a corto pasa pasa por aprovechar el desconcierto ucraniano y recuperar el escaso territorio perdido aquel año (Robotine). Mientras, sigue avanzando en pequeñas conquistas en Donetsk (la última, la localidad de Pobeda). Los ucranianos resisten a la desesperada en Krynky, en la otra orilla del Dniéper.
El objetivo, el control del total de las provincias de Donetsk y Lugansk y asegurar el corredor entre Crimea y el Donbass al sur del gran río.
2024 será un año crucial para Rusia y crítico para Ucrania. Putin sueña con una victoria de Trump en las presidenciales de noviembre que le entregue en bandeja el devastado país.
Ello le permitiría incluso ir más allá y reeditar la vieja idea de anexionarse Novorrosiya, término zarista que no solo engloba al Donbass, Crimea, Zaporiyia y Jerson, sino a Odesa, en el Mar Negro y Jarkov, e incluso Dnipropetrovsk, provincia natal de Zelenski.
El presidente ucraniano, que se negó a negociar nada sin la retirada total rusa de Ucrania, se arriesga a perder más territorio y convertir Ucrania en un Estado económica y geográficamente fallido. O a negociar a la baja forzado por Occidente.