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Regreso al pasado más violento de EEUU, y a un futuro totalmente incierto

El atentado contra Donald Trump cruza uno de los pocos límites que le quedan a un país totalmente polarizado y apuntala al candidato republicano en vísperas de su Convención. Nada parece poder impedir su regreso a la Casa Blanca, aunque aún quedan más de cien días para la jornada electoral.

Agentes del Servicio Secreto de EEUU protegeh al candidato Donald Trump. (Rebecca DROKE | AFP)

No es ningún secreto que Estados Unidos es un país construido a sangre y fuego. Pero la violencia es seguramente una característica bastante común en la creación de la mayoría de países, y no una excepción. Desde una guerra independentista y anticolonial al legado de la esclavitud, al exterminio indígena para usurpar sus tierras y alcanzar ese destino divino entre dos océanos, sin olvidar una guerra civil cuyos ecos siguen retumbando más de siglo y medio después, la memoria colectiva y comunitaria de EEUU se basa en gran medida en un individualismo en el que la posesión de armas es un derecho inalienable.

Ese primigenio derecho de los colonos a defender sus tierras se ha convertido en la capacidad legal de poseer legalmente auténticos arsenales que cada año se cobra miles de vidas. En ningún país sin guerra mueren tantos menores de edad por armas de fuego como en EEUU.

Paradójicamente, mientras se producía esta espiral de violencia de las últimas décadas, la violencia política o los intentos de magnicidio como los del sábado prácticamente habían desaparecido tras el atentado contra Ronald Reagan en 1981. En las dos décadas anteriores, un presidente, John Fitzgerald Kennedy, y un candidato, su hermano Robert Kennedy, fueron víctimas. Desde entonces, el Servicio Secreto ha logrado que la seguridad de los cargos más altos de país fuera prácticamente total.

 

Ahora, los estrategas republicanos admiten que su objetivo es arrasar, venciendo no solo en «swing-states», sino en varios que los demócratas consideraban seguros

 

Podría pensarse que el único riesgo verdadero de violencia podría provenir de esas mismas altas esferas, como ocurrió el 6 de enero de 2021, cuando Donald Trump lanzó a sus seguidores al asalto del Capitolio al grito de «ahorcar al vicepresidente Pence», por negarse a incumplir la Constitución y dejar de validar el resultado electoral. El atentado del sábado nos retrotrae a esa época de violencia entre 1963 y 1981, sin olvidar que el presidente que abolió la esclavitud en 1865, Abraham Lincoln, también murió tiroteado en el Teatro Ford de Washington DC poco después de ganar la guerra civil.

El ataque llega en vísperas de la Convención Republicana que encumbrará a Donald Trump como candidato del Grand Old Party a la Casa Blanca. En estos momentos, es difícil pronosticar el efecto que lo ocurrido tendrá en la campaña y en las propias elecciones.
Nos vuelve a recordar que el curso de la historia puede alterarse en un segundo; cualquier hecho inesperado puede hacer estallar la situación en un momento tan polarizado como este.

Donald Trump gozaba ya antes del atentado de unos datos positivos en las encuestas que ningún candidato republicano había tenido desde 2004. (tanto George W. Bush como Donald Trump perdieron en voto popular y sin embargo lograron la presidencia en su primer mandato).

Estadounidenses siguen las noticias del atentado en Milwaukee, sede de la Convención del Partido Republicano. (Spencer PLATT/AFP)

 

Ahora, los propios estrategas electorales republicanos admiten que su objetivo es arrasar, venciendo no solo en los siete swing-states en disputa, sino arrebatando a los demócratas varios estados que consideraban seguros como Virginia o Minnesota.

Los demócratas esperaban una oposición dividida y fracturada entre conservadores tradicionales y trumpistas acérrimos, con un Trump condenado en diferentes juicios cuya defensa sería cada vez más imposible para los propios republicanos.

El resultado, a día de hoy, es el contrario. Donald Trump arrasó en las primarias de su partido sin participar en ningún debate, eliminando uno a uno a sus rivales para que estos terminasen rindiéndole pleitesía. La propia Nikki Haley ha vuelto al redil en las últimas semanas para apoyar al expresidente.

Mientras los republicanos se muestran unidos y con mucho vigor, el Partido Demócrata sufre de lo que le acusaba a su rival, tras la penosa actuación de Joe Biden hace dos semanas y media en el debate de la CNN.

No es tan solo definir si la estrategia más conveniente es seguir con el presidente o que éste dé el relevo a Kamala Harris o a algún otro candidato demócrata. Es que aquella participación fue para muchos el jarro de agua fría que dejaba a las claras que se les ha estado mintiendo durante meses al rechazar todas las acusaciones de senilidad.

En el artículo que el actor George Clooney publicó esta semana, ya recordaba que lo ocurrido en el debate de Atlanta no fue una excepción, y que el Biden que él encontró en Los Ángeles en el acto para recaudar fondos en Hollywood mostraba las mismas señales que en la televisión. El director de cine Michael Moore recordaba hace unos días en una entrevista que no le podían hacer creer algo diferente a lo que todo el mundo vio, «eso es algo que hacen los otros (los republicanos), mentir, manipular».

 

Todo el mundo vio lo que sucedió el 6 de enero de 2021. Ahora, con un candidato víctima de atentado y, según los republicanos, víctima también de persecución política y judicial, el sentimiento de agravio es aún mayor

 

De alguna manera, es la impresión que se va afianzando y que, sin ninguna duda, el Partido Republicano va a impulsar: todo aquello de lo que los demócratas y el progresismo en general han acusado a Trump, han terminado por hacerlo, desde la persecución política hasta mentir sobre el propio estado de salud.

Poco importa que las mentiras de Trump, como negar el resultado electoral de 2020, no aguanten un mínimo rigor, ni que la supuesta persecución corresponda a un intento de impedir violentamente que se certificara el resultado electoral, es decir, que se cumpliera el mandato popular con un golpe de estado: para más de un seguidor trumpista este acoso ha sido, tal y como apuntan varios altos cargos republicanos, el motivo para el atentado contra el expresidente: «si se le llega a comparar con Hitler, al final alguien intentará algo como lo ocurrido el sábado».

Lo cierto es que lo ocurrido obliga al rechazo al atentado y a mostrar la solidaridad con Trump y las víctimas que estaban en el acto. Y, seguramente, también forzarán a modular las críticas contra el expresidente, a quien más de uno ve ya en la Casa Blanca. No solo en el Despacho Oval, sino con un previsible control total del Congreso (los republicanos ya tienen mayoría en la Cámara de Representantes, aunque sea exigua, y todo apunta a que, en noviembre, además de ampliar la diferencia en la Cámara Baja, podrían arrebatarle varios representantes al Partido Demócrata para controlar también el Senado).

A partir de ahora, navegamos aguas no cartografiadas, como se suele decir en inglés. El Partido Republicano ya ha puesto rumbo a la Casa Blanca, no hay ninguna duda. Los focos también se alejan de Joe Biden tras dos semanas frenéticas; era algo que iba a ocurrir de todos modos una vez comenzase la Convención Republicana. Los demócratas tienen pocos días para definir su estrategia, que ahora no solo consiste en decidir sobre el o la candidata, sino en modular el discurso.

Es cierto que Trump no tuvo el mínimo decoro cuando el marido de Nancy Pelosi fue gravemente herido en su casa de San Francisco; de hecho, llego a mofarse de la pareja. Lo que está claro es que si, tal y como todo parece en estos momentos, Trump gana en noviembre, sus contrincantes reconocerán la derrota.

Si ocurriera lo contrario, si los demócratas consiguen dar la vuelta a los pronósticos en estos meses y ganan las elecciones, nadie sabe lo que puede ocurrir. Pero todo el mundo vio lo que sucedió el 6 de enero de 2021. Ahora, con un candidato víctima de atentado y, según todos los republicanos, víctima también de persecución política y judicial, el sentimiento de agravio es aún mayor.

Si en 2020 declaró ilegítima la victoria de Biden, esta vez no dudará en reclamar la legitimidad presidencial desde la propia convención. Estados Unidos vuelve a caminar por vías inexploradas, y llenas de peligro en la esquina menos esperada.