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Elkarrizketa
Salvador Cardús
Sociólogo, periodista y escritor

«El mecanismo más importante de adhesión a una nación es la lengua»

Salvador Cardús (Terrassa, 12 de junio de 1954) estuvo a mediados de noviembre en Bilbo durante las jornadas organizadas por Telesforo Monzon eLab para abordar la cuestión nacional en un contexto de cambios demográficos.

Salvador Cardús participó en las jornadas organizadas por Telesforo Monzón eLab. (Marisol RAMÍREZ | FOKU)

Salvador Cardús atendió a GARA en un receso de las jornadas organizadas por TMeLab sobre «adhesión nacional en un contexto de cambio demográfico», donde expuso su punto de vista sobre un asunto que puede ser controvertido pero cuyo abordaje es inexcusable y el modo en que se haga condicionará el futuro de naciones sin Estado, como Euskal Herria y Catalunya, y de las gentes que las conforman.

Su intervención ha abordado el cambio demográfico y la identidad nacional en las naciones sin Estado. ¿Cómo afecta el uno a la otra?

Hay cambios de carácter general que afectan a la cuestión de pertenencia nacional. No es solo el tema de la inmigración, lo podríamos situar también sobre la cuestión de los jóvenes y la identificación nacional, en cómo las redes sociales nos desterritorializan y permiten un tipo de relaciones que se mantienen al margen del espacio y del territorio, de la tradición y de la lengua... Hay desafíos que son de carácter general, de carácter económico, pero en el caso de la inmigración se trata de un desafío especialmente grande.

Por una parte, por la dimensión; en el País Vasco aún no estáis en las proporciones que estamos en Catalunya, donde cuatro de cada diez personas han nacido fuera y probablemente más del 50% de la población vive al margen de la catalanidad o la nación catalana. Algunos ni se han enterado de que existe algo parecido. En los últimos años hemos crecido en un millón y medio de personas en Catalunya, y eso solo son datos fijos, porque para llegar a ese millón y medio ha habido mucho más movimiento. Eso tiene unas dimensiones que provocan desafíos enormes, tanto desde el punto de vista de calidad de vida, de bienestar, porque estas personas suelen estar en condiciones de desigualdad grave, y también de carácter cultural, lingüístico, de concepciones de la vida o de la religión, que suponen un reto.

«Hay diferencias evidentes que nos plantean hasta qué punto se están creando guetos que mantienen a una parte importante de esa población al margen de cualquier relación con la sociedad de acogida»

Tanto Catalunya como Euskal Herria han recibido flujos migratorios muy importantes anteriormente; ¿qué hace diferente el contexto actual?

Hay una cuestión fundamental que es la dimensión jurídica. Cuando llegaban españoles al País Vasco o a Catalunya no tenían el problema de la extranjeridad, que es importante desde el punto de vista formal. Eso no quiere decir que fueran unos movimientos pacíficos; en Catalunya hubo casos de persecuciones policiales y expulsiones de migrantes, que ponían en Montjuïc en una especie de campos de concentración y los llevaban en barco otra vez a Andalucía. Eso existió. En los años de posguerra había control político, ideológico, de gente que había huido de su territorio no solo por razones económicas, también políticas, y que los cogían y los llevaban otra vez de vuelta.

La situación no es que fuera tranquila, pero es verdad que desde el punto de vista jurídico facilitaba las cosas. Ahora nos encontramos en una situación en la que una parte importante de esa inmigración es inmigración sin papeles, o con dificultad para conseguirlos, y el Estado trata muy mal estos procesos, que son larguísimos, y eso crea una burbuja de personas que tienen que buscarse la vida como sea, en el espacio de la economía sumergida, no de la delincuencia, que es algo mucho más minoritario, pero sí de la economía sumergida, y eso provoca problemas.

Esta es una cuestión, la otra es la mayor diversidad. Yo siempre lo había relativizado un poco, porque en Catalunya cuando llegaba población andaluza en los años 50, 60, la diferencia cultural era enorme. Era un choque cultural importante, en todo. No sé si menor a la que hay ahora. Es muy difícil comparar, porque también ahora la mentalidad es mucho más abierta que la que había en la población de recepción en los años 50 o 60. Pero es cierto que hay diferencias de carácter ideológico, religioso, que son mucho más evidentes, y que nos plantean hasta qué punto estas diferencias están creando guetos que mantienen a una parte importante de esa población al margen de cualquier relación con la sociedad de acogida.

El cambio demográfico va acompañado de cambios sociológicos y económicos: precariedad, problemas de conciliación, falta de estabilidad, otras formas de ocio... ¿Forman un todo en conjunto?

Sí. De momento confluyen en la dimensión más negativa. Siempre habíamos pensado que las redes sociales nos abrían ventanas al mundo, como había hecho tradicionalmente la televisión, pero ahora, las redes sociales no digo que no puedan servir para abrir ventanas, pero tal y como se utilizan mayoritariamente, las cierran. Por ejemplo, jóvenes que llegan de otros lugares pueden tener sus propios influencers sin tener ninguna relación con la sociedad de acogida. Por otro lado, las crisis generales que hemos sufrido; la económica de finales de la primera década de este siglo, la del covid, las guerras que han venido después han sido circunstancias que han dificultado o han parado muy buena parte de aquello que llamábamos el ascensor social. La inmigración era un camino de ascenso social, ahora no está tan claro. No sabemos si hay un ascensor social o quedan recluidos en unas zonas muy estancadas.

«La inmigración era un camino de ascenso social, ahora eso no está tan claro»

Cuando hablamos de identidad nacional, ¿hablamos también de la lengua? Si bien la situación de ambas lenguas es muy distinta, hay una preocupación compartida por el descenso en el uso tanto del euskara como del catalán.

Entre todos los mecanismos de adhesión a la nación, de vínculo con la nación, sin lugar a dudas la lengua es la más importante. Si alguien viene a Catalunya o al País Vasco y aprende catalán o aprende euskara la incorporación es casi automática. Y no tiene por qué renunciar a su propia lengua. La lengua es un elemento, en nuestros países particularmente, fundamental para la adscripción. Lo que ocurre es que estamos en una situación de debilidad política, cultural, y no solo no estamos transmitiendo el aprendizaje de la lengua, el conocimiento, tampoco somos capaces de que el uso crezca con el conocimiento.

En las encuestas puede haber en Catalunya un 90% que dice que entiende catalán, que yo no me lo creo, porque en una encuesta la gente intenta quedar bien, y estamos en un 30% de uso habitual de catalán, o de gente que dice que lo usa, porque creo que también es menor. Pero desde mi punto de vista, lo más preocupante es el de los catalanoparlantes que se pasan al español. Y entre la juventud esa es una cosa generalizada. En los patios de los institutos, entre los jóvenes, incluso en un grupo de catalanoparlantes, el paso al español es muy frecuente, y lo es porque los influencers, la música, todo lo que son los instrumentos que el Estado favorece en su difusión, son en español. Entonces, el español pasa a ser la lengua, no solo dominante, sino la lengua franca, la lengua de uso habitual. Y eso supone un cambio cultural importante, que se ha producido quizá en los últimos diez años, y que es grave.

Hablamos de naciones sin Estado. La falta de herramientas políticas y jurídicas, para hacer frente a esos cambios es clave en el debate, ¿no?

Claro. En el espacio nacional español, lo que habría podido ser posible, que sería una expresión de la plurinacionalidad, un reconocimiento de la diversidad, no existe. No es una relación equilibrada, es un tipo de relación que ejemplifica la condición colonial en la que vivimos y que muestra lo que es la potencia de un Estado que muestra quién manda aquí. Por si a alguien se le había olvidado con todo el tema de la Transición, en los últimos años hemos visto lo que es cuando el Estado se siente amenazado. La nación española, que es asimiladora, le molesta enormemente la diferencia, es muy difícil de combatir. En esas circunstancias, no se trata de que los inmigrantes se integren más o menos, es que entran en una estructura de dominación, y cómo les vas a pedir que ellos den la cara si ya nos cuesta a nosotros darla.

El Estado es capaz de obligar por ley, por ejemplo a aprender su idioma, una nación sin Estado no puede hacerlo.

Ni puede por ley ni lo consigue de una manera sutil. En la charla he contado la anécdota reciente de un chico mallorquín que llama a un hotel donde había reservado una habitación para preguntar si tenían parking, y habla en catalán. Y el recepcionista, cuando le habla, le responde «English?». El chico le dice que catalán, y el recepcionista le espeta: «En la recepción estamos dos argentinos, y en Argentina no nos enseñaron catalán», y le cuelga. Eso no te lo imaginas en Francia. Si quien estuviera en la recepción fuera un argentino en Francia, no se atrevería a colgar a alguien porque le está hablando en francés. No es posible, porque el Estado legitima el uso de la lengua.

No es una cuestión de coacción explícita, es una cuestión de coacción implícita, eso que llamamos nacionalismo banal, nacionalismo implícito, de asumir, de saber quién manda aquí, qué lengua es la que manda. El problema es que el Estado es muy duro, y el Estado español tiene una concepción de lo que es la nación española en la que no cabe la plurinacionalidad. Creo que ahora tenemos más conciencia de ello, pero más conciencia no quiere decir mayor capacidad de resistencia, a veces más conciencia significa más temor. Estamos en un mal momento, en un momento reactivo, creo que recuperaremos el temple, pero no va a ser fácil ni inmediato.