Al Estado español y sus gestores no les gustó el cambio estratégico de la izquierda abertzale, y Rubalcaba, conocedor de todos los entresijos del proceso, se dedicó con empeño y medios a sabotear su desarrollo. Buscaban la derrota política de la izquierda abertzale y la militar de ETA, y escribir un final sobre el guion establecido.
Pero cuando entró en juego la unilateralidad y el independentismo comenzó a caminar sin estar pendiente del otro lado, entonces la capacidad del Estado de condicionar cada momento y tener ventaja se vino abajo.
Rodríguez Zapatero siguió esa línea, y Mariano Rajoy la continuó como nuevo presidente de Gobierno. Así, durante todo su mandato despreció los emplazamientos de ETA y la izquierda abertzale e hizo oídos sordos a las peticiones de los agentes internacionales.
Incluso hicieron todo lo posible por evitar el desarme de ETA, algo inédito.
Como dijera tiempo después Jorge Fernández Díaz, el ministro del Interior al que, según su propio relato, se le apareció la Virgen estando de farra en Las Vegas, «se trata de acabar con ETA, no de que ellos proclamen el fin de la violencia».
Era evidente que el objetivo de obstaculizar la resolución política del conflicto y entorpecer el fin de la lucha armada era una estrategia de Estado.
Y no solo del español, pues el dirigente del PSF Françoise Hollande llegó en mayo a la presidencia de Francia y siguió el mismo camino. Manuel Valls, entonces ministro del Interior y que en 2014 sería primer ministro, garantizó el colaboracionismo y adelantó que no haría nada contrario a las pretensiones españolas.
Cuando se cumplían 500 años de la invasión castellana y la pérdida de la independencia de Nafarroa Garaia, en Madrid no parecían dispuestos a afrontar las raíces del contencioso histórico. Como en 1512, querían, a toda costa, vencedores y vencidos.
Pero la realidad es terca. Tan terca como para echar por tierra una parte de la política penitenciaria tramada para que prisioneros y prisioneras políticas vascas «se pudran en la cárcel», como dijera Ángeles Pedraza, presidenta de la AVT.
Y es que, en julio el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló en contra de la llamada «doctrina Parot», establecida por el Supremo para alargar las condenas.
La sentencia fue ratificada el 21 de octubre del año siguiente y supuso la progresiva puesta en libertad de 63 prisioneros y prisioneras.
Terca realidad fue también la imagen de la manifestación de enero en Bilbo en favor de los derechos de los represaliados. Más de 110.000 personas recorrieron las calles de la capital bizkaitarra en la hasta entonces mayor movilización política de Euskal Herria.
En el nuevo escenario, afrontar las consecuencias del conflicto era no solo una necesidad, sino también una reivindicación mayoritaria. Un clamor de la sociedad desoído por el Ejecutivo del PP que, en más de una ocasión, en lugar de relajar la presión tensó la cuerda.
Es lo que sucedió con Josu Uribetxebarria, preso diagnosticado de «cáncer generalizado, terminal e irreversible» y que solo fue excarcelado después de entrar en una dramática huelga de hambre que fue secundada por el resto del EPPK.
Falleció dos años después de haber sido puesto en libertad condicional, algo que la AVT tildó en su momento de «traición» y luego consideró «vergonzoso» porque antes de morir había podido despedirse de familiares y amigos.
Categoría ética muy diferente a la mostrada por la izquierda abertzale en el documento 'Viento de solución', presentado en febrero en el Kursaal y en el que, además de apostar por la reconciliación desde el reconocimiento mutuo, se expresaba respeto a todas las víctimas y manifestaba «su profundo pesar tanto por las consecuencias dolorosas derivadas de la acción armada de ETA como por nuestra posición política con respecto a las mismas».
Otras experiencias en el terreno de las víctimas del conflicto también se presentaron en 2012. Es el caso de la Iniciativa Glencree, encuentros y debates entre víctimas de violencia de distinto signo político que, no obstante, llevaba trabajando de manera secreta desde diciembre de 2007.
La Fundación Egiari Zor se presentó en abril con el objetivo de trabajar en favor de los derechos de las víctimas que han sufrido la violencia de los estados francés y español.
Precisamente, en abril se sumó a la lista una nueva víctima, Iñigo Cabacas, joven de 28 años muerto en Bilbo por un pelotazo de la Ertzaintza. «Entren al callejón con todo lo que tenemos, entren a la herriko», se puede escuchar en las grabaciones de las comunicaciones internas de la Ertzaintza. Y así lo hicieron. Y murió Iñigo Cabacas.
Siete días antes, esa vez en Gasteiz y en la huelga general del 29 de marzo, durante una carga de la Ertzaintza Xuban Nafarrete recibió un impacto en la cabeza que lo dejó gravemente herido.
El joven presentó denuncia por el pelotazo, pero la Ertzaintza dijo no tener nada que ver con lo sucedido y un Juzgado de Gasteiz les dio la razón, argumentando que se habría caído. Es más, Nafarrete y otros dos jóvenes fueron denunciados por la Ertzaintza acusados de «desobediencia y desórdenes públicos».
Rodolfo Ares, que llamaba «maestro» a Rubalcaba, desde que tomó posesión de Interior se empeñó en eliminar la identidad propia de la Ertzaintza alejándola de sus valores fundacionales y haciéndola más Policía en su acepción autoritaria y represiva.
Empezó con cuestiones que podrían parecer nimiedades estéticas pero que tenían profundo calado, como quitarles la característica txapela roja, cambiarles los uniformes para que se parecieran más a los españoles y ponerles la inscripción «Polizia» a la espalda o incluso retirando de las matrículas la característica E gótica que venía de la Ertzaña de Telesforo Monzón en 1936.
Luego preparó una Ley de Seguridad Pública y reforma de la Ley de Policía cuyas consecuencias alcanzan a la realidad actual de ese cuerpo policial, porque el PNV no se ha atrevido a corregir la deriva.
Ares y todo el Ejecutivo de López tuvieron que abandonar Lakua a finales de año, después de que en las elecciones del 21 de noviembre al unionismo ya no le dieran los números para repetir pacto.
Los comicios de mayo de 2009 en la CAV habían sido trampeados por las ilegalizaciones, pero en las urnas del 2012 estaba ya la papeleta de EH Bildu y eso cambiaba radicalmente el escenario. La coalición EH Bildu entre la izquierda abertzale, EA, Alternatiba y Aralar logró cerca de 280.000 votos, lo que significaba colocarse como segunda fuerza en la cámara de Gasteiz con 21 parlamentarios.
El PNV consiguió 27 escaños, 16 el PSE, 10 PP y uno de UPyD. Así, Iñigo Urkullu llegó a Ajuria Enea por mayoría simple en segunda vuelta y juró su cargo en Gernika el 15 de diciembre.
Otro hito en la superación de un decenio de proscripción política fue la legalización de Sortu, que llegó por resolución del Tribunal Constitucional el 20 de junio.
En el plano económico la realidad no solo era terca, sino en algunos casos dramática, con unas tasas de paro cercanas al 17% y un considerable aumento de los hogares en riesgo de pobreza. En semejante contexto, el Gobierno del PP aprobó una reforma laboral para salvaguardar los intereses de la patronal y se inyectaron desde Europa 100.000 millones de euros para rescatar la banca.
2012 fue el inicio del proceso independentista en Catalunya. Millón y medio de personas salieron a las calles en la Diada; y las elecciones que tuvieron lugar dos meses y medio después dieron un parlamento más de izquierda y más independentista.
Pero si respecto a Escocia Londres se comprometía solemnemente en octubre a aceptar la opción independentista, en Madrid afilaban los sables de la amenaza ya no solo hacia Euskal Herria, sino ahora también hacia Catalunya.
Y es que no solo la realidad es terca.