El 23 de febrero de 1981 amaneció para Txillardegi en la celda de una comisaría de Donostia. Estaba detenido junto a Luis Mari Mujika por una acción de Euskal Herrian Euskaraz. Podían haber salido antes, pero insistieron en declarar en euskara. El juez, que se reivindicó catalán, dijo comprender sus demandas y les ofreció declarar en euskara, pero por escrito. Txillardegi accedió, Mujika prefirió empezar a hablar en latín. Tampoco aceptó las labores de traducción de un ujier, ni de otro miembro de EHE, por lo que tuvo que ser nada menos que Ramón Labaien, entonces consejero del Gobierno de Lakua, quien hiciese las labores de intérprete. Finalmente salieron a las 13.30, sin sospechar que solo cinco horas después un teniente coronel de la Guardia Civil con bigote y tricornio iba a mandar su gesta a páginas secundarias del 'Egin' del día después.
Se trataba, por supuesto, de Antonio Tejero Molina, un hombre de «clara ideología derechista» y «leal a los principios que regían en la época de Franco», según la fina descripción de su abogado durante el juicio de la 'Operación Galaxia', en el que fue condenado a trece meses en 1979 por conspirar junto al capitán Sáenz de Inestrillas. No era, por tanto, un desconocido, como se recordó en el 'Egin' del día siguiente, en el que se daba por controlado el golpe, con la incógnita de València, donde Milans del Bosch sacó los tanques a la calle.
Por lo demás, en la edición del día siguiente, 24 de febrero, ya se daba el golpe por controlado, lo que no quiere decir que no causase un gran desasosiego durante unas horas. Muchos vascos no durmieron en sus casas aquella noche por precaución. Bingen Amadoz, en su libro 'Matones', explica que, igual que en las vísperas del 18 de julio del 36, «hubo reuniones urgentes en locales céntricos para decidir a quien había que eliminar. Llevaron listas de vecinos para que fueran pasados por las armas a los cuarteles de la Guardia Civil».
Los golpistas salieron escoltados al día siguiente, después de negociar su rendición con el Gobierno y los mandos militares. Según el 'Egin' del 25 de febrero, se ponía así «punto final a un intento de golpe de estado algo tragicómico. El sustrato trágico había estribado en la realidad del asalto, en su posibilidad de éxito, en su semejanza con los icebergs, de los que tan solo se ve la punta. El cómico, en la rememoración de viejas estampas decimonónicas, de pesadillas surrealistas, de golpes de mano con el más rancio sabor de república bananera. Para completar el cuadro grotesco, Tejero tenía que haber entrado en el Congreso a caballo».
Las ediciones de los días siguientes sirvieron para recoger un rico anecdotario, publicar artículos de opinión de firmas todavía hoy vigentes y radiografiar una secuencia de hechos que resulta ilustrativa, pues muestra, en unos pocos titulares, la utilidad que este tuvo para afianzar la llamada transición española.
Empecemos por este último punto. Al día siguiente, la reacción al Tejerazo hizo posible reunir por primera vez en una misma foto a Juan Carlos de Borbón junto a todo el espectro político español, de Fraga a Carrillo. Ese mismo día, un teletipo de Efe resaltaba: «Satisfacción internacional por el 'fortalecimiento de la democracia española'». Otros titulares alimentaban esta visión: «El ingreso en la OTAN podría verse impulsado». Un día más tarde, Leopoldo Calvo Sotelo fue elegido con más apoyos de los que tenía antes del golpe.
En el apartado de anecdotarios y testimonios recogidos esos días en 'Egin', destaca el de Juan María Bandrés, a la sazón diputado de Euskadiko Ezkerra, quien temió ser fusilado. Más estoico, Santiago Carrillo, secretario general del PCE, comentó al ver a Tejero que «Pavía llega antes de lo que esperaba», en referencia al general que en el siglo XIX puso fin a la Primera República española. Manuel Fraga aseguró haber visto llorar a algún guardia, y los fotógrafos Manuel Hernández de León y Manuel Pérez Barriopedro se las apañaron para entregar a los golpistas carretes sin usar y esconder los utilizados, el primero en los calzoncillos y el segundo en el zapato.
En un momento de la tarde del 23F, Tejero autorizó la salida de las mujeres del Congreso, en un gesto humanitario según su escala de valores. La mayoría se negaron a salir. «La igualdad de la mujer tiene que manifestarse en todos los aspectos», reivindicó después la diputada del PCE Pilar Bravo. Al final de la asonada, Tejero también dijo: «Ustedes salgan tranquilos, aquí no pasará nada. Lo único que sé es que yo voy a pechar con treinta o cuarenta años de cárcel». Efectivamente, la condena fue de 30 años, aunque a los 12 años ya le fue concedido el tercer grado, y tres años después, a mitad de condena, la libertad condicional.
Entre las numerosas firmas que en los días siguientes analizaron lo sucedido –algunas de ellas todavía activas, como las de Ramón Zallo, Joxe Iriarte 'Bikila' y Xabier Amuriza– nos quedamos de nuevo, para cerrar el círculo, con Txillardegi, que recuperado de la noche pasada en los calabozos, dejaba una pertinente y visionaria nota en el 'Egin' del 27 de febrero: «Decir hoy 'Tejero está loco' es probablemente ocultar, consciente o inconscientemente, un hecho político grave; y presumir, contra toda verosimilitud, que el teniente coronel Tejero estaba solo. Es mucho más razonable suponer que Tejero no estaba solo; pero que el cuerpo de los insurrectos, decidido a destruir el régimen parlamentario, no estaba decidido a acabar con la Monarquía».