Un inicio importante, auspiciado por la derogación por parte del entonces presidente argentino Néstor Kirchner de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final –exigencia refrendada por la mayoría de la sociedad, un 66% según las encuestas–.
Estas leyes, implantadas entre 1986 y 1987 por el entonces presidente Raúl Alfonsín, cerraron durante décadas la puerta a que se investigaran las graves y reiteradas violaciones de los derechos humanos que se sucedieron durante la dictadura militar, y propició que sus responsables fueran juzgados solo por el robo sistemático de recién nacidos y no por causas vinculadas directamente con crímenes de lesa humanidad.
La derogación de estas leyes daría luz verde a la extradición de los encausados –defendida, irónicamente, por el juez español Baltasar Garzón, el mismo que no veía torturas entre los detenidos en Euskal Herria– y posibilitaría que fueran juzgados en Argentina acusados de delitos de lesa humanidad.
El anuncio dio inicio a una cascada de entregas voluntarias y notificaciones de permanencia en sus respectivos cuarteles de la mayoría de los 46 responsables de la feroz represión que sacudió el país estre 1976 y 1983.
Pero lo cierto es que para aquel entonces dos de los responsables, Jorge Alberto Maradona y Mario Camarena Sese, ya habían muerto, y otros, tan significativos como Jorge Videla –que, posteriormente, ya sumando varias condenas a cadena perpetua se refería a los desaparecidos como «gente que no se sabe donde está»– y Emilio Eduardo Massera, disfrutaban de arresto domiciliario por el robo de bebés y desaparecidos. Además, varios miembros de las juntas militares habían sido indultados en 1990.
Aquel día, Argentina rememoraba, una vez más, relatos tan escalofriantes como el de Carlos Lordkipanise, quien narró cómo Juan Antonio Azic –quien se intentó suicidar al saber la noticia de las posibles extradiciones; y su hija, la exdiputada Victoria Donda, comprobó en 2004 que era hija de desaparecidos– le pasó electricidad mientras ponía sobre su cuerpo a su bebé de 20 días y amenazaba con matarlo.
Bebés robados junto a miles de muertos, torturados y desaparecidos, y como telón de fondo la labor de las Madres y Abuelas para restaurar la verdad y terminar con unas heridas físicas y psicológicas que no terminaban de sanar. «Yo solo quiero justicia y que los represores tengan los derechos que nosotros nunca tuvimos», aseguraba Lordkipanise.
Así arrancaba el juicio contra los represores, tras una larga lucha por derogar las leyes de impunidad que se habían ido sucediendo durante las últimas décadas, a la par que la sociedad, habitualmente más adelantada que los juzgados, luchaba por restablecer la justicia buscando a los y las desaparecidas, e identificando y devolviendo a los bebés robados junto a sus familias. Unos juicios que se prolongarían en el tiempo y que, a día de hoy, acumulan más de mil represores condenados y casi 300 sentencias por crímenes de lesa humanidad.
La lucha fuera de los juzgados
Durante esos años, muchos han sido los relatos que han salido a la luz, a los que este periódico ha dado eco en una labor de responsabilidad con la memoria y la verdad. La periodista Ainara Lertxundi ha recogido testimonios como los de la legisladora y diputada Victoria Montenegro, que, al saber que fue una bebé robada, pasó de querer ser militar de carrera y odiar a esas «viejas con pañuelos» a abrir los ojos y fundirse en un emotivo abrazo con la presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo, Estela Barnes de Carlotto.
O la del presidente del Tribunal Federal Número 1 de La Plata Carlos Rozanski, el primer juez en incluir en una sentencia el concepto de genocidio al referirse a los delitos cometidos durante la dictadura argentina, quien afirmaba que «es muy difícil avanzar si el pasado se olvida o la realidad se tergiversa».
«Sabía que cada palabra que se redactara tendría mucho peso para el futuro. Comprendí que un genocidio no se mide en cifras, sino en planes de exterminio masivo», relataba a la periodista, y afirmaba sobre el caso de Julio López –militante peronista superviviente de la dictadura que desapareció en 2006 tras declarar contra los represores– que «su desaparición nos hizo recordar la magnitud de la violencia desatada por el terrorismo de Estado tanto en nuestro país como en la región y nos impuso el compromiso de decidir».
Estas páginas recogían también la historia de Ana Miriam Rivas, que se reencontraba con su familia materna 31 años después de haber desaparecido durante un operativo militar en el que falleció su madre y había pasado toda su vida pensando que la abandonaron. «Saber de dónde vienes te aporta tranquilidad y he podido cerrar ese capítulo de mi vida», afirmaba en 2013.
Mucho se ha escrito sobre las vivencias de esa época, aunque seguramente nunca sea suficiente. Miriam Lewin, exdetenida-desaparecida, publicaba en 2014 el libro 'Putas y guerrilleras', en el que ponía el foco en los crímenes sexuales cometidos en los centros clandestinos y la estigmatización que, posteriormente, sufrieron incluso por parte de compañeros de militancia.
Lewin narraba su detención, tortura y violación, cuando contaba con solo 19 años. «Las relaciones variaban. Iban desde la violación con fuerza física hasta el abuso más sutil, pero también más perverso. Mujeres que no sabían dónde estaban sus hijos, con sus maridos recientemente asesinados, desnudas, encapuchadas, atadas, que recibían un trato algo mejor de ciertos represores que las colocaban entre la espada y la pared, ofreciéndoles mejor comida, una llamada telefónica a sus familias para saber el destino de sus niños, una promesa de sobrevivir... Si aceptaron eso, en sus psiques sienten culpa, vergüenza y, por eso, aún hoy muchas callan», se lamentaba. Y la abogada argentina Guadalupe Godoy alertaba en 2007 de que «los que permitieron el genocidio siguen en las esferas de poder».
Luchadoras doblemente victimizadas por su condición de mujer. Y como telón de fondo las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, esas detectives con pañuelo que lograron a mediados de los 80 la formulación de un «índice de abuelidad», que establece la posibilidad de parentesco entre un nieto y sus abuelos a partir del análisis del material genético, dando paso al primer Banco Nacional de Datos Genéticos.
También impulsaron la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI) y con cada nieto que buscan confeccionan un archivo biográfico familiar, «una caja con fotos, cartas, con cosas de los padres… que les entregamos cuando los encontramos para que sepan quiénes son. Animo a quienes tengan más de 40 años y tengan dudas sobre su identidad a que se acerquen a Abuelas, les espera la libertad», subrayaba en una entrevista a GARA en 2022 Barnes de Carlotto.
Fue en una visita anterior a Euskal Herria, en 2014, cuando Barnes de Carlotto recibía la llamada de la jueza María Servini de Cubría informándole del hallazgo del nieto al que había buscado durante 36 años. Otra de las fundadoras de las Abuelas, Delia Giovanola de Califano, relataba al encontrar a su nieto que durante años buscó «un bebé, un niño, un adolescente... y me encuentro con un nieto de 39 años», dejando entrever la larga y difícil lucha a la que se han tenido que enfrentar y que ha dejado profundas heridas, como la de su otra nieta, Virginia, que se sumó activamente a la búsqueda de su hermano y que terminó suicidándose en 2011.
El de Giovanola era el nieto número 118 que lograba recuperar su identidad. Pero recordaba en otra entrevista en 2017 que, a pesar de haber pasado ya cuatro décadas de la dictadura que asoló el país, la lucha en Argentina no ha terminado: «Yo he encontrado a mi nieto, pero no por ello se han solucionado los problemas, aún nos faltan entre 300 y 350 nietos y nietas».