Un panorama desolador dejó a su paso la enorme crecida del torrente de Arás que arrasó el camping Las Nieves de Biescas el 7 de agosto de 1996, provocando 87 fallecidos. Horas después de la tragedia, dos periodistas de 'Egin' se personaban en el lugar para firmar la siguiente crónica.
La furia descendió del Pirineo
F. Alonso y A. Basañez
Una trenza de dolor, de incertidumbre y, en algunos casos, de incontenible alivio tejían un cordón alrededor del pequeño Ayuntamiento de Biescas, en cuyos soportales se concentraban rostros de angustia que recababan sin cesar alguna lista en la que poder saber la suerte que habían corrido sus familiares o amigos.
Según avanzaba el día, la normalidad parecía retornar al dolorido paraje oscense, clavado en las raíces mismas de los Pirineos, donde el río Gállego araña la tierra trazando el valle de Tena.
Pero sólo era apariencia, nada más que apariencia; porque en sus calles, alguna de ellas aún en carne viva, eran numerosas las personas que se movían por sus arterias buscando a sus allegados en las instalaciones que se habían preparado para solventar en la medida de lo posible la situación.
En la primera planta del Ayuntamiento, los empleados municipales se afanaban por saciar la necesidad de información de quienes se agolpaban sobre el estrecho mostrador de madera.
Unos daban su filiación para que se supiera que habían sobrevivido a la trágica noche del miércoles, otros querían saber si tal o cual persona estaba en las listas de hospitalizados, o en la de acogidos... pero sobre cada pregunta pendía la sobrecogedora incertidumbre de obtener por respuesta una mirada de la que desbordara un pésame.
Las escaleras del Ayuntamiento de ese dolido enclave pirenaico fueron testigos mudos a lo largo de toda la jornada de lágrimas; unas de abatimiento y otras de alegría, porque mientras unos descendían con el reflejo de la muerte en sus pupilas, otros respiraban aliviados al conocer que sus amigos estaban bien, que habían dormido en la casa de una familia del pueblo y que pronto podrían encontrarse de nuevo.
Las horas pasaban y el sol golpeaba más fuerte a cada minuto mientras cientos de personas acudían para ofrecer su ayuda a la zona afectada, que se encontraba ya desde el amanecer repleta de personal especializado en rescates, de Protección Civil, de las diputaciones aragonesas, de la Guardia Civil, Policía española y un importantísimo número de soldados que esperaban órdenes en los camiones o se desplegaban junto a las cunetas.
En cuanto las condiciones lo hicieron posible, varios helicópteros comenzaron a sobrevolar a muy baja altura el cauce del río Gállego, buscando algún cuerpo de los que la implacable fuerza de las aguas fue arrojando a los laterales de su acometida.
En la presa de Sabiñánigo, al final del trágico zarpazo de la naturaleza, voluntarios de la Cruz Roja y soldados de remplazo buscaban entre las aguas y en las riberas algunos cuerpos que quedaron entre las uñas de la furia desatada de las aguas.
Un helicóptero se acerca al lugar y los voluntarios le hacen señas para que aterrice. Un cuerpo yace entre el barro, entre las ramas rotas, los trozos de árboles y los restos inidentificables de objetos de todos los tamaños. El cuerpo, envuelto en una manta parda que le hará de mortaja, es introducido en el helicóptero, cuyo tableteo de aspas se convierte en el único sonido que se difunde por el valle, que parece mantenerse en un pesado silencio de arrepentimiento.
Paso restringido
Abandonando la carretera que une Jaca y Sabiñánigo, tomando ya la dirección hacia Biescas, la circulación parece en algunos momentos febril. Pero la Guardia Civil, que controla los accesos, va filtrando el discurrir de vehículos para evitar el colapso.
Sobre la 1 y media del mediodía, los vehículos son obligados a meterse al arcén, y un miembro de la Cruz Roja, objetor de Zaragoza, nos comunica que se acerca José María Aznar, que se dirige a la zona siniestrada y que dará una rueda de prensa en el salón de plenos del Ayuntamiento.
A los pocos minutos, una comitiva de vehículos, a gran velocidad, se aproxima hacia el cruce de Orós, a unos 6 kilómetros de Biescas, el último punto al que se podía acceder en aquellos momentos por la N-260.
Desde allí hasta el pueblo el paso era restringido, por lo que el acceso «público» a Biescas debía de hacerse primero por una pequeña carretera hasta Orós Bajo y Orós Alto y después por una pista de piedra sucia y polvo en dirección a Serrablo.
Y ya en Biescas, coches aparcados por todas las calles, movimiento de gentes y rostros de dolor.
En las cabinas de teléfonos de detrás del Ayuntamiento las conversaciones eran la mejor ilustración de una tarde que luchaba por recobrar la normalidad.
Tal vez quienes se encontraban en ese lugar eran los más afortunados, y en sus palabras había mensajes de tranquilidad para sus familiares y preocupaciones menores sobre dónde recoger el coche o quién pasaría a por la documentación.
En el interior del Ayuntamiento, mientras, durante toda la jornada se trataba de poner en orden los datos. A media tarde no había aún ninguna lista fiable de campistas, que se calculaba que rondaban los 800 cuando sucedió la tragedia.
Además, las aguas, en su furioso descenso por el valle, se adueñaron de la carretera arrastrando a todos los vehículos que encontraban a su paso, incrementando así la larga de lista de víctimas sin nombre.
Y mientras la noche iba cayendo sobre Biescas sus calles intentaban reponerse de la tragedia, y las gentes trataban de relajar el recuerdo abandonándose en las terrazas de sus tabernas.
Las aguas seguían bajando bravas, pero más en calma, más en silencio, como si fueran conscientes del daño ocasionado y pretendieran discurrir sin ruido para pasar desapercibidas.
Pero por muy en silencio que lo hicieran su paso estaba patente, y sobre la barandilla del puente un grupo de niños las miraban con desconfianza, como si no pudieran creer que lo que en esos momentos parecía ser tan inicuo pudiera desatar tanta furia. Tanta como la que la noche anterior descendió del Pirineo.