Cuando el curso político todavía no había empezado, el 23 de agosto de 2011, el PSOE y PP anunciaron un acuerdo para reformar el artículo 135 de la Constitución española con el fin de introducir un límite al déficit de las cuentas públicas y establecer que el pago de los intereses y el capital de la deuda gozara de prioridad absoluta. Un cambio de mucho calado cocinado en plena canícula.
La tramitación fue meteórica: el 28 de agosto se inició el procedimiento de urgencia y lectura única, el 2 de septiembre se votó en el Congreso y el 7 en el Senado. En total trece días. Las votaciones reflejaron la disconformidad con el procedimiento: ERC, IU ICV, BNG, NA Bai, PNV y CiU no participaron en la votación. El Congreso solo aceptó una corrección gramatical, que se aprobó por asentimiento. Después esperaron los preceptivos 15 días por si una décima parte de los parlamentarios solicitaba un referéndum, algo que no ocurrió. Cumplido el plazo, el 27 de septiembre el rey Juan Carlos I promulgó la reforma y se publicó en el BOE.
La noticia que publicó GARA, firmada por Imanol Intziarte, señalaba que de este modo el Estado «complacerá una de las dos demandas presentadas por el eje franco-alemán en la cumbre del 16 de agosto en París». Entonces la interpretación general fue que el cambio constitucional era una exigencia de la Unión Europea. Sin embargo, en varias entrevistas posteriores, José Luis Rodríguez Zapatero siempre ha defendido que fue el Gobierno español el que se lo propuso a los líderes europeos, que consideraron que la modificación era una buena idea en un momento muy convulso. Conviene recordar que, a causa del estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera, las presiones especulativas eran muy grandes. Además, pesaba mucho en las cancillerías europeas el vacío que se crearía en el Estado español con un gobierno en funciones, después de que el 28 de julio, Zapatero decidiera adelantar cuatro meses las elecciones que se celebrarían el 20 de noviembre.
Sea cual fuere el impulso inicial, la idea no era original. El cambio se inspiró en la reforma de la Constitución alemana de 2009 que introdujo en la ley fundamental del país un límite al déficit estructural, en concreto el 0,35% del PIB para 2014. Italia también introdujo una cláusula similar. Posteriormente, otros países europeos introdujeron modificaciones similares en sus constituciones.
El contendido de la modificación
El artículo en cuestión pasó de tener dos a seis apartados, que cercenaban todavía más la potestad soberana de elaborar los presupuestos. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento acordado en el seno de la Unión Europea en 1997 ya condiciona el uso del déficit como instrumento de política económica y maniataba al Gobierno. Aquel pacto se plasmó en la ley 18/2001 de Estabilidad Presupuestaria y en la Ley Orgánica 5/2001 complementaria de la anterior.
Tras el cambio constitucional se aprobó primero la ley 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera que posteriormente ha sido modificada varias veces y que concreta el alcance del cambio constitucional. Un año más tarde llegó la ley que creaba la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal que completa el cuadro institucional para el control del presupuesto.
El nuevo artículo estableció que el principio de estabilidad presupuestaria es aplicable a todas las administraciones públicas. En el apartado dos admite que pueda existir un déficit estructural, pero que no podrá superar los márgenes que establezca la Unión Europea. Sin embargo, las entidades locales, diputaciones y ayuntamientos debían presentar para 2020 equilibrio presupuestario. Y para el resto de instituciones, la Ley 2/2012 establece que el déficit máximo será del 0,4% del PIB, o bien el establecido en la normativa europea, si fuera menor. El artículo permite superar el límite en situaciones excepcionales como catástrofes, recesión económica o situaciones de emergencia. En estos casos, la mayoría absoluta del Congreso deberá sancionar el carácter excepcional del supuesto. Una formulación que deja un camino muy estrecho para que los presupuestos atiendan las necesidades sociales.
«Prioridad absoluta»
La deuda pública era el contenido del anterior 135. En la nueva redacción, el apartado tres estableció que la emisión de deuda pública por el Estado o por las comunidades autónomas requerirá de autorización. Antes solo el Estado la necesitaba, lo que añadía un nuevo control a las decisiones presupuestarias de las comunidades autónomas. Además, recogía que los pagos de intereses y capital de la deuda pública gozarán de «prioridad absoluta». Esta era, en teoría, la esencia de la reforma: asegurar a los acreedores que cobrarán primero. Por último, la nueva redacción incluía que el límite de la deuda será el 60% del PIB, asumiendo el techo recogido en el tratado de funcionamiento de la Unión Europea para todas las administraciones públicas.
El texto constitucional señala que una ley orgánica deberá desarrollar los nuevos principios recogidos en este artículo. Esa fue la tristemente famosa ley 2/2012 aprobada por el Gobierno del PP, que además de fijar el límite del déficit y de deuda, 0,4% y 60% del PIB, respectivamente, establecía la distribución de la deuda entre administraciones: 44% para el Estado, 13% las comunidades autónomas y 3% para las corporaciones locales.
Esta ley también establece que corresponde al Gobierno autorizar las operaciones de crédito y emisiones de deuda y fijar los objetivos de déficit y deuda para el conjunto de las administraciones públicas. Y las medidas a aplicar en caso de que se aprecie riesgo de incumplimiento del objetivo de estabilidad presupuestaria, del objetivo de deuda pública o de la regla de gasto.
El cambio constitucional y las leyes que derivaron del mismo tuvieron dos efectos negativos en Euskal Herria. Por un lado, el Estado español cedió una parte fundamental de las competencias que ostenta el gobierno de cualquier país soberano: la política presupuestaria. Ya no serán las necesidades sociales o los programas políticos los que determinen los objetivos presupuestarios, sino los criterios financieros que establezca la Unión Europea. Este hecho tiene repercusión directa en las competencias de los gobierno autonómicos que quedan con las manos atadas. Pero, además, el Gobierno de Madrid se convierte en el gendarme de los ejecutivos autonómicos, lo que reduce todavía más el margen para mantener los servicios públicos, las prestaciones sociales o las políticas industriales. Un paso más hacia el desmantelamiento del estado de bienestar.