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Fermin Munarriz

Más de cien muertos en la huelga de hambre más extrema de Europa

GARA fue uno de los pocos medios de comunicación del mundo que se hizo eco sobre el terreno de la huelga de hambre más extrema y letal de Europa. Más de un centenar de presos políticos turcos de izquierda, familiares y simpatizantes murieron en un ayuno paulatino que se prolongó de finales del año 2000 a comienzos de 2003 contra la pretensión del Gobierno turco de trasladar a los prisioneros a cárceles de alta seguridad bajo regímenes inhumanos de aislamiento. Reproducimos a continuación el reportaje publicado el 9 de noviembre de 2001 por el periodista Fermin Munarriz.

Ciudadanos turcos denuncian en Viena la represión contra los presos políticos en huelga de hambre en diciembre del año 2000.
Ciudadanos turcos denuncian en Viena la represión contra los presos políticos en huelga de hambre en diciembre del año 2000. (Pfarrhofer HERBERT | APA-PictureDesk via AFP)

Armutlu es un barrio minúsculo y pobre de Estambul. Ni siquiera aparece en los planos de la bella ciudad turca. En sus calles y casas, sin embargo, se libra uno de los combates más escalofriantes de Europa. Una decena de expresos políticos y simpatizantes ayunan hasta la muerte contra el aislamiento de los prisioneros en las nuevas cárceles de máxima seguridad. La Policía invadió el lunes el enclave a sangre y fuego, mató a cuatro personas, hirió a una veintena y destruyó hogares.

Armutlu, el barrio del martirio

Fermin MUNARRIZ I ESTAMBUL

Arzu Güler tenía 23 años. El pasado lunes cumplía 152 días de ayuno en solidaridad con los más de 10.000 presos políticos turcos que ven amenazada su integridad física y mental si se cumplen definitivamente las pretensiones del Gobierno turco de aislar individualmente a los prisioneros en las nuevas cárceles de máxima seguridad.

Arzu también había conocido las prisiones desde su interior y sabía que el aislamiento total es la destrucción. Y plantó batalla al Estado inmolándose en un ayuno voluntario porque, en palabras de su compañero de lucha Halil, «nuestra muerte voluntaria es la victoria».

El pasado lunes Arzu pasó la mañana sobre uno de los camastros habilitados en una humilde construcción del barrio Armutlu de Estambul. Comenzaba su jornada 152 de un ayuno que le conducía directamente a la muerte. Solo la ingestión de agua azucarada, té, sal y vitamina B-1 le habían prolongado su vida y su sufrimiento hasta más allá de lo imaginable. Es la manera de alargar una protesta que, en algunos casos, supera los trescientos días de calvario.

Tal vez el lunes pasado Arzu se despertó de su sueño intermitente con los mismos gritos de dolor que profería continuamente durante los últimos días. La joven se encontraba ya en su recta final hacia la muerte. Los asistentes que acompañaban a los cuatro huelguistas de la Casa de Resistencia Senay Hanoglu impidieron escasos días antes la visita de los dos periodistas extranjeros por su extrema gravedad. Su único testimonio se colaba por la rendija de la puerta semicerrada en forma de estremecedores gemidos de agonía.

Los lamentos de Arzu acabaron definitivamente el lunes al mediodía. Un millar de policías asaltaban el barrio con bulldozers, tanquetas, armas de fuego y bombas de gas. Arzu no pudo escapar de su lecho. Apenas sobrepasaba los 30 kilos de peso y no tenía fuerzas para incorporarse. Según los datos facilitados por los organismos de asistencia a los huelguistas, el monóxido de carbono mató a la joven paralizada en su cama. Otros tres compañeros murieron bajo las balas.

El poblado de la resistencia

El diminuto barrio Armutlu se encuentra al noreste de Estambul, una urbe que sobrepasa los diez millones de habitantes y que atrae como un imán a turistas de todo el mundo por su belleza cautivadora. La barriada, en cambio, apenas recibe algún visitante esporádico del exterior, interesado exclusivamente por la resistencia de sus 3.000 habitantes. Ubicado en la parte alta de una colina, el núcleo central de la población, conocido como Kuçuk Armutlu (el pequeño Armutlu), muestra un aspecto desamparado: construcciones bajas y sin concluir, calles cruzadas por cables eléctricos al aire, nervios de hormigón a la vista, asfalto deteriorado, conducciones a la intemperie y terraplenes de tierra y piedras donde debiera haber aceras. Apenas unos pocos centenares de vecinos se arraciman en esta parte superior de la meseta, desde la que se abarcan unas vistas magníficas sobre la gran ciudad y los dos puentes gigantes que atraviesan el estrecho del Bósforo hacia la parte asiática de la metrópolis.

La panorámica es, sin embargo, contradictoria. Desde el humilde observatorio de Kuçuk Armutlu se puede contemplar, apenas a un kilómetro hacia el oeste, la impecable zona residencial de Levent con sus luces nocturnas, sus avenidas anchas y transitadas, sus rascacielos desafiantes… Volviendo la espalda, el lujoso barrio de Etiler flanquea la aldea de los trabajadores con mansiones de ensueño, animadas terrazas al aire libre y hombres maduros que lustran las cubiertas de sus yates a orillas del Bósforo. Pero Armutlu, aprisionada entre expresiones de opulencia, es diferente.

Los lamentos de Arzu acabaron definitivamente el lunes. Un millar de policías asaltaban el barrio con bulldozers, tanquetas, armas de fuego y bombas de gas. Arzu no pudo escapar de su lecho. Apenas sobrepasaba los 30 kilos de peso y no tenía fuerzas para incorporarse. Otros tres compañeros murieron bajo las balas.

El barrio es uno de los feudos políticos del DHKPC, Frente para la Liberación del Pueblo Revolucionario de Turquía, uno de los principales grupos de la izquierda turca. Sus militantes apresados lideraron el inicio de la huelga de hambre en las prisiones. El barrio se ha convertido, por ello, en zona segura para quienes se sumaron a la protesta desde el exterior, porque el ayuno hasta la muerte cuenta, además, con la participación de exprisioneros, simpatizantes y familiares de los reclusos, en una estrategia generalizada que ha generado expresiones de desconcierto en el propio seno de los sectores progresistas del país.

El acceso a Armutlu es difícil y delicado. Desde que se inició la huelga de hambre también en esta barriada, la Policía mantiene instalados controles en todas las vías de acceso para los vehículos. Policías uniformados de azul, armados y parapetados en tanquetas o todoterrenos de lunas enrejadas, controlan las entradas y salidas del lugar. La alternativa es penetrar caminando por las empinadas laderas de la colina entre callejuelas, casuchas y los caminos de vegetación de la zona, también vigilados a distancia por patrullas de agentes de paisano. Unas cuestas como para desanimar al más tenaz anuncian la proximidad de la meseta cimera y, con ella, la aldea de la resistencia, el Kuçuk Armutlu.

«Territorio liberado»

Las primeras barricadas que cortan el tránsito por el asfalto advierten al forastero de que se encuentra en un lugar peculiar, una especie de territorio liberado cuyos habitantes han levantado barreras aparentemente infranqueables para impedir el asalto sorpresivo de las fuerzas policiales. Enormes bloques de piedra, troncos, sirgas metálicas, electrodomésticos, neumáticos, montones de tierra y socavones cortan el paso a los vehículos.

Al otro lado, en aquel que juegan los niños al tibio sol del mediodía y donde unos jóvenes vigías hacen guardia durante las 24 horas del día, comienza la historia de una lucha.

La huelga de hambre hasta la muerte ha sido secundada por militantes de las siete organizaciones políticas de izquierda (no kurdas) más importantes del país: DHKPC, TKP (ml), TKP-ml, MLKP, TKIB, TKIP y TKEP-l, que reparten su inspiración entre el marxismo-leninismo y el maoísmo, en algunos casos con una modesta práctica de la lucha armada, ya casi en el olvido por su escasa trascendencia.

A pesar de ello, el DHKPC sigue figurando en la lista de «organizaciones terroristas» del Departamento de Estado de EEUU por sus «ataques» a intereses norteamericanos.

Son las siglas de esta organización, precisamente, las que inundan las paredes de Armutlu, entre eslóganes como «los huelguistas turcos vencerán», «tenemos la razón y venceremos» o «los héroes nunca mueren». La extensión del ayuno letal al exterior de las prisiones creó espacios de resistencia en numerosos barrios obreros de las ciudades turcas. Para ello, los organizadores prepararon casas en las que los huelguistas pudieran llevar a cabo su ayuno asistidos por personas de confianza y con ciertas garantías de seguridad ante los previsibles ataques de los cuerpos gubernamentales y de los grupos parapoliciales. Se denominaron «casas de resistencia», en las que los exprisioneros, familiares y colaboradores comenzaron su ayuno hasta el fin.

La primera «casa de resistencia» de Armutlu lleva el nombre de Senay Hanoglu en memoria de uno de los huelguistas muertos. Es una construcción humilde de una única planta, con un pequeño porche cubierto de uralita y una parte de la pared con el ladrillo a la vista.

Su interior, en cambio, resulta acogedor por la pulcritud, el calor de las estufas eléctricas y las alfombras que cubren el suelo para caminar descalzo. Este fue el último hogar de Arzu Güler. Su extrema gravedad la mantenía en una habitación individual. En la contigua descansaban Ozkan Güzel, de 21 años (91 días de ayuno el pasado lunes), Ferhat Ertürk, de 20 (108 días) y Huseyin Akpinar, de 24 (106 días). La última vez que los vimos, escasos días antes del asalto policial, los tres permanecían tumbados en sus camas dormitando, tal vez soñando para escapar de una vigilia de pesadilla.

Solo Ferhat, con su cuerpo reducido a un saco de huesos y una barba espesa que acentuaba aún más sus pómulos desproporcionados, derrochaba una brizna de sus escasas fuerzas para levantar la palma de su mano, mostrar la estrella de cinco puntas dibujada con henna la noche anterior y forzar un débil signo de la victoria con sus dedos. No hubo gesto alguno que alterara la expresión perdida de su mirada. Ferhat había comenzado a mirar el mundo desde lo más recóndito. Desde el otro lado de la línea.

«Victoria o muerte»

La misma estrella que mostraba Ferhat es la que los huelguistas exhiben en la cinta de tela roja con que rodean sus cabezas. Es el símbolo de la resistencia y de la feda (el sacrificio), el concepto que se repite en pintadas callejeras y escritos de llamada a la rebelión. Es la palabra que identifica a «los mártires», en cuya memoria se ha instalado un pequeño museo en Kuçuk Armutlu. Es una pequeña vivienda tan modesta como sus vecinas. Dos pebeteros con fuego ininterrumpido dan paso a una pequeña estancia decorada con telas rojas, el color de la revolución. Sobre la pared central, y bajo la leyenda «Victoria o muerte», descansan los retratos de los 74 fallecidos de la actual huelga, los 12 de la de 1996 y los 4 de la de 1984. Todos murieron luchando por conseguir unas condiciones de vida dignas en el interior de las prisiones. Son rostros de hombres y mujeres jóvenes, sonrientes en unos casos, demacrados por el ayuno en otros, serenos en todos.

Al lado se exhiben algunos de los objetos personales de «los mártires» en una muestra que tiene algo de religioso, pese al discurso materialista y dialéctico de sus honrados. Ahí están sus jerseys, sus zapatos, sus bolígrafos, su estuche de pintura, sus gafas, sus cepillos de dientes, sus teteras, sus muñecas o sus cinturones, primorosamente expuestos e identificados. El llanto de una anciana ante el retrato de su hijo silencia el himno repetitivo y heroico del grupo Yorum que inunda la habitación desde un radiocassette portátil.

Sin miedo a la muerte

A escasos metros del museo se encuentra la segunda «casa de resistencia». En ella permanecen otros seis huelguistas de hambre. Todos ellos son prisioneros liberados por el Gobierno. Halil Aksu, de 30 años y estudiante universitario antes de ingresar en prisión, ha cumplido 100 días de ayuno. Mientras se mesa la barba que disimula su extrema delgadez, toma la palabra en nombre del grupo. «El Gobierno quiere que termine la huelga porque le supone un coste político importante –explica con una voz suave y pausad–. Debe desplegar continuamente más represión para impedir que la lucha se extienda».

Solo Ferhat, con su cuerpo reducido a un saco de huesos, derrochaba una brizna de sus escasas fuerzas para levantar la palma de su mano, mostrar la estrella de cinco puntas dibujada con henna y forzar un débil signo de la victoria con sus dedos.

Madimak Ozen, de 35 años y con 150 días de ayuno, le releva en la exposición. Su cara es pálida como la cera y fuma constantemente. Su hablar es todavía más lento y cansino. «No tenemos miedo a morir –dice–; la muerte en nuestro caso es la victoria». Desde el extremo de un colchón en el suelo, Haydar Bozkurt, de 27 años y con 46 días de huelga, asiente tímido y explica que de niños ellos también tuvieron ilusiones. «Hoy somos revolucionarios», sentencia enérgicamente la joven Nürgul Kayapinar, cuyo sacrificio dejará huérfana a una niña de 9 años. «Sí –reconoce–, lo más duro es dejar a mi familia y a mi hija, pero otros compañeros se encargarán de ella y la lucha continuará».

La vivienda, flanqueada en ambos lados por un acentuado terraplén, está custodiada por una barricada y la caseta de maderas y lona que da cobijo a los vigilantes de la zona. Junto a una pequeña estufa se calienta al anochecer una de las chicas de custodia. Una bombilla alumbra tenuemente el interior de la cabaña: un camastro, una mesa plegable y unas cajas al fondo en las que, como en todos los puestos de guardia, se almacenan unos cócteles molotov con los que intentarían hacer frente de manera ilusa a un asalto policial.

El 15 de setiembre pasado lo consiguieron. Aquel día la Policía ensayó un acercamiento al territorio liberado con tanquetas, botes de humo y mangueras de agua a presión. Desde el otro lado de las barricadas repelieron el intento con las botellas de líquido inflamable y piedras. Fue un día de victoria; fe de ello dan los chorretones de ácido y gasolina que todavía impregnan el asfalto en las cuestas de acceso al poblado.

El lunes pasado, sin embargo, fue un día de tragedia. Desde primera hora de la mañana, el diario turco 'Sabah' colocaba en todos los kioscos del país la fotografía de las barricadas de Kuçuk Armutlu, calificaba el área como «liberada por la oposición armada del DHKPC» y criticaba la «inactividad gubernamental». La suerte estaba echada.

A las 12.30 del mediodía, un millar de policías, pertrechados con bulldozers, tanquetas, botes de gas y armas de fuego, irrumpían en el barrio. Dispararon contra quienes intentaron impedir el asalto, sobrepasaron las barricadas, inundaron de gases la «casa de resistencia» Senay Hanoglu y, tras desalojarla con un saldo de cuatro muertos, la incendiaron.

La operación duró tres horas. Las tres finales de Arzu, que no pudo incorporarse. Las tres más duras de la dura vida del tímido Haydar. El no quiso ser apresado con vida; se roció el cuerpo con gasolina y se prendió fuego, pero no llegó a morir. En el barrio del martirio. En Estambul. En Europa.