1977/2024 , Abenduak 20

Beñat Zaldua
Edukien erredakzio burua / jefe de redacción de contenidos
De izquierda a derecha, Juanjo Aristizabal, Monseñor Josetxo Laboa, Juan Karlos Arriaran, Koldo Saralegi y Miguel Ángel Aldana, en el aeropuerto de Panamá antes de subir al avión privado del presidente de Venezuela.
De izquierda a derecha, Juanjo Aristizabal, monseñor Josetxo Laboa, Juan Karlos Arriaran, Koldo Saralegi y Miguel Ángel Aldana, en el aeropuerto de Panamá antes de subir al avión privado del presidente de Venezuela.
Familia Aristizabal-Idigoras

Panamá, 1989: Un nuncio, cuatro deportados vascos y el hombre más buscado por el Ejército de EEUU

La noche del 19 al 20 de diciembre de 1989, EEUU invadió Panamá para derrocar a Manuel Noriega, que buscó refugió en la nunciatura apostólica, dirigida por el pasaitarra Josetxo Laboa. Durante diez días, los ojos del mundo se posaron sobre la embajada vaticana, en la que también hallaron cobijo cuatro deportados vascos. 35 años después, rememoran y aportan nuevos detalles sobre aquellos intensos días.

Miguel Ángel Aldana 'Angelín', a la sazón deportado en Panamá, insistió en salir a correr como cada día. ¿Por qué iba a dejar de hacerlo? ¿Por cuatro gringos? Salió a las seis de la mañana, como siempre, pero esta vez no llegó ni a la vuelta de la esquina. Regresó pálido nada más topar con el primer checkpoint. Era 20 de diciembre de 1989 y, la noche anterior, el Ejército de Estados Unidos había comenzado la invasión de Panamá.

«¡Claro, es que estábamos sin papeles, sin ninguna documentación!», recuerda Koldo Saralegi 35 años después. Todo lo que tenían era un número de teléfono escrito en un papel que debían entregar a la autoridad en caso de que alguien les parase. Saralegi y Aldana formaban parte, junto a Juanjo Aristizabal y Juan Karlos Arriaran 'Sali', de un grupo de deportados que vivía en Ciudad de Panamá cuando Washington decidió quitarse de encima a un Manuel Antonio Noriega que, pese a haber estado bajo nómina estadounidense, empezaba a abrazar un discurso cada vez más soberanista sobre el canal interoceánico, que debía volver a manos panameñas en 1999 en virtud del tratado Torrijos-Carter.

Ione Idigoras, Koldo Saralegi, Juanjo Aristizabal y Juan Karlos Arriaran posan para este reportaje. (Iñigo Uriz | FOKU)
Ione Idigoras, Koldo Saralegi, Juanjo Aristizabal y Juan Karlos Arriaran posan para este reportaje. (Iñigo Uriz | FOKU)

La situación se tornó imprevisible y se imponía buscar refugio. Ione Idigoras, la pareja de Juanjo, estaba de vacaciones en Panamá, cogió la camioneta del jesuita Karmelo Gorrotxategi 'Gorro' y fue a ver si salir sobre cuatro ruedas era una opción. «Claro, era la única que podía conducir». No tardó en encontrarse con la primera barricada. «En seguida me vio un vecino que no nos gustaba nada. '¿A dónde va usted?'. Yo me hice la tonta y le dije que a Iberia, que tenía billete para el día 5. 'Iberia no funciona, márchese para la casa'. Ahí vi que ese iba a por nosotros».

Había que salir de la casa y el coche no era una opción. También pensaron en los atuneros vascos que llegaban a la zona del Canal. Los buques de Ondarroa, Lekeitio, Bermeo y Hondarribia en los que los deportados trabajaban clandestinamente para sacar algo con lo que complementar la exigua paga que les llegaba –cuando les llegaba–, tenían banderas que no eran de Panamá. Pero llegar al Canal estaba complicado.

La opción de la nunciatura apostólica –la embajada vaticana– fue ganando enteros. No eran fervientes católicos, pero el nuncio de la Santa Sede era un pasaitarra peculiar que ya les había ayudado en más de una ocasión. «En cualquier lugar del mundo hay un cura vasco que te echa una mano», apunta el abogado Miguel Castells. A 8.500 kilómetros, fue él quien habló con el nuncio –que estaba fuera de la embajada– para preguntar si daba refugio a los paisanos. «No puedo mandarles el coche, pero si ellos consiguen llegar, yo les doy asilo». El mundo estaba a punto de conocer a Josetxo Laboa.

El mensaje llegó a los deportados. «Nos llamaron de Euskal Herria, que nos moviésemos a la nunciatura, si podíamos. Pero tampoco era fácil. Había dos caminos posibles, uno por una zona de ricos y otra por una zona de pobres», explica 'Sali'.

«No puedo mandarles el coche pero, si ellos consiguen entrar, yo les doy asilo», le dijo Monseñor Laboa a Miguel Castells. Los deportados hicieron el camino a pie, saltaron la valla de la nunciatura y entraron. Al día siguiente llegó Manuel Noriega.

«Fuisteis tú y 'Angelín' primero, ¿no?», pregunta Juanjo. La memoria es un ser social que trabaja mejor en plural. «¿Seguro? Joder, es que han pasado 35 años», pregunta Koldo. «Qué viejo te has hecho», rompe Ione. Se ríen, se contradicen, no se entienden, luego se acuerdan, negocian y concilian. Hay mucha complicidad acumulada en la mesa de la redacción de GARA en la que juntamos a Ione, Juanjo, Sali y Koldo. Solo falta 'Angelín'. Murió en 2016 en Venezuela.

'Sali' confirma: «Sí, fuimos nosotros dos, y más vale que fuimos por donde los ricos, porque por donde los pobres estaba todo el mundo con metralleta». Siete kilómetros a pie con la invasión yanqui de banda sonora hasta llegar a una nunciatura en la que no abría nadie. Era 22 de diciembre. Sali saltó la valla y entraron en los aposentos de Josetxo Laboa, que tardaría unas horas en llegar. Poco después llegaron Juanjo y Koldo. Casa. Refugio. Estaban a salvo, o eso creían.

Ninguno se imaginaba que al día siguiente iba a ser el propio Noriega el que iba a refugiarse en la nunciatura.

Fin de año con patxaran y música Heavy

Un nuncio apostólico, el hombre más buscado del planeta y cuatro deportados vascos en la misma casa. Parece el inicio de un chiste, pero la realidad no dio, en el momento, para demasiadas risas. «Tan pronto como entró Noriega se echaron encima todos los yanquis, con helicópteros y tanques», recuerda 'Sali'. «Lo cerraron todo, no podía salir ni entrar nadie, y todas las noches ponían música rock a un volumen altísimo, para que no durmiéramos», añade Juanjo. «Y apuntaban con esas luces de infrarrojos», vuelve 'Sali'. «No se podía ni ir al baño tranquila», entra Ione.

Con Noriega entraron varias decenas de miembros del Gobierno, militares y otros altos cargos. Desde antes estaban ya el jefe de la escolta de Noriega, Asunción Eliécer Gaitán, un cura navarro de recuerdo infausto y apellido Villanueva y varias monjas. Casi un centenar de personas y una premonición a cuenta de Gaitán: «Ya verán cómo aquí solo vamos a quedar ustedes y yo».

Un soldado estadounidense hace guardia frente a la nunciatura apostólica de la capital panameña, el 25 de diciembre de 1989. (Manoocher DUGHATI | AFP)
Un soldado estadounidense hace guardia frente a la nunciatura apostólica de la capital panameña, el 25 de diciembre de 1989. (Manoocher DUGHATI | AFP)

«Se montó la de dios: Noriega se refugia en la nunciatura con cuatro terroristas de ETA como asesores», rememora Castells 35 años después, que ya empezaba a hacer las maletas. «¿Cómo no iba a ir? Yo les había animado a ir a la nunciatura». «En la televisión dijeron que estábamos de guardaespaldas de Noriega», añade 'Sali'. «Y que estabais en el narcotráfico también, un poco más y os sacan que erais brujos», apunta Ione.

Y con todo, hasta en el infierno hay rutinas. «Nosotros estábamos normalmente en el salón, que era grande. Y luego nos metíamos en la cocina, cuando las monjas iban a misa, y teníamos nuestro momento. Gaitán solía estar con la duda y le decíamos, 'quédate con nosotros, hombre, que vamos a preparar aquí unos destornilladores'», recuerdan a dos voces Juanjo y Koldo.

Dormían en colchones de campaña, en el suelo, y Gaitán era el principal compinche. «Como de la cuadrilla, muy abertzale y auténtico», describe 'Sali'. «Lo querían coger los gringos porque decían que les había tumbado algún helicóptero», añade Koldo, que cede la palabra a Juanjo: «No solo querían deshacerse de Noriega, también de esos tenientes jóvenes que subían con mayor conciencia. Le ofrecieron ser jefe de la nueva Policía, no sé cuántos dólares al mes y muy buenas condiciones, y contestó: 'me tendrán que sacar con los pies por delante, porque yo no me entrego'».

De izquierda a derecha, el jesuita Karmelo Gorrotxategi, que ayudó a los deportados, Juan Karlos Arriaran, Koldo Saralegi, Juanjo Aristizabal y Angel Aldana, comiendo con los hijos de este último en una de sus visitas a Panamá. (FAMILIA ALDANA-PETRALANDA)
De izquierda a derecha, el jesuita Karmelo Gorrotxategi, que ayudó a los deportados, Juan Karlos Arriaran, Koldo Saralegi, Juanjo Aristizabal y Angel Aldana, comiendo con los hijos de este último en una de sus visitas a Panamá. (FAMILIA ALDANA-PETRALANDA)

Gaitán se quedó más de un año refugiado en la nunciatura y luego escapó, burlando la vigilancia estadounidense. Todos los ojos se posaron entonces sobre Laboa. «Se lo quitaron de encima y lo mandaron a Paraguay», apunta Sali. Con otras identidades y en otros países, Gaitán siguió vinculado a la lucha antiimperialista.

¿Y Noriega? «En realidad le vimos poco, solo bajó a cenar el 31 de diciembre», sigue Juanjo. «Ese día bebió patxaran y todo con nosotros», interrumpe Ione. «Nosotros le vimos un par de veces, pero Ione le vio más», señala Koldo. «Le lavaba la ropa y robaba comida para él, porque las puñeteras monjas no le daban nada. Siempre se sentaba contra una columna y se movía agachado». Dentro podían ver los puntos rojos cuando los marines apuntaban con los infrarrojos.

«[A Laboa] le decían: ‘¡Pero cómo tiene usted ahí a los de ETA!’». Y él contestaba: ‘Ah no, ellos me están ayudando mucho, yo estoy muy saturado, hay que hacer muchas cosas y ellos se ocupan de todo’», recuerda Juanjo Aristizabal.

La tensión, mientras, iba aumentando. «La presión era insoportable, querían que se entregase todo el mundo, y poco a poco lo fueron haciendo», apunta Juanjo. «Por culpa de aquel cura navarro, que les fue comiendo el tarro», añaden varios. Pero las amenazas tenían un destinatario principal: monseñor Laboa, a quien le llovían por todos los lados. «Le decían: '¡pero cómo tiene usted ahí a los de ETA!', y él contestaba: 'Ah no, ellos me están ayudando mucho, yo estoy muy saturado con tanta gente, hay que hacer muchas cosas y ellos se ocupan de todo'», recuerda Juanjo. «Él nos iba contando las negociaciones», añade Koldo. «¡Si siempre os preguntaba a vosotros qué hacer!», zanja Ione.

«Era muy humano, muy bueno, y se sintió muy maltratado, al final lo humillaron», dice Ione sobre Laboa, que previamente había acogido a los opositores perseguidos por Noriega. «En Panamá tenía mucho peso, pero esos días fueron muy duros», añade Juanjo. Castells, que también lo conocía previamente, da tres pinceladas: «Laboa era muy poco vaticano, era de impulsos y de muy buena pasta, y lo cierto es que se la jugó mucho esos días».

El contenido de una carta desconocida, a la luz 35 años después

Afuera, lo que debía ser una invasión quirúrgica se convirtió rápidamente en una masacre, con una cantidad de víctimas mortales todavía en disputa. Hay fuentes que las elevan a entre 4.000 y 5.000 personas. Barrios populares como San Miguelito o El Chorrillo fueron reducidos a cenizas. «Yo fui al año siguiente y ni lo reconocí», recuerda Ione. «Los gringos tenían de todo allí en el Canal, el Comando Sur, la Escuela de las Américas… No querían perder todo eso», explica Koldo. «Lo único que querían era el canal; como en Venezuela el petróleo, pues aquí el canal», resume Ione.

Pintada en memoria de la invasión estadounidense, fotografiada 30 años después, en 2019. (Adriano DUFF | AFP)
Pintada en memoria de la invasión estadounidense, fotografiada 30 años después, en 2019. (Adriano DUFF | AFP)

Querían el canal y querían a Noriega. Y redoblaron la presión, que se concretó en dos amenazas muy explícitas. Por un lado, los estadounidenses amenazaron con levantar el cerco y dejar que los opositores entrasen. «Amenazaban con hacer como con Mussolini», apunta Juanjo.

La situación era delicada para los deportados. «Díganle a Felipe González que la mierda se la deje en casa, que no mande para acá a esos terroristas», le dijeron a Ione en una ocasión en la que fue a la casa a por comida con Castells y con 'Gorro'. También apareció el vecino del que sospechaban, que acabó siendo de los servicios secretos de los gringos. «Se puso como loco conmigo, Castells y 'Gorro' mediaron, y se tranquilizó porque 'Gorro' había sido profesor suyo en el Colegio Javier, pero yo de allí salí cagada», rememora Ione. «También te dijo que no apareciésemos por ahí, que nos pegaba cuatro tiros a cada uno», refresca 'Sali'. «Mecagüensos, me tocaban todas a mí».

Para la oposición, eran hombres de Noriega, quien no se portó mal con ellos, dentro de lo que cabe. «En una ocasión, cuando las relaciones con Felipe González estuvieron tirantes, amenazó con darnos el estatus de refugiados políticos», recuerda Koldo. «Y en aquellos seis meses que no nos llegaba el dinero que nos mandaban, nos llamó y nos dio un fajo a cada uno», añade Sali.

Soldados estadounidenses rodean con alambre de espino la nunciatura apostólica, el 25 de diciembre de 1989. (AFP)
Soldados estadounidenses rodean con alambre de espino la nunciatura apostólica, el 25 de diciembre de 1989. (AFP)

Pero a la amenaza de los gringos de levantar el cerco se sumó la presión vaticana, que tomó la forma de un emisario enviado ad hoc para controlar a Monseñor Josetxo Laboa y de una carta cuyo contenido no había trascendido hasta el día de hoy.

El perfil del comisario lo dejamos en manos de Castells, que, una vez entregado Noriega, comió con él y con Laboa: «Era relativamente joven, de librito, un tanto neurótico. Estaba en un edificio sitiado por el Ejército de EEUU y estaba obsesionado con que el grifo de su dormitorio goteaba. Quería que lo arreglasen a toda costa, para él era lo más importante en ese momento. Para mí, eso decía mucho de su carácter».

«La Iglesia fue la que vendió a Josetxo [Laboa] con una carta de la que somos testigos. O entregaba a Noriega o quitaban la inmunidad y nos liquidaban a todos. Esto no lo hemos dicho hasta ahora, pero hay que contar la historia como fue», subraya Ione Idigoras.

Con el comisario llegó una carta a la que los deportados tuvieron acceso. «Le dijeron que iban a trasladar la inmunidad diplomática a una villa grande que había al lado, y que la casa iba a perder la protección, por lo que, automáticamente, la gente podría entrar, dejaría de ser el Vaticano», explica Juanjo. «Al final, la Iglesia le dejó vendido al nuncio, eso lo sabemos solo nosotros. Le vendieron porque le dijeron: o lo entregas o te quitamos la inmunidad», añade Ione.

«Una cosa es lo narrado y otra cosa lo vivido»

La situación llegó al límite. «Yo pensaba, aquí sacan al nuncio y a las monjas y dejan a la turba que entre», apunta 'Sali'. La hija de Koldo había nacido pocos meses antes: «Yo pensaba que no la conocería». «¿Es que quién pensaba que íbamos a salir? Ni dormíamos. Una cosa es lo narrado y otra lo vivido, los días tan hijoputas que pasamos allí. Nuestros hijos pensaban que no volvíamos», recuerda con amargura Ione. Cuando salía el nuncio le decían que volviera, que no se le ocurriese irse. «Ahora nos reímos, pero entonces...», añade Juanjo.

Algunos de los protagonistas del reportaje, en conversación con NAIZ. (Iñigo URIZ | FOKU)
Algunos de los protagonistas del reportaje, en conversación con NAIZ. (Iñigo URIZ | FOKU)

Laboa expuso la situación a Noriega y, finalmente, el 3 de enero, día en que vencía el ultimátum de los estadounidenses, convocó una misa. «Josetxo nos pidió por favor que fuésemos, que no era una misa ordinaria, que era una despedida. La de Noriega. Y la verdad es que fue muy bonita, emocionante», recuerda Ione. Después, a las 21.45, bajó las escalinatas vestido de general y se entregó.

«No estoy de acuerdo con lo que va a hacer, ha habido muchos muertos», cuenta 'Sali' que le dijo Gaitán a Noriega. Ione pone voz a la respuesta del general a punto de entregarse: «Ya ha habido demasiados muertos en la calle, no quiero que 17 más mueran por mí». Noriega pasó 20 años en cárceles estadounidenses antes de ser extraditado al Estado francés y luego a Panamá, donde siguió cumpliendo condena hasta su muerte, en 2017.

Una parte de esta historia concluye aquí, no sin que antes Ione insista: «Pon una cosa bien clara, la Iglesia fue la que vendió a Josetxo con una carta de la que somos testigos todos nosotros. O entregaba a Noriega o quitaban la inmunidad y nos liquidaban a todos. Eso no lo hemos dicho nunca hasta ahora, y hay que contar la historia como fue, porque ya no queda nadie de todo aquello. Solo nosotros y Gaitán».

En busca de una vía de escape

En efecto, la premonición se cumplió. Tras Noriega fueron abandonando la nunciatura los pocos refugiados que permanecían dentro, hasta que quedaron solo los deportados y Gaitán. En esas llegó Castells desde República Dominicana. «Cuando ya me iba a trasladar a Costa Rica para alquilar un coche e intentar entrar por la carretera, ese mismo día se entrega Noriega y se permite, para el día siguiente, el primer vuelo comercial. Y ahí fui, en un avión lleno de exiliados opositores a Noriega. Al aeropuerto ya le habían quitado el nombre de Omar Torrijos».

No era la primera vez que Castells pisaba Panamá. Llevaba años visitando a los deportados tanto en el país del istmo como en República Dominicana y Ecuador, entre otros, y conocía lo delicado de su situación. «El deportado se encontraba confinado por la vía de los hechos, totalmente indocumentado y sin un estatus, estado o situación jurídica reconocida», explica. Estaban en manos del país de confinamiento, en primer término, y de España, en segundo. «Siempre bajo la espada de Damocles de una posible entrega en cualquier momento».

Miguel Castells, a la izquierda, junto a los deportados y el entonces parlamentario de HB Iñaki Aldekoa, en Panamá, en 1987. (Miguel CASTELLS)
Miguel Castells, a la izquierda, junto a los deportados y el entonces parlamentario de HB Iñaki Aldekoa, en Panamá, en 1987. (Miguel CASTELLS)

El propio Aldana, uno de los protagonistas de esta historia, conocía bien el peligroso limbo de la deportación. Estando confinado en el Ecuador de León Febres-Cordero junto a Alfonso Etxegarai, fueron secuestrados y entregados a policías españoles que se trasladaron allí para torturarlos. Unos años antes, el mismo Estado francés que expulsó a Aldana había desestimado una petición de extradición de Madrid. «Los deportados no tenían cargos importantes que justificaran una situación así, era una vergüenza jurídica», añade Castells.

Con este contexto de fondo, había que buscar una solución para los deportados de Panamá. Todo era muy difícil y, al mismo tiempo, obvio. «Todos tenían interés en que se solucionase el tema», recuerda Castells. En primera instancia, España: «Si se hacía público que estos vascos estaban allá por un tema de compadreo entre Felipe González y Noriega, Felipe quedaba fatal. Pero es que la realidad era esa».

Era una labor más diplomática que abogacil. A través de un contacto vasco, Castells contactó con el que iba a ser ministro de Justicia en el Panamá de Guillermo Endara, apoyado por EEUU. Ellos tampoco querían saber nada de los deportados vascos. A través de él consiguió hablar con el Comando Sur y lograr, al menos, el permiso para entrar en la nunciatura y estar con los deportados.

«Nosotros dijimos que queríamos Cuba o Nicaragua», recuerda 'Sali'. Pero no era así de fácil. «Los países exigían la conformidad de España, pero España no quería que nada saliera a la luz pública», explica Castells, que también visitó en Panamá al embajador español, un hombre superado por los acontecimientos que bebía un whisky tras otro mientras señalaba los agujeros que las balas de los yanquis habían dejado en el techo. «No nos dejaban ir a Nicaragua o a Cuba, pero se abrió una posibilidad con Venezuela», remata Castells, que en ese punto dejó el caso en manos de un Laboa con mejores contactos tanto en Madrid como en Caracas.

Fotografía de los deportados a punto de partir a Venezuela. (Iñigo URIZ | FOKU)
Fotografía de los deportados a punto de partir a Venezuela. (Iñigo URIZ | FOKU)

Con todo, aún había flecos por resolver. Venezuela pedía que los deportados tuviesen un lugar al que llegar. «Yo tenía unos familiares allí», resolvió Koldo. Y España seguía sin querer participar en nada abiertamente. «Fue el propio Carlos Andrés Pérez, el presidente de Venezuela, el que mandó su avión particular», apunta 'Sali'. Y todavía estaban los marines rodeando la nunciatura. «Nos hicieron un salvoconducto y nos dijeron que iba a haber una salida, pero no nos fiábamos de los gringos», regresa Koldo. «Al final quedamos en que el nuncio nos llevase él mismo en el coche de la embajada», remata Juanjo.

Y así fue cómo el 10 de febrero de 1990, tras 50 días refugiados en la nunciatura vaticana, monseñor Josetxo Laboa dejó a los cuatro deportados vascos a los pies del avión del presidente venezolano, rumbo al país en el que, en la mayoría de casos, iban a estar otras dos largas décadas deportados. Se mudaron varias veces, pero en todas las casas en las que vivieron estuvieron colgadas de la pared las botas con las que Noriega entró en la nunciatura, obsequio de Gaitán a 'Sali'.