A los 13 años, mi hermana tuvo una amiga que era de Arrasate. En verano, solía ir con ella y su familia al campo y cuando volvía siempre nombraba a la «tía Rosa». La tía Rosa era pariente de su amiga y tenía un nieto de la misma edad de mi hermana. Se llamaba Pakito y un 30 de septiembre de 1984 murió en El Salvador, luchando con la guerrilla. Nueve años antes, el 27 de septiembre de 1975, el franquismo había fusilado a Txiki y Otaegi y a tres miembros del FRAP. Pakito Arriaran tenía entonces 20 años y un fuerte compromiso con la liberación de su pueblo. Cuatro décadas después de su muerte, ¿qué decir de él, del joven militante de ETA que sintió la revolución como un sueño y un deber? Recordarle significa reencontrarse con el tiempo que vivió, cuando se combatía al imperialismo capitalista con la esperanza de vencer. Leo las cartas que escribió Pakito desde Chalatenango y miro hacia Palestina, y compruebo que las imágenes de la resistencia que lucha siempre se parecen, tal vez porque la sombra del enemigo es la misma. «Esta guerra es dura −escribe−. El enemigo es cruel y tiene a su favor todos los materiales. Nosotros, el pueblo, la voluntad y mucho sacrificio». Y en unas líneas de otra carta dice: «Me gustaría hablarle a la amona». Y pienso en él y en aquella tía Rosa que nunca conocí.