Admito que todo podría llevar a pensar que yo ya no me acuerdo de Bargota. Que he olvidado cómo huele el cauce del Mariñanas cuando llueve, cómo se ve Ioar cuando la niebla se pega al valle o qué tono exacto del amarillo hace cantar más a la chicharra. Pero no hay un solo día que no piense en ello. Ni uno solo que alguna de esas cosas no reviva en mí. Porque uno siempre pertenece a donde fue niño o a donde fue feliz, que con fortuna es lo mismo.Si no voy al pueblo no es porque no esté orgulloso de él. No es porque me sienta mejor que él. No es que no tenga añoranza, y curiosidad, de él y de mí. Es, en parte, por lo contrario. Porque me da miedo que él no se sienta orgulloso. Temo que mi pasado no sepa verme con la indulgencia con la que creo que me observa mi presente. Y eso que yo creo que no desagradaría demasiado a la persona que dejé allá. No al menos del todo. Pero tendría tantas cosas que contarle que no sabría por dónde empezar. Quisiera comenzar por el final y decirle que las cosas irán bien. Que tiene razón cuando piensa que no hay nada que temer. Que está bien soñar, que está bien amar sin condiciones, que está bien probarlo y que en realidad es perfecto todo tal y como es. Que las cosas se pondrán aún mejor. Y luego, claro, tendría que explicarle todo lo demás. Lo desagradable, lo cínico, lo hipócrita. Mis vicios, mis traiciones. Por qué estoy tan gordo, por qué casi se me ha olvidado todo lo que le juré. Cuándo comprendí que la mayoría de las cosas que le juré no tenían sentido. Me da pereza tener que contar la historia cuando aún no ha acabado y me da pereza tener que responder preguntas difíciles. Y es por eso, justo por eso, por lo que todo lo que hago lleva a pensar que me he olvidado de Bargota, aunque sea mentira. Pero el lunes pasado se murió Robe, el de Extremoduro, y sentí un estruendo detrás de mí. Mi yo de 16 años me llamaba y me pedía explicaciones. Pues aquí las tienes, capullo. Espero que te hayas divertido molestando a un viejo.