El cuerpo de las mujeres ha sido desde la noche de los tiempos un espacio de revelaciones. Ayer era Tomás de Aquino definiéndonos como «algo imperfecto y ocasional» (“femina est aliquid deficiens et occasionatum”).
Hoy es la controversia en torno a la definición de “consentimiento” incluida en el anteproyecto de la Ley de Libertad sexual. La Ley y la RAE han pretendido volatizar la cultura de la violación, o naturalizarla. Estupro; virgo vitiata; deber conyugal; acceso carnal con engaño; coito con soltera núbil o con viuda, logrado sin su libre consentimiento.
Todas versiones soft de la agresión sexual. «Una joven prudente tiene pocos motivos para temer las artes de un libertino», escribía una ensoñadora Jane West a finales del XVIII. El mismo argumento de defensa de Dominique Strauss-Kahn, apelando a la french seduction.
Consentimiento no es certeza matemática, señorías. Anestesia emocional y física no significa aquiescencia. Del silencio y la inacción no se infiere consentimiento sobreentendido. No se cede voluntariamente el derecho a hacer de nosotras algo disponible para ser usado sexualmente.
Wollstonecraft lo llamó «cruel acto de abnegación», en “María o Los agravios de la mujer”.
En un régimen patriarcal, ¿qué podemos negociar nosotras cuando el deseo no es rey?