Jamás estuve deprimido, ni he padecido ansiedad. Lo mío es la angustia vital y la rabia por cómo nos ha hecho este mundo, a imagen y semejanza de todo aquello que aborrecemos. Hemos tratado de educarnos y de educar a nuestras criaturas en libertad y responsabilidad. Hemos tratado de parar las guerras, la pobreza y la explotación. Hemos luchado por lo colectivo frente al individualismo. Hemos renunciado al ánimo de lucro. Hemos tratado de destruir el poder desde dentro y desde fuera de nosotras mismas. Hemos mantenido firme la convicción y la acción por edificar sociedades donde quepa todo el mundo y la vida de todas las personas valga lo mismo.
Y ahora, al pasar las décadas nos escupe el pasado, nos explota el presente, y por lo que se refiere a lo que sucederá, el único consuelo que tenemos es no tener miedo a lo que ahora ha estallado. De temer algo, habríamos de temer a la barbarie que queda por llegar.
Nos tratan de encerrar en la obligación de elegir entre dos opciones. Una, ser como ellos, vegetando en el estrés, en el deseo de venganza, en el odio al otro, en la confrontación, en la vorágine de la ambición. La otra, convertirnos en autistas sociales permaneciendo a espaldas del mundo y de las desgracias ajenas, en la más absoluta de las soledades hasta que dejemos de respirar.
Pero para su desgracia, lo que hacemos es aferrarnos a nuestras convicciones, apretar los dientes, existir en la dureza de saber que han convertido la vida en sucia violencia. Existir en la dureza de saber que a pesar de que cada vez son menos los sitios y momentos para habitar en armonía con nosotras mismas y los demás seres, seguiremos buscando los lugares y formas de vida que aún quedan, y si desaparecen, construiremos de nuevo el mundo con la memoria de las incalculables víctimas de los genocidios perpetrados por sus guerras imperialistas, con la savia y las cenizas de la tierra quemada y los escombros de la desolación. Así se reconstruyeron los pueblos en todas las posguerras, tras las catástrofes, y así seguiremos haciéndolo.