Solo perdemos a aquellos, o aquello, a lo que renunciamos. El mercado, las instituciones y la mentalidad imperante van renunciando a demasiadas cosas, lo cual nos impide recomponernos y recomponer el mundo. En el reciente libro titulado "Contar el abandono. Paisajes de un mundo en ruinas", editado por Bellaterra, se recogen algunas de esas políticas que vertebran el abandono, a las que podemos sumar muchas otras: desertificación, extinción de especies y culturas, poblaciones migradas que malviven en la indigencia, vidas olvidadas que sobreviven en la calle sin hogar, neoesclavismo laboral, barrios degradados, violencia descontrolada, ancianos, drogodependientes, enfermos mentales y menores encerrados cuando no abandonados a su suerte, millones de personas aniquiladas, desplazadas o malviviendo en medio de guerras y posguerras. Estas, y otras situaciones endémicas, son la crónica de esas políticas del abandono, de la renuncia a garantizar derechos humanos básicos, de la desprotección frente al mercantilismo salvaje y, como no, de la complicidad de los estados en la reproducción del desorden social instituido.
Pero, quizás, lo que en mayor medida contribuye a producir, reproducir y legitimar los abandonos es el acostumbrarnos a ellos. El hecho de aceptarlos con resignación como inevitables. Y esto lo consiguen no tanto invisibilizándolos, sino mediante su espectacularización. Es decir, no ocultándolos, sino reinterpretándolos ante nuestros ojos, mostrándolos como las consecuencias necesarias para que funcionen nuestras sociedades ricas con seguridad y libertad, para garantizar nuestro bienestar social frente a los riesgos que supuestamente nos amenazan. Ante este discurso dominante, nos quedamos paralizados y practicamos el más terrible de los abandonos, cual es dejar en manos de los abandonadores la gestión de nuestras vidas y de los efectos catastróficos que tienen sus políticas para la gran mayoría de la humanidad. No nos olvidemos, ellos llaman civilización a la barbarie y progreso a la destrucción.