En las postrimerías de la pomposa inauguración de la catedral de Notre Dame cinco años después del incendio que devastó sus agujas, Donald Trump reconoció a Emmanuel Macron que “el mundo parece haberse vuelto un poco loco”, así, como si el devenir geopolítico del planeta fuera como el acontecer del tiempo, como si la actualidad tormentosa fuera producto de fenómenos meteorológicos, fíjese usted cómo llueven bombas en Ucrania, o vaya cómo sopla la revuelta armada en Siria. El mundo parece haberse vuelto un poco loco hace mucho tiempo, pero en esta locura mundial tiene muchos patriarcas, entre ellos el propio Trump y los que le precedieron en los designios de los Estados Unidos con la complicidad de monaguillos como este Macron, jefe de Estado de la impostura, un fake de sí mismo que ante su incapacidad para enderezar el gobierno de su propio país prefiere dejarse fotografiar como presunto valedor de gobiernos ajenos, en un ejercicio vano que lo que busca es ganar tiempo para no tener que quedar enmarcado en la Historia moderna de Francia como el primer presidente obligado a dimitir de sus funciones, ésas que ya ni él mismo sabe cuáles son, hasta el punto de que ayer, en primera fila de la nave central, parecía tener ganas de oficiar él mismo la misa sólo para darnos de nuevo lo que más le gusta: una locura de sermón.