Esta guerra de los «malos contra los buenos», ¿o de los «buenos contra los malos»?, está provocando tal inversión de papeles analíticos que provocaría una sonrisa irónica si no estuviéramos ante un drama insoportable.
Acostumbrados como estaban muchos medios occidentales a cubrir las guerras desde el lado del agresor (los bombardeos sobre Bagdad eran televisados como si fueran fuegos artificiales en la Concha), hete ahí que los corresponsales de este lado del ¿nuevo? Telón de Acero narran, y sufren, los ataques de los invasores sobre las ciudades ucranianas.
Los que se sitúan en el otro lado, por razones pre-ideológicas, geopolíticas o erróneamente nostálgicas, critican que, como es el caso de nuestros colaboradores freelance, no cubren a su vez la guerra desde el Donbass o como empotrados del Ejército invasor ruso.
Pablo González lo hizo, desde uno y otro frente, en los primeros años de la olvidada guerra en los enclaves pro-rusos del este de Ucrania. Y por ello, entre otras cosas, está prisionero en una cárcel polaca. Pero mucho me temo que, tal y como se las gasta el cerrojo informativo del Kremlin, ni hasta el propio Pavel, «espía ruso» –entrecomíllese la ironía–, habría podido hacerlo. Qué decir de otros colaboradores sin ese «pedigrí» que tan falsamente le han atribuido a Pablo la policía polaca y el servicio secreto ucraniano.
Ocurre otro tanto con los crímenes de guerra –expresión que, por cierto, no deja de ser un pleonasmo, porque toda guerra es un crimen–. Sin olvidar, por precaución, que la guerra en Ucrania tiene su frente de batalla de la (des)información, caben pocas dudas de que uno y otro bando han cometido y están perpetrando excesos.
Pero, puestos a comparar –esa excusa auto-complaciente tan manida a derecha y a izquierda–, sorprende que los mismos análisis que no se despeinaban al ver cómo, por ejemplo, marines y mercenarios estadounidenses eran linchados en Falujah (Irak) por grupos de resistencia que fueron el germen ni más ni menos que de Al Qaeda, y luego del ISIS, o morían a manos de los «simpáticos» talibanes, denuncian, ahora, eso sí con toda la razón, que soldados y milicianos ucranianos, entre otras salvajadas, disparan a las piernas a varios prisioneros rusos en nombre de la resistencia a la invasión de sus ciudades y pueblos.
Pero resulta que la ONG estadounidense HRW ha denunciado que, si se confirma la autenticidad de ese y otros vídeos aún más salvajes, estaríamos ante un crimen de guerra. Mientras no hay hoy una ONG rusa no prohibida por el Kremlin (recuerden Memorial) que pueda investigar la veintena de cadáveres vestidos con ropa civil, algunos maniatados y con disparos en la cabeza, en la localidad ucraniana de Bucha, recién abandonada por el Ejército ruso en su repliegue de los alrededores de Kiev, y donde se han encontrado cientos de muertos, en fosas comunes o bajo los escombros de sus casas.
La suspensión de conciertos de intérpretes y autores rusos en Europa Occidental ha sido denunciada como «rusofobia», y con razón, hasta por sectores que –paradojas– defienden ese tipo de boicots en otros escenarios, donde sin duda los considerarán más legítimos.
El Kremlin acaba de prohibir un concierto en el Teatro Académico de Ópera y Ballet de Novosibirsk de la soprano rusa y afincada en Austria Anna Netrebko por condenar la agresión militar contra Ucrania. ¿Rusofobia desde el Kremlin? ¿O es que Netrebko y los miles de manifestantes detenidos por salir a la calle contra la guerra no son rusos?
El trastorno bipolar maniqueo de unos y otros, capaz de justificar lo que siempre han denunciado y de denunciar lo que antes saludaron, nunca servirá para siquiera intentar explicar el drama que vuelve a asolar a Europa. Y esto no es equidistancia. Es el único homenaje que podemos hacer desde aquí a las víctimas.
