Igor Fernández
Psicólogo

Horizontalidad

Hemos escuchado este término tratando de describir las relaciones que se desarrollan ‘de igual a igual’, esas en las que ambas partes se sienten semejantes, y en las que ninguna tienen una posición de poder sobre la otra. Las diferencias entre individuos en una relación pueden ser vistas de distintas maneras. Por ejemplo, podemos describir nuestras diferencias cuantitativamente, para ubicarlas en un marco de supuesta ‘normalidad’ (‘yo soy más introvertido que tú’, ‘haces tú mejor las maletas que yo’…); verlas así –y suponer que hay realmente una vara objetiva de medir tales cosas– implica una cierta comparación hecha por uno u otro, lo que genera ya una distancia de inicio. Si la comparación se vuelve algo más rígida, esta puede conllevar un grado de crítica si además a esos comentarios se les añade un expectativa –explicitada o no–; algo así como ‘yo soy más introvertido que tú… Así que haz tú siempre los trámites telefónicos’.

Esta manera de mirar y mirarse puede cristalizarse, si no hay un grado de relativización o de contextualización, en una categorización en la que, ya no soy yo más esto o lo otro que tú, o viceversa, sino que yo me convierto ‘en el que es –el introvertido–’ o tú en la que es –la ordenada–’. En otras palabras, el gradiente continuo de más-menos se convierte en una alternativa discreta de sí-no.

La diferencia fundamental es que, en tanto nos describimos y describimos con características que tienen un grado, hay cambio posible, en función de las circunstancias, las épocas, o los momentos particulares de cada cual. En cambio, si nos describimos en función de ese ‘sí o no’, no hay mucho cambio posible, las posibilidades de que alguien deje de ser lo que es o sea algo que no es, son mucho más limitadas. Por tanto, las relaciones también evolucionan en consecuencia: una relación en la que el ajuste es en función de un grado cambiante en uno y otro en ciertas características, la cual tiene un potencialidad de adaptación mayor; o una relación en la que somos de una manera o no lo somos, y el ajuste es más limitado.

La posibilidad de cambiar personalmente y la oportunidad que damos al otro de cambiar, está íntimamente ligada a la horizontalidad. En el momento en el que adscribimos una característica a una persona y la ‘cerramos’ como un rasgo definitorio de esta, ya nos colocamos en una posición de una horizontalidad cuestionable. Para empezar, definiendo esa realidad del otro en ‘mis términos’, arrogándonos la capacidad y el derecho de definir al otro en función de nuestra percepción, nuestra experiencia… En definitiva, de nuestra subjetividad. Sin darnos cuenta, cuando al otro le arrebatamos dialécticamente la posibilidad de ser diferente a cómo es, si cambian las circunstancias, estamos ejerciendo una posición jerárquica sobre él o ella, ya que yo soy quien observa y define; y el otro, quien es observado y definido. Y es que, probablemente esto sea inevitable al mirar al mundo, tener nuestras propias consideraciones sobre el mismo, el otro, o las culturas de las que provenimos, mirarlo con nuestro prisma.

Pero cuando dinamitamos esta horizontalidad, o el respeto consiguiente, es cuando no somos capaces de añadir al final de cada frase algo así como: ‘…o puede que sea de otra manera’, ‘voy a averiguar más sobre por qué las cosas son así para él o ella’, ‘puede que me equivoque’, etc. Y esto no quiere decir que estas curiosidades o preguntas abiertas que uno pudiera añadir, justifiquen lo que no queremos, lo que no aprobamos, por el hecho de querer saber más de lo que es diferente a mí. En una relación, puedo entender lo que el otro vive y no quererlo junto a mí, pero entonces igual soy yo quien se va, quien asume las responsabilidad; en lugar de pedirle al otro que se vaya o ponerle a él o ella la responsabilidad de lo que uno siente o piensa. La horizontalidad implica responsabilizarse del mundo interno de cada cual.