No existe prueba más concluyente para demostrar el reconocimiento popular conquistado por una banda que escuchar sus canciones en boca del más variopinto público, una audiencia transversal que no hace distingo en cuanto a edad, procedencia o sobre todo bagaje musical. Extremoduro ha supuesto en las últimas décadas uno de los ejemplos más explícitos de dicha capacidad, con el mérito añadido de significar una propuesta no precisamente, a priori, amable ni fácil de paladear por el gusto mayoritario.
Una laureada trayectoria que parece haber llegado a su final definitivo; justo lo contrario que ha sucedido con la de su carismático y controvertido líder indiscutible, Robe Iniesta, quien sigue ejerciendo su anárquico vuelo rasante por las listas del éxito.
Si hiciésemos únicamente caso a la nomenclatura con la que viene firmando el extremeño sus últimos cuatro discos, contando el actual, es decir, rubricados por su propio nombre, erraríamos al concluir que nos encontramos ante una empresa personalista abastecida de diferentes aliados en función de la vereda escogida, porque esa biografía creativa particular emprendida hace más de una década ha sido respaldada por una banda estable.
Un detalle en absoluto insignificante, no es casualidad de hecho que en la sección de créditos se hable de ‘Los Robe’, sino la prueba de que esta andadura está planteada, pese a su anárquica naturaleza, sobre unos términos estructurales identificativos que escenifican una ruptura con la clásica alineación roquera, a la que se adscriben instrumentos como teclados, clarinete y, sobre todo, un vehicular violín.
Esta andadura en solitario está planteada, pese a su anárquica naturaleza, sobre unos términos estructurales identificativos que escenifican una ruptura con la clásica alineación roquera
Un novedoso itinerario ligado a eternas características indisolubles al compositor pero iluminado bajo sus propias leyes. Unas normas que, pese a ser sometidas a una transgresión merecida cuando la situación lo requiere, adquieren el suficiente peso como para dejar marcada su huella.
Luces contra sombras
Recogiendo el impulso eléctrico que vertió en ‘Mayéutica’, heredero de aquel canto de cisne de su finiquitada banda titulado ‘La ley innata’, su actual trabajo, aunque carezca del férreo hilo conceptual de su predecesor, contiene en sus entrañas un común denominador sobre todo aplicable a su textos, teñidos de un lamento vital en conflicto con la inasequible capacidad humana para perseguir la felicidad haciéndose paso entre continuos tropezones.
Un choque de fuerzas trasladado también a la esfera musical y dirimido en un paisaje simbólico trazado por un cariz lírico al que son invitados con menos asiduidad aquellos exabruptos verbales pasados. Una gracilidad que también asume su propia forma interpretativa, que dotada del siempre reconocible deje vocal poseído por su cantante, ha procedido a ahuyentar su manifestación más empedrada y cruda.
La impenitente melancolía que identifica a este nuevo repertorio viene alimentada por esa virtud o condena (cada cuál juzgará) que impide al individuo aprender de sus experiencias fallidas cuando son sus ilusiones lo que está en juego. Una dualidad que, puede que presa de una particular sugestión metafórica, parece esconderse también en la imagen de una portada que dirime su propia batalla entre el viaje errático y descorazonador que refleja el cuadro de ‘La balsa de la Medusa’, de Géricault, y esa esperanza capaz de erguirse entre cadáveres transmitida por ‘La Libertad guiando al pueblo’.
De lo que no hay duda, lejos de teorías imaginativas, es que esa refriega entre ánimos antagónicos, en busca de imponerse, deja a su paso unas composiciones radicalmente irredentas a la hora de definirse bajo un tono musical exclusivo, acogiendo en su extensión –alejada de cualquier restricción impulsado por el canon ‘pop’– todo un intercambio de sensibilidades y modulaciones.
Mil canciones en una
Quizás ese recitar canallesco, más pícaro que malvado, con que se inicia el disco por medio de la pieza ‘El hombre pájaro’, nos conduzca a resonancias –y no serán las únicas, por supuesto– registradas por Extremoduro, lo que no es impedimento para que la portentosa aparición de la banda, iluminada de teclas y cuerdas, empuje su condición hasta alcanzar una sobrecogedora épica.
Versatilidad instrumental que propicia, previo envite descarnado, dejar el paso más abierto a un pellizco flamenco que se adhiere a ‘Viajando por el interior’, conformando un escenario en el que podríamos imaginar a Lole y Manuel al son de amplificadores a gran volumen.
Electricidad que igual servirá en ‘Nada que perder’ de sostén para un dibujo melódico muy pegadizo como de galvanizador de una soleada intensidad en el dinámico rock clásico de ‘Adiós, cielo azul, llegó la tormenta’. Dos explícitos ejemplos de cómo se pueden agazapar entre dibujos armónicos complacientes esos cataclismos cotidianos empeñados en combatir todo intento por renacer a través de la ilusión.
Su actual trabajo contiene un común denominador sobre todo aplicable a su textos, teñidos de un lamento vital en conflicto con la inasequible capacidad humana para perseguir la felicidad
La continua encomendación en busca de una salvación capaz de redimir pecados pasados, presentes y probablemente futuros que en realidad es este álbum, solo señalará hacia un salvavidas efectivo en ‘El poder del arte’. Son esos diminutos habitantes que moran entre pequeños estuches o fundas de vinilo, y que se conocen bajo el nombre de canciones, el único salvoconducto que parece reconocer el autor a la hora de regatear la angustia universal siempre acechante. Un ensalce que lo certifica, para darle más solera, con un sorprendente tema en el que su condición bucólica acaba montada en unas bases rítmicas de acento funk.
Una némesis a esa hilo de esperanza expresado, paradójicamente, o quizás no tanto, en una arrebatadora ‘Ininteligible’, donde, difuminando paraíso e infierno, decora el ‘quejío’ ancestral con tachuelas punk, el mismo modelo que viste ‘Esto no está pasando’, esta vez atravesado por el trote de cortantes riffs, junto a estribillos fácilmente imaginables siendo coreados por las masas, que recuperan su verbo más testosterónico para rubricar otra nueva sentencia a la sociedad.
Resulta cuanto menos curioso que ‘Se nos lleva el aire’ (El Dromedario Records, 2023) se cierre, y por lo tanto deje su última simiente en el oído del oyente, con uno de los temas más cercanos, en forma y fondo, a la idiosincrasia que enarboló Extremoduro.
Una decisión que realiza su particular vuelta de tuerca al demostrar que, incluso alrededor de esos ademanes, estamos frente a un Robe muy diferente, repleto de su siempre carismático existencialismo pero transformado en un músico más polivalente, de mayor recorrido, capaz de representar arengas entre el barro eléctrico como de sobrevolar entre idílicos imaginarios sonoros.
Y en ese ensanchamiento artístico este álbum cumple la misión de encumbrarlo en todos los frentes posibles, luciendo un excelente manejo de fuerzas opuestas para dejar al descubierto que probablemente la única forma posible de vivir atendiendo a nuestro corazón es ‘muriendo’ tantas veces como sea necesario.