Exhumaciones tempranas, un desafío frontal al franquismo en Nafarroa
Pueblos enteros de la Ribera y la Zona Media se movilizaron entre 1960 y 1980 para recuperar los cuerpos de sus familiares, algunos de forma clandestina, y acabar con décadas de impunidad.
Lo sabían. Desde Peralta a Martzilla, pasando por Andosilla y Urzante. Y, por supuesto, en Sartaguda, donde el franquismo descargó un aguacero de muerte al comienzo de la Guerra del 36. Hay cosas que se quedaron grabadas: las matanzas, el hambre, las detenciones en medio de la noche, las desapariciones de personas en la puerta de su casa, el expolio de propiedades, las aniquilaciones metódicas, las violaciones a las mujeres del enemigo. Y también los lugares donde los franquistas sepultaban a sus víctimas en un contexto de exterminio institucionalizado. La ubicación de muchas fosas era un secreto público en toda la Ribera de Nafarroa. ¿Cómo convivir con esa memoria ensangrentada? Esa es la gran pregunta que recorrió la comarca de un extremo a otro. Los más valientes se las ingeniaron para organizar cónclaves clandestinos en plena dictadura donde honrar a sus muertos. Marcaban con pequeñas cruces los túmulos donde yacían sus familiares y dejaban flores al borde del camino. «Respeten este lugar. Es un cementerio del 36», rezaba el cartel que el párroco de Monreal colgó un día junto a una fosa anónima. Aquel mensaje causó una conmoción. Fue como izar la bandera roja en lo alto de la iglesia de la Natividad y anunciar a los colaboradores del régimen que las víctimas estaban perdiendo el miedo. Muchos curas como el de Monreal impulsaron iniciativas parecidas al final del franquismo en muchas localidades de la Ribera y la Zona Media de Nafarroa.
El de Andosilla, por ejemplo, aprovechó el homenaje popular tributado a las víctimas de la dictadura para impartir una homilía memorable. «No nos pidáis imposibles. ¿Quién es capaz de olvidar a sus seres queridos? ¿Quién puede dejar de recordar a su hija, a su padre, a su hermano?». Lo dejó escrito Vicente Ilzarbe, uno de los sacerdotes más implicados en las exhumaciones de Nafarroa durante aquellos años. A Ilzarbe, que acudía donde solicitaban su ayuda a bordo de un triciclo motorizado, intentó matarle la extrema derecha en Cintruénigo durante la transición, como advertencia para otros religiosos que animaban a las familias a agrandar las grietas que empezaban a abrirse en el estado de impunidad franquista. Muchos vecinos comenzaron a acudir en masa a esos lugares de humillación y tristeza dispuestos a exhumar a quienes los enterradores y ejecutores «sepultaron como animales» 40 años antes. Querían recuperar aquellos cuerpos para reinhumarlos de nuevo de una forma digna. Sucedió a partir de 1975 en Andosilla, en Peralta, Alesbes, Martzilla y en otros pueblos de la Ribera.
«No hay duda de que fueron los pioneros en la recuperación de personas asesinadas por el franquismo. Podríamos decir que representan la memoria de la memoria. Sobre todo porque con las exhumaciones que realizaron entre 1975 y 1983 se convirtieron en referentes de la investigación contemporánea que llegó a partir del año 2000. Y lo hicieron en medio del silencio general, sin visibilidad en los medios de comunicación que se apartaron de cualquier cuestionamiento del relato histórico franquista que empapó la transición. Algunos las denominan ‘exhumaciones tempranas’. Yo prefiero hablar de ‘exhumaciones de la transición’, porque hubo otras que se produjeron en plena dictadura», explica Zoé de Kerangat, historiadora de 35 años nacida en Toulouse y autora del libro “Remover cielo y tierra: Las exhumaciones de víctimas del franquismo en los años 70 y 80”, una investigación superlativa sobre la muerte y el olvido que el fascismo sociológico trató de perpetuar al final del régimen. De Kerangat cuenta en su estudio historias tremendas. Por ejemplo, las excavaciones que los vecinos de muchos pueblos navarros y del resto del Estado español llegaron a realizar con sus aperos de labranza, algunos con sus propias manos, hasta sacar montoneras de huesos que luego apilaban arbitrariamente en ataúdes. O la de un chaval enterrado de forma furtiva al final de la guerra con un par de zapatos. La hermana que va al lugar de la exhumación y recoge en silencio su ínfima pertenencia sin articular palabra. El coste emocional que tuvo desmontar todo aquel decorado de sombras tenebrosas en Nafarroa fue descomunal.
EL DOLOR, ALGO INTRANSFERIBLE
Julio Sesma fue uno de los niños de Sartaguda que luchó por la libertad desde que salió del paraíso cálido del vientre de su madre Demetria, viuda de la gran fosa común sartagudesa. Ella fue quien sacó a la familia adelante en un realismo duro de blanco y negro: trabajando de sol a sol para alimentar a sus tres hijos y a los cuatro que dejaron su cuñado y su hermano muertos en manos de soldados fascistas. El niño Sesma tiene hoy 88 años y es uno de los grandes impulsores de la recuperación de la memoria histórica en Nafarroa. «El dolor», murmura Julio como en un monólogo, «es algo intransferible. Uno se lo guarda y aprende a vivir con él, ¿sabes? Mi madre nunca hablaba de lo que le hicieron a mi padre. Por miedo o por lo que sea, no hablaba». Una vez, siendo un crío, la vio llorar desconsoladamente durante las fiestas de la Virgen del Rosario. «Le pregunté por qué estaba tan disgustada y, ¿sabes lo que dijo? Que ese día era el aniversario del asesinato de dos hermanos suyos y de un cuñado que se los llevaron al Tercio de Sanjurjo -una unidad militar republicana que fue obligada a luchar por el bando franquista en el frente aragonés pero a los que terminaron fusilando-. Yo me he dicho muchas veces, ¿de qué material estaban hechas aquellas mujeres?». Silencio.
Llegó un día en que los vecinos de Sartaguda dejaron de estar asustados y comenzaron a preguntar por el destino de sus hijos. Anhelaban cualquier información que les condujera a la verdad. Y vencieron al fantasma del miedo. «A mi padre se lo llevaron preso en agosto del 36. Yo tenía cuatro meses. El 4 de septiembre le subieron a un camión hacia La Rioja y nunca más volvimos a verle». Silencio. En 1978, Julio Sesma y un grupo de vecinos comenzaron la tenaz reconstrucción de los hechos acaecidos aquel aciago septiembre del 36. Incansables, rastrearon la geografía de la memoria que todo sartagudés aprende desde niño. Un mapa de la barbarie que aquí discurre entre dos líneas, dos elipses que condensan un dominó trágico entre los descampados de Lodosa y la muga con La Rioja por la vega del río Ebro. «No fue tarea fácil encontrar las fosas porque nadie se brindó, ni anónimamente, a darnos una pista. Ahora bajo con la nieta a dar una vuelta por el campo, veo las fincas abandonadas, de buena tierra, buen riego, buenos caminos, y digo, ‘¡la sangre que costó esto! Si aquellos hombres levantaran la cabeza, joder’», rememora. En diciembre del 78, armados con picos y palas, recuperaron el primero de los cuerpos en el pueblo riojano de Ausejo. Luego, el segundo, el tercero y así sucesivamente hasta 83 en nueve ubicaciones diferentes, entre ellos su padre. Para Julio aquello supuso un acto memorable de reconstrucción emocional. El viaje que tuvo que recorrer fue tan largo, tan horrible, tan cargado de sufrimiento, que casi 50 años después no puede pensar en ello sin sentir ganas de llorar. «Aún tengo la imagen de mi madre cuando le traje los restos. Creo que fue el mejor obsequio que le pude hacer en toda su vida. Me abrazó. Fue un momento que nunca olvidaré», sentencia. «Todos nos sentimos aliviados», concluye. En septiembre de 2018, el Gobierno de Nafarroa rindió el primer homenaje oficial a los fallecidos de Sartaguda en el espléndido Parque de la Memoria que han construido. Un mes después, organizaron otra ofrenda política a los aproximadamente 200 navarros que fueron obligados a integrar el Tercio de Sanjurjo y que están enterrados en el cementerio de Torrero en Zaragoza.
«Las fosas comunes forman parte de la política represiva del régimen, ya que fue un abandono despectivo e intencional de las víctimas republicanas fusiladas. Y aunque es cierto que muchas están localizadas dentro de los cementerios, forman un espacio aparte porque funcionaban como instrumentos de terror permanente que cortocircuitaba el control familiar, social, político y simbólico de los muertos y los duelos», apunta la historiadora francesa. Hay muchas historias terribles. Como la que se vivió en los años 60 en Urzante, cuando los familiares de Leonardo Enciso, un campesino caído en manos de pistoleros falangistas en 1936, organizaron un operativo local para recuperar su cuerpo. Lo desenterraron de noche, ocultos en el telón silencioso de la clandestinidad, y lo reinhumaron de día en la tumba de Ablitas donde yacía su esposa. Esta historia no se descubrió hasta 2011 y fue de casualidad. Al abrir la fosa de Urzante, técnicos de Aranzadi encontraron huesos sueltos junto a un esqueleto entero en un lecho que había sido intervenido y desocupado con anterioridad. Durante décadas, los familiares de Enciso lo mantuvieron en secreto hasta que al fin pudieron narrar la verdad, grabar su nombre en la losa de granito, su lugar de nacimiento y la triste manera que tuvo de morir. La vida fue ingrata para los que decidieron no coger el tren del franquismo. «Hubo una toma de conciencia sobre la desarticulación social causada por los franquistas en estas zonas rurales. Y la primera forma que tuvieron las familias de mostrarlo fue formando redes de ayuda a las exhumaciones tempranas entre distintos pueblos y la creación de una comunidad de víctimas que no solo comprendía a los muertos», apunta De Kerangat. En la Ribera de Nafarroa fue algo notorio.
RECUPERARLOS CON NOMBRE
Josefina Campos es un torbellino, una maratón de testimonios a toda velocidad desde la primera palabra hasta la última, a la que todos respetan por el absoluto compromiso que ha mostrado con la memoria de la guerra. Y no solamente movilizando a los vecinos de su pueblo, Peralta, en la búsqueda de desaparecidos, sino por el planteamiento de vida que muestra, una actitud de implacable vigilancia de la justicia histórica. Su padre fue el modelo y sin su ejemplo quizá no hubiese llegado a lo que era. A sus 82 años es autora de “Los fusilados de Peralta, la vuelta a casa. Operación Retorno”, un relato indispensable para conocer cómo se las arreglaron en el pueblo entre 1978 y 1979 para recuperar los cuerpos de los fusilados en la Guerra del 36. «Todo comenzó al leer en el periódico que en Marcilla estaban organizando un homenaje. Según me enteré, un familiar le preguntó al párroco Javier Vesperinas el día de Todos los Santos de 1977 cuándo habría un funeral para los represaliados por el franquismo. Vesperinas se reunió con las familias y en secreto exhumaron restos y prepararon el funeral», recuerda esta enérgica mujer que ha protagonizado lo mejor del movimiento memorialístico de toda Euskal Herria. Sobrina de fusilado, algo que engrandece más su nivel de implicación con la causa, escribió su libro con un martillo en la mano, dura y descarnada, que ha tenido el efecto de una bengala luminosa sobre el pasado de la Ribera navarra. «Lo que me empujó a comprometerme tanto y a escribir el libro es que se supiera la verdad de aquellos hombres. Yo es que lo he sabido toda mi vida. Desde pequeña, porque hablaban delante de mí de esas cosas. A mi casa venía mucha gente, de izquierda y algunos también de derecha, a ver a mi padre y charlar con él. Pero claro, con los de izquierda o con aquellos que les habían matado a alguien, pues hablaban de cosas más secretas y a mí esto se me fue quedando. Y ojo, porque a mis ocho años me llevaron a un colegio de Iruñea que era de falange como Santa María la Real, donde todos los días nos hacían cantar el ‘Cara al sol’», explica Josefina.
La Guerra del 36 y la represión posterior trajeron ejecuciones, fosas y las primeras exhumaciones carentes de rigor científico. Así relata Josefina el proceso de identificación que siguieron: «Todos conocíamos algún detalle de cada uno de nuestros familiares enterrados. Uno, pues porque tenía una pierna mal, otro porque era paralítico. Hubo un chico listísimo al que bajaban a la plaza para que leyera el periódico en voz alta. Bueno, pues un día lo mataron porque, dijeron, que estaba impartiendo la versión del comunismo. Así funcionaba la cosa. A mi tío le reconocimos porque le faltaba un colmillo. Cuando exhumamos la fosa, sacamos una cabeza que era un poco larga a la que le faltaba un colmillo. Y era él. No tuvimos dudas. Te puedes imaginar la emoción que sentimos mi madre, mi tía y yo. Tenemos una fotografía señalándole», indica.
Todo esto se mantuvo hasta el año 2000 cuando las pruebas de ADN empezaron a practicarse de manera general y se convirtieron en la prueba decisiva para desentrañar la verdad. Sabían quién mató a sus familiares y cómo lo hicieron, pero faltaba determinar la identidad de los restos. Si no lo lograban, daba igual. Les hacían un entierro igual y rezaban por ellos. «Soy republicana y de izquierda pero creo en Dios por encima de todo. Él nos mandó unos mandamientos, que lo primero que dicen es no hacer todo lo que ellos nos hicieron», comenta Josefina Campos a veces animadamente, otras con melancolía, pero siempre con completa seriedad y cargada de sentimiento. «Aquellas prácticas locales de exhumaciones de los 70 y 80 ilustran la necesidad que tenían los parientes de recuperar unos restos concretos, de tener un soporte material sobre el que llorar y reivindicar su memoria. En el fondo, daba un poco igual si acertaban o no. De hecho, se hicieron muchos sepelios entre 1975 y 1983 con ataúdes cargados con huesos y cráneos de varias personas. No hubo mediación forense, pero lo principal entonces era reincorporar los nombres de los desaparecidos a la historia», apunta Zoé de Kerangat. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica calcula que más de 100.000 civiles ejecutados por la represión franquista siguen desaparecidos en todo el Estado español. En Euskal Herria, quedan cientos. Las tinieblas se van disipando con el recuerdo de aquella hostilidad que no fue mortal. Fue mortífera.
«Aquí se sublevaron los propietarios de las tierras contra el pueblo comunero»
José Miguel Gastón director del Instituto Navarro de la Memoria
José Miguel Gastón es, además de gran conocedor de la historia del siglo XX en Nafarroa, profesor vocacional y director del Instituto de la Memoria, un organismo ejemplar a nivel del Estado español adscrito a la Dirección General de Memoria y Convivencia del Gobierno foral.
Localidades como Tafalla, Olite, Peralta, Andosilla, Funes, Falces, San Adrián o Azagra, son pueblos donde la semilla comunera germinó con mucha fuerza. Esta es una zona muy comunera. De hecho, aquí el sindicalismo de clase prácticamente no existió y los movimientos de protesta se centraron fundamentalmente en la recuperación de la tierra, del comunal, que fue privatizada en el siglo XIX y donde los corraliza, es decir, los burgueses y los grandes propietarios, se habían apropiado irregularmente de esos bienes comunales que para la mayor parte de la comunidad campesina eran el sustento vital.
Y muy intenso. Desde mi punto de vista, en esta zona de Nafarroa surge buena parte del germen que posteriormente desemboca en el golpe de Estado de 1936. Es decir, la tierra cobra aquí un especial protagonismo. Las reivindicaciones comuneras que luego se aplacan con la dictadura de Primo de Rivera, resurgen en el momento republicano a partir de lo que es la reforma agraria y sobre todo lo que es la recuperación de las corralizas. En el caso de Navarra es donde se vuelve a agitar el espacio social y ahí es donde se produce una intensificación de los conflictos en torno a la tierra que, en mi opinión, terminaron convirtiéndose en las raíces fundamentales de lo que es el levantamiento golpista del 36. Aquí, no solamente se levantaron los militares, sino que se sublevan también los burgueses propietarios de tierras.
Ha habido varias líneas de trabajo. Por ejemplo, la búsqueda de desaparecidos y su identificación con sucesivos convenios con Aranzadi. Fruto de ello hemos conseguido sacar de la tierra 155 cuerpos y hemos eliminado la simbología franquista.
Se han eliminado en torno a 435.440 símbolos de las calles, lo que ha permitido democratizar un poco el espacio público. Se han hecho varios homenajes a maestros y maestras, a los familiares que sacaron a sus represaliados en el 78, las exhumaciones tempranas. Se han hecho dos homenajes al exilio, hemos aprobado una ley de lugares de memoria, lo que nos ha permitido declarar alrededor de 25 lugares de memoria. Digo alrededor porque hay alguno que está todavía a la espera de ser declarado, pero donde ya hemos colocado información y documentación para que la gente que se acerque allí sepa que ese es un lugar de memoria. Los hemos señalizado en la carretera. En Peralta, por ejemplo. Creo que esto es un hito, porque Nafarroa es la única comunidad que tiene señalizaciones en sus carreteras indicando la ubicación de estos memoriales. Y luego tenemos un centro de documentación, Oroibidea (https://oroibidea.es/eu), donde hemos ido recogiendo los archivos personales de familiares y colectivos que sufrieron la represión franquista, que es la base del portal del Archivo Digital con datos de 23.000 víctimas del franquismo en Nafarroa.
Sí. Muchos de los programas que hemos puesto en marcha están destinados a las nuevas generaciones porque es uno de los elementos fundamentales. Trabajamos en un programa educativo llamado ‘Escuelas con Memoria’ que, con el esfuerzo de profesoras y profesores, reúne cada año entre 8.000 y 12.000 alumnos y alumnas. No olvidemos que para el alumnado de 14, 15 o 16 años, el pasado traumático del siglo XX les pilla muy lejos. Por eso se buscan elementos más próximos para analizar desde un punto de vista crítico lo que supuso la pérdida de libertades durante 40 años. Por suerte, todavía quedan testigos vivos para intentar rescatar razones que, desde el punto de vista ético y social, permitan a los estudiantes trabajar en la construcción de una sociedad totalmente diferente.