Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Doler no es sufrir

(Getty)

Afortunadamente, lo que nos viene mal suele dolernos. Afortunadamente, digo, porque eso nos avisa de un movimiento que necesitamos hacer para protegernos. El dolor es un mecanismo desagradable e indispensable para sobrevivir, al llevar la atención a la causa y su efecto nocivo, para cambiar de rumbo.

Psicológicamente, lo que nos duele puede venir de fuera, de lo que nos pasa aquí y ahora, con situaciones propias del presente; o puede venir de dentro, de nuestra historia o del lugar donde toca internamente aquello que nos está pasando ahora por fuera. Y, en ambos casos, existe la posibilidad de sufrir. El sufrimiento, a diferencia del dolor, es un sentimiento que va más allá de la reacción inicial de rechazo, más fisiológica, de este. El sufrimiento es un dolor con eco, con resonancia en la personalidad, y tiene el potencial de instalarse como una rémora en nuestra identidad. A veces, se instala porque hemos tenido que acoger un dolor demasiado tiempo, hacerle un hueco en nuestra vida, mientras hemos decidido qué hacer con él.

El dolor es una sensación tan íntima, algo que se siente tan dentro, que es fácil llegar a pensar que es solo cosa nuestra, fruto de algún tipo de “incapacidad” que nos impide hacer algo para no sentirlo. Sin embargo, lo normal es que el dolor surja de algo que pasa en una relación de la que dependemos de algún modo. Y que nadie se alarme: no existe un cerebro que esté en soledad, un individuo sin relaciones de las que dependa. Precisamente por eso nos duele como propio el desencuentro, ya que nuestra mente está imbricada en el contacto con los demás.

A veces, en el sufrimiento se enredan en torno al dolor legítimo ideas, creencias sobre uno mismo, los demás o el mundo, que dificultan al dolor expresarse de una manera que nos ayude. Lo que nos duele necesita atención, pero dichas creencias nos dificultan dársela o pedirla. ¿Por qué compartir el dolor o buscar su salida, su final, si el problema no reside en lo que no va bien fuera, sino en que “yo no estoy bien”, que “tengo algo malo que me condena a sufrir” o si pienso que “todo el mundo va a lo suyo” o “a nadie le importa”? Puedo entonces quedarme atrapado, atrapada, en una sensación sin salida aparente. Pero para dejar de sufrir hay que atravesar el dolor que el sufrimiento tiene dentro, algo así como si el sufrimiento fuera la cáscara y el dolor el fruto. Si quitamos todas las ideas sobre nuestro dolor, todas esas conclusiones pesadas y vaticinios, ¿qué queda?

Acompañarnos, hacer un duelo, asumir un final o cambiar la manera de mirarnos, incluso actuar una ruptura con alguna estructura que nos ha servido pero ya no, convertir la angustia en algún tipo de acción que nos dé agencia sobre lo que no podemos cambiar, afrontar y atravesar un dolor bien acompañados, es permitir al cuerpo y a la mente crear nuevos tejidos sobre la herida, crecer. Incluso en las situaciones más adversas.