IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Sigues aquí

Como tantas otras circunstancias en nuestra vida, también las relaciones cambian. Incluso aquéllas que hemos dado por perennes a veces terminan y, si no terminan, algo esencial se transforma con el paso del tiempo. Y es que este no es que opere mágicamente como a veces solemos decir –el tiempo lo cura todo, por ejemplo–, sino que las experiencias y cambios internos hacen que nuestra relación con el mundo también varíe.

De hecho, ese diálogo entre nuestro mundo interno y el exterior, donde están los demás, permanece en segundo término todo el tiempo. Y a menudo, esos cambios se nos hacen conscientes a través de una sensación difusa de que algo no termina de encajar. Es una inquietud que se va haciendo más y más presente, como el hambre y la sed, que dan sus señales pero solo cuando son suficientemente claras nos damos cuenta.

De la misma manera, lo que sentimos en una relación cuando necesita un ajuste o de forma más extrema cuando se avecina una ruptura, afecta primero a las emociones y después se traslada a los pensamientos. Empezamos por sentirnos «raros», «con menos ganas» o simplemente «como lejos», y a continuación solemos hacer una de estas dos cosas: o bien lo actuamos, o bien lo pensamos. Cuando actuamos esas sensaciones de «extrañeza», las acciones que atañen a esa relación –como quedar, verse, planear cosas juntos– disminuyen su frecuencia o las hacemos con menor implicación, en ocasiones fingiendo normalidad, en ocasiones sin siquiera hacer ese esfuerzo. Es algo así como tomar una distancia que nos provea de un espacio propio para comprobar o evaluar la dimensión de ese cambio, sus causas, o su naturaleza superficial o profunda.

Esta distancia no siempre implica que una ruptura se vaya a producir, sino que tratamos de recuperar algunos aspectos de la individualidad que antes estaban puestos en común en la relación, para después de la evaluación volver –o no– a implicarnos pero habiéndonos dado la oportunidad de cambiar algo, habiéndonos ajustado. Cuando, como decíamos más arriba, lo que hacemos es pensar en esas sensaciones, la distancia se produce por dentro, dándole vueltas a cosas como «¿qué me está pasando?», «¿eres tú o soy yo?», y solo más tarde y en función de lo habituados que estemos a mirarnos dentro, «¿qué necesito diferente?».

De nuevo, el pensamiento de que algo está pasando en el vínculo también puede quedarse ahí, en un recorrido mental, llegar a algunas conclusiones a solas y entender qué nos hacía sentir la incomodidad; algo así como digerirlo a solas sin que llegue fuera más allá de una ejecución de esas conclusiones.

De hecho, a menudo tenemos cierto temor a compartir ese trajín mental con las personas implicadas y optamos por tratar de resolverlo a solas o simplemente dejarlo pasar –«es cosa mía» o «no merece la pena levantar la liebre»–. Es como si hablar de lo que necesitamos diferente en una relación, evidenciar alguna desintonía, hiciera real el temor de que la distancia sea insalvable y la relación termine rompiéndose. Sin embargo, las soluciones que encontramos para evitar esa incomodidad a veces son un remedio de doble filo.

Actuar la distancia u obsesionarnos con ella, sin compartir que existe una sensación de que algo necesita ajustarse, hace que algo que puede no pasar de ahí se convierta en un verdadero problema, mayor que el original. En particular porque la sensación de que un cambio es necesario suele ser una oportunidad para la relación, mientras que el miedo a compartir esa sensación tiene muchas papeletas para convertirse en un obstáculo con vida propia. Y es que, en el fondo, todos deseamos que las cosas nos vayan mejor, y en una relación de intimidad, el deseo suele ser compartido.