Andoni Lubaki

Mosul oeste: la madre de todas las batallas

Mosul, ciudad septentrional de Irak y principal núcleo urbano después de Bagdad y Basora, fue ocupada casi sin oposición en 2014 por el Estado Islámico. Desde entonces, recuperarla se ha convertido en un objetivo estratégico y una cuestión de honor para el Gobierno iraquí. La zona que queda al este del río Tigris fue liberada en enero pasado y ahora la batalla contra los yihadistas se centra en el oeste, donde se combate calle a calle, mientras 750.000 civiles resisten como pueden.

El hummer (todoterreno blindado) del Ejército iraquí avanza zigzagueando por la antigua pista del aeropuerto de Mosul, en desuso desde la caída de Saddam Hussein. Apenas un montón de escombros y cráteres dejan ver lo que queda del lugar en el que aterrizaban los aviones que transportaban al dictador iraquí para que descansara en uno de sus palacios. Las antes omnipresentes palomas de Niniveh (provincia de Mosul) no se posan en esta zona desde hace meses, según cuentan los soldados del alrededor. No saben qué lugares han elegido para descansar. El resto se lo ha comido el polvo.

Conduciendo entre zanjas y montículos de piedra llegamos al barrio del aeropuerto, conocido como Tatyran. Desde hace escasos días, el lugar se encuentra bajo control de la Policía Federal iraquí, que es la que se encarga en estos momentos de hacer frente al Daesh en esta zona. «Al día hay unos ocho o nueve coches bomba suicidas. Uno detrás de otro. El primero rompe la barrera que colocan los policías para evitar que el coche penetre, el segundo es el que intenta hacer el mayor daño posible», explica el policía que vigila la entrada al frente suroeste desde el sur.

Una ciudad partida en dos. Mosul este (la que queda al este del río Tigris) fue liberada en enero. La otra, la antigua, la de la histórica ciudad de Nínive, se encuentra todavía en manos del Estado Islámico. Con más de 750.000 habitantes, es la más difícil de atacar debido a sus calles estrechas, donde un hummer no puede maniobrar. Cuando lleguen a las puertas de la Ciudad Vieja, la batalla será casa por casa y cara a cara; una ratonera.

En la parte suroeste los hummer no tienen problemas para moverse con relativa libertad y solo tienen que esquivar los restos de los coches suicidas que aparecen por doquier. En numerosas ocasiones, el vehículo blindado acelera para pasar a otra vía. Por la ventana se adivinan varios cuerpos tendidos en el suelo, muertos. «Hay un francotirador del ISIS con bastante puntería al otro lado de la calle. Ha disparado a los civiles que trataban de huir. Creo que la Policía no lo ha encontrado porque todavía están los cuerpos en la calle», dice Ali, tirador de la torreta armada con que está equipado el hummer. Desde la bocacalle de enfrente un policía se levanta de su silla y grita «Kanash, kanash!» (¡Francotirador, francotirador!) y Ali se esconde tras el blindaje sin dejar que ni un pelo se asome.

El conductor pregunta a los policías que nos han advertido de la presencia del emboscado por el cuartel general de la Policía Federal. Ninguno le sabe decir; son de batallones diferentes y solo nos pueden indicar dónde está el suyo. Finalmente, y tras deambular sin fin por calles desiertas, lo encontramos. Me bajo dando las gracias a los soldados y abandonan el lugar en dirección contraria. Les advierten de que por ahí no es y dan media vuelta. «Si hubiera seguido en esa dirección, se hubieran metido en zona roja: el frente», explica Mohamed, es el único del batallón que sabe hablar inglés.

Hace apenas dos días que la Policía Federal iraquí venida desde Bagdad y Basora ha tomado la zona. Aún se puede ver en las calles algún que otro mural propagandístico del ISIS. Las casas no están «limpias», aseguran los propios policías. El Daesh –acrónimo despectivo en árabe por el que se conoce al Estado Islámico en Iraq– suele dejar bombas trampa en las construcciones donde ubicaba sus oficinas. Dos días más tarde no se han limpiado todas las casas de la zona; en esta parte de la batalla el frente avanza muy rápido y no hay «tiempo que perder» asegurando las viviendas que no son estratégicas.

El coronel Tasheem. Mohamed me lleva al lugar donde se encuentra el coronel Tahseem, a quien tengo que pedir permiso para quedarme con su brigada: sin su aval no se mueve nadie en la zona suroeste. Cruzamos varias calles corriendo, por el riesgo de ser alcanzados por francotiradores del ISIS. En otra hay que bordear un cráter de varios metros de diámetro lleno de agua fétida. «Americanos», dice Mohamed tratando de explicar que el agujero es producto del impacto de una bomba lanzada por aviones estadounidenses. Según datos suministrados por Bagdad, alrededor de treinta aviones y quince drones sobrevuelan continuamente al Daesh en Mosul. Pero en esta parte de la ciudad los bombardeos no se notan tanto como en otras zonas. Aquí hay mucho civil y ni Washington, ni París, ni Bagdad quieren exponer ante los medios y la propaganda del ISIS su falta de precisión. El Daesh lo sabe y aprovecha esa «debilidad del enemigo» y ha movido a cientos de miles de civiles –se calcula que unos 750.000 viven en la parte oeste– al centro. Los han metido en casas donde viven hacinados y son utilizados como escudos humanos. En poco más de un mes, los vasallos de Al-Baghdadi han publicado en internet seis videos en los que muestran cadáveres entre los escombros, caídos supuestamente por la mala precisión de los bombarderos de la coalición.

Tahseem es un hombre de mediana edad, de Bagdad, amable con los huéspedes pero duro cuando hay que tomar una decisión importante. Con una sonrisa y estrechando la mano me da permiso para que, acompañado de Mohamed, vaya a primera línea del frente. Mohamed me advierte: «Es peligroso. Hay mucho coche bomba en la zona». Me obligan a ponerme el casco y el chaleco antibalas tan pronto salgo de la base y se cercioran de que esté bien atado. Nos despedimos de Tahseem hasta la tarde: «Antes de que anochezca tienes que estar aquí», me advierte.

Esquivando cráteres, trincheras abandonadas, postes eléctricos derrumbados y algún que otro cadáver de yihadistas del ISIS avanzamos por el barrio Tatyran. En el muro de una casa hay un agujero del tamaño de una pelota de tenis, a través del que logro adivinar los ojos de un hombre y el llanto de un bebé. Aviso a Mohamed y me responde que «son civiles y tienen miedo a salir. No son terroristas. Sabemos que están ahí y les llevamos agua y comida. No quieren perder las pertenencias ni la casa». Consigo entablar una pequeña conversación en un árabe básico: «Tamam?» (¿bien?), les pregunto. «Tamam, tamam» (bien, bien), me responden y oigo risas de niños.

El frente se encuentra en la calle donde está ubicado un edificio gubernamental que en tiempos de Saddam Hussein fue utilizado como centro cultural y, más tarde, cuando el Daesh se hizo con la ciudad, como centro de detención. Aún hay mantas en el suelo usadas por los reos. «Muchos fueron decapitados ahí», dice Mohamed señalando un patio interno. «Las cabezas siguen estando ahí, en esa casa; pero los cuerpos no sabemos dónde están. Posiblemente los echaran al río», explica. Una de las maneras de intimidar a los habitantes de Niniveh era arrojar los cuerpos de los ejecutados al río Tigris y que la corriente hiciera el trabajo de expansión propagandística. «Las carpas están muy gordas más abajo», ríe Mohamed.

En medio de la batalla. Acompañados por algunos policías que vigilan la entrada al frente desde posiciones del Daesh, subimos a la azotea del edificio. «Kanash», advierte Mulay, el oficial más veterano de esta parte del frente. Apoyándose en la pared y utilizando un espejo se consigue divisar una bandera negra, símbolo del ISIS, en la casa de enfrente. Me dispongo a asomar la cámara para poder tomar una foto cuando, de repente, en la planta baja del edificio explota un coche bomba. Cae una rueda en la azotea junto con un parachoques de hummer. A los pocos segundos de la explosión, una lluvia de balas roza el muro de la azotea y varios policías responden disparando a las posiciones del Daesh.

Durante varios minutos el cruce de disparos es continuo. A algunos metros de la primera explosión se puede ver otra humareda negra, posiblemente causada por un segundo coche bomba que trataba de penetrar por el hueco dejado por la explosión del primero. Los policías corren de un lado para otro, sin asomar la cabeza por encima de la pared. Solo cuando se disponen a disparar se exponen a las balas del Daesh, que silban por encima de nuestras cabezas. Todas ellas impactan en la caseta de la antena del edificio y, en poco menos de un minuto, a causa de los impactos desaparecen las losas que la cubrían.

Sudorosos y jadeantes llegan refuerzos por las escaleras del interior. Vienen a proteger a los que han aguantado la primera tanda. Sin tiempo para descansar, los que no disparan aprovechan para cargar la munición, pero no pueden porque las kalashnikov están demasiado calientes para tocarlas. Sacan las pistolas como último recurso y piden más refuerzos por radio. De pronto, el tiroteo cesa y, en poco más de un segundo, el silencio regresa al barrio.

La azotea está cubierta por un manto de casquillos. Mohamed dice que tenemos que marcharnos, porque pronto se producirá otro ataque. «A ellos, a los del Daesh, también se les han terminado las balas y están cargando», me explica.

Al salir del edificio me advierten de que hay un francotirador situado en una nueva posición al final de la calle. Después de que se produzcan las explosiones, y aprovechando el caos provocado, deciden optar por tomar nuevas posiciones y de esta manera pillar desprevenidos a cuantos puedan. Han herido a un policía que ayudaba a evacuar a otro compañero también herido por el coche bomba. «Hay que pasar corriendo», explica Mohamed, quien se ha convertido en mi sombra en esta refriega. «Primero abrirán fuego de cobertura desde nuestro lado para evitar que el francotirador pueda apuntar. Luego, de uno en uno y lo más rápido posible, iremos hasta esa puerta metálica de enfrente. ¿Ok? Cuando yo diga ¡Go!», dice Mohamed. «¡Go!».

De regreso al cuartel, donde dormiré las noches que permanezca en el frente, Mohamed explica que «luchar contra el ISIS resulta difícil. Nosotros tenemos que cumplir unas normas en la guerra; ellos, no. Juegan con esa ventaja. Les da igual matar a civiles, mientras que nosotros tratamos de protegerlos. Si los usan como escudos humanos no podemos atacarles; ellos en cambio, sí».

Son las 19:30, la hora de cenar. El coronel Tahseem discute con Mohamed y con otro oficial el estado del frente cuando, de pronto, una enorme explosión hace temblar la mesa y caen varios vasos al suelo. «Un coche bomba. ¡¡¡Boooommm!!», exclama un sonriente Tahseem. Los oficiales sentados alrededor de la mesa se ríen y, al cabo de cinco minutos, explota otro coche bomba en las inmediaciones. «Como un reloj, no falla. Así todos los días», sentencia Mohamed.