DAVID BROOKS
IRITZIA

Enemigos (para Miroslava Breach)

El saldo mundial de los fallecidos por dedicarse a revelar verdades a la sociedad asciende a más de 1.234 desde 1992, según las cifras más recientes del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ), una lista en la que México ocupa el lugar once entre los países más mortíferos para los periodistas. Según otro informe, el de la Federación Internacional de Periodistas (FIP), 2.000 informadores han perdido la vida a causa de su trabajo entre 1990 y 2016, y México es el tercer país más peligroso al contabilizarse más de 120 asesinatos. «Una de las conclusiones recurrentes de nuestros informes es que se registran muchos más asesinatos en situaciones de paz que en países golpeados por la guerra», algo que tiene que ver en gran medida con que los periodistas son «víctimas de los barones del crimen organizado y de funcionarios corruptos», en palabras de Anthony Bellanger, secretario general de la FIP. Hoy en día, según la CPJ, hay 259 periodistas encarcelados en el mundo, una cifra sin precedentes desde 1990, cuando la organización empezó a registrar ese dato.

No somos cifras. Tenemos nombre y apellidos, por ejemplo, Miroslava Breach, la corresponsal del diario mexicano “La Jornada” en Tijuana, la tercera periodista asesinada en México en el pasado mes de marzo. A veces negarse a ser anónimos es justo lo que nos puede costar mucho, hasta la vida. Más que todo, los que tienen un compromiso con el periodismo de conciencia –esa búsqueda constante de informaciones que sirvan a la autodeterminación de los ciudadanos, eso de contar qué nos pasa, de intentar destapar las mentiras– se niegan a quedarse callados o a «portarse bien». Pero los buenos periodistas –aunque hay algunas excepciones notables, para bien y para mal– nunca desean ser noticia, son las voces de los demás las que cuentan, las que hay que contar, esa voz colectiva ante el poder absoluto.

En los últimos tiempos, a los informadores nos han convertido en noticia y, demasiadas veces, en noticia de sucesos. Afirman que somos enemigos, a veces nos amenazan, a veces nos encarcelan, a veces nos matan. Y eso no se limita a países como México o Turquía o Irak, sino también en Estados Unidos. En este país el presidente Trump ha declarado «enemigo del pueblo» a todo periodista que no se subordine a sus mentiras y engaños. Sus llamamientos a sus bases para que atacasen a los medios no alineados generaron un clima tan peligroso que varios periodistas de algunos de los grandes medios nacionales tuvieron que contratar seguridad privada para acompañarlos a cubrir su campaña presidencial. Como presidente no ha dejado de atacar a periodistas y a sus medios, dando nombres y apellidos, cada vez que se atreven a criticarlo o publicar alguna información que le daña. Esto supera a la peor época de Richard Nixon en los años 70, o al macartismo de los 50 y apenas acaba de empezar. Las consecuencias pueden ser peligrosas no solo para los periodistas, sino para lo que se llama «democracia».

El anterior presidente hablaba más bonito y afirmaba que era el campeón de la libertad de expresión y la transparencia, pero en la realidad persiguió a los que se atrevieron a divulgar secretos oficiales a través de los medios. De hecho, Obama promovió más casos –ocho incluido Edward Snowden, el más conocido– en base a la Ley de Espionaje de 1917 que el total (tres) de todos sus antecesores (vale recordar que esa ley se aplicó a disidentes de la Primera Guerra Mundial, tanto al líder socialista y candidato presidencial Eugene Debe, quien fue encarcelado, como a inmigrantes alemanes que eran sospechosos solo por su origen nacional, entre otros). Un informe del CPJ en 2013 concluyó que el Gobierno de Obama ha sido el más agresivo en control de información en tiempos modernos. El ex editor Leonard Downie, quien encabezó la investigación, escribió que «la guerra de este Gobierno contra filtraciones y otros esfuerzos para controlar la información son los más agresivos que he visto desde Nixon, cuando yo era uno de los editores involucrados en la investigación de Watergate por el ‘Washington Post’».

Joel Simon, director ejecutivo del CPJ, ha escrito en el “New York Times” que «los ataques incesantes (de Trump) contra los medios de noticias están dañando la democracia estadounidense». Advierte de que el ataque de Trump contra el uso de fuentes anónimas «mina el trabajo de periodistas que trabajan en ambientes represivos y peligrosos, desde Irak hasta México, donde la protección de fuentes es asunto de vida o muerte».

A los periodistas nos ha tocado ser noticia de nuevo en México. Nuestra compañera ya no podrá ejercer la misión básica de informar al «público» para que ese público decida actuar o no ante la realidad que vivimos. Ahora a ese «público», o sea, a todos nosotros, nos toca responder.