IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

En voz alta

Si escucháramos decir a otra persona en voz alta algunas de las cosas que pensamos, probablemente las veríamos de otra manera, opinaríamos diferente o nos sorprendería por su contundencia. A menudo, pregunto en mi consulta qué sirve y qué no de lo que hago con mis pacientes, y una de las respuestas más repetidas es el valor de «escuchármelo decir». Pero no hace falta entrar en una consulta de psicología para que ese eco de la propia voz tenga un efecto más o menos esclarecedor. Pensamos con palabras y construcciones lingüísticas y estas se funden con sensaciones que son analizadas en el cerebro y asociadas con emociones o recuerdos.

Pensar claramente pasa por desbrozar o, mejor dicho, procesar cada una de esas categorías que acompañan el pensamiento en sí. Somos un solo ser, por lo que estos aspectos de nuestra experiencia, sean causa o resultado de las mismas, se conforman en un todo que tratamos de manejar a la vez cuando pensamos. Desenredar el pensamiento sobre asuntos ambivalentes o sobre momentos relevantes de nuestra vida que exigen tomar una posición cuando todo es incierto a veces se convierte en una ardua tarea.

Para empezar, no siempre somos conscientes de lo que pensamos más allá del primer titular, por llamarlo así; y solo gracias a la indagación y la presencia de la otra persona implicada vamos poniendo palabras a lo que, a menudo, ni nosotros mismos nos decimos abiertamente. Poner los pensamientos en alto, aunque al inicio sea solo una colección de trazos poco precisos y contradicciones, nos ayuda a apropiarnos de la tridimensionalidad de nuestra manera de discurrir, muy lejana a la linealidad y lógica con la que normalmente la describimos. Nos gustaría –y, a menudo, así lo intentamos dibujar– que este discurrir fuera como un torrente de agua que entra por un extremo de una tubería y sale por el otro, situando en medio nuestra “máquina de procesar”. Sin embargo, sería algo más cercano imaginar un racimo de uvas o una tela de araña con muchos hilos que vibran a la vez. Ambas imágenes tratarían de reflejar lo complejo de esas conexiones.

No existen pensamientos que no provoquen nada en nosotros, o existan como tales sin generarnos emoción o sensación alguna, del mismo modo que no hay experiencia emocional consciente que no esté acompañada de una reacción corporal o un recuerdo. En las situaciones ambiguas probablemente seamos más conscientes de la complejidad de nuestro pensamiento –que siempre está conectado a todas estas cosas–, porque notamos más la incomodidad de no poder llegar a conclusiones con más soltura. Es entonces cuando dedicarle un tiempo de conversación a cada una de esas facetas nos ayuda a atenderlas, valorarlas y quizá resolverlas, para así “pensar más objetivamente”. Simplemente lo que ha pasado entonces es que la emoción de temor, tristeza o excitación que contenía la ambigüedad ha cumplido su función al implicar a otro, y ya no nos requiere de tanta energía.

Es de todos sabido que después de soltar tensión con el llanto en una situación de estrés o estallar en un arranque de ira o en una carcajada sostenida nuestros pensamientos fluyen de forma diferente. De la misma manera, atender a las tensiones del cuerpo en esos momentos o compartir historias a las que esta encrucijada de hoy nos recuerda “libera” nuestro discurrir. Por esa razón, cuando tratamos de sobreponernos a un momento de cambio difícil o tomar una decisión incierta, suele ser una liberación hablar primero de lo que más nos incomoda. Siempre y cuando sintamos que quien está frente a nosotros está también de nuestro lado.