IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Atrapados por la omnipotencia

Todos hemos oído hablar de lo difícil que es para los niños y las niñas el hecho de que sus padres se separen cuando tienen 7, 8 ó 9 años. Sus mentes asocian los acontecimientos como buenamente pueden, pero, sobre todo, desde el único lugar desde el que pueden hacerlo: desde ellos mismos. La atalaya desde la que después miramos las personas adultas está coronada por nuestra experiencia, nuestra inteligencia, nuestra capacidad crítica y relativismo, a lo que llamamos rápidamente objetividad. Curiosamente, a la acumulación de experiencias subjetivas y al uso de las conclusiones derivadas para contrastar con lo nuevo, lo llamamos así.

En algún momento del camino entre la infancia y la edad adulta, la noción de nosotros mismos pasa de ser pura sensación física, emocionalidad y pensamiento simbólico a elevarse en la forma de conceptos absolutos, ideas nítidas y procedimientos mentales que creemos poder separar tajantemente de la vivencia, la historia y la imaginación. Pero antes de esta destilación –si es que se da– estamos centrados en nosotros mismos de una forma mucho más evidente y directa y, a pesar de nuestros esfuerzos posteriores por convertir nuestras vivencias en experiencias universales, el “yo” es entonces el primer y único lugar de referencia posible ante todo lo que sucede. Y desde el “yo”, los niños y las niñas comienzan muy pronto a descubrir su poder sobre los adultos, llegando a conclusiones curiosas, como la de que «si mis aitas se separan, algo tendré yo que ver, ¿qué otra explicación puede haber?». Solo años después, atravesado el patente e inevitable egocentrismo de esa etapa, aparecerá un análisis en el que el mundo del otro también cuente. Pero eso será después.

En esa etapa, si el niño o la niña logran realmente la influencia que desean, si consiguen “hacer algo por los adultos” bien por casualidad u oportunismo, algo incomparable sucede en ellos: nace la conciencia del poder de influencia emocional sobre alguien más fuerte y sabio, lo cual trae una enorme satisfacción al infante que desea ya «ser mayor, capaz, ser considerado», una sensación de potencia que se convierte en esta etapa en omnipotencia. Igual lo logramos un par de veces seguidas o en un momento emocionalmente importante; sin embargo, acertar era en estos casos realmente un premio envenenado, principalmente por las condiciones. Quizá creímos que siendo buenos los adultos de alrededor estarían contentos –o superarían la depresión que les causó quedarse sin trabajo–, quizá pensamos que si no molestábamos a los adultos con caprichos nos querrían más, o que si dejábamos que las necesidades de otros niños prevalecieran obtendríamos esa mirada de aprobación tan importante. Y en ausencia de una conversación sobre nuestra responsabilidad real relativa a los adultos, o peor aún, en presencia de un aliento para que lo anterior se repitiera por su efecto distractor o balsámico en los adultos, los niños y las niñas terminan por incorporar esa lógica mágica a las relaciones importantes en adelante, y esa sensación de poder hacerlo, de que realmente depende de ellos.

Años más tarde, cuando una persona adulta se ve atrapada en tener que cumplir con las expectativas de los otros, en el temor a dañar con su desacuerdo o a no ser tolerada cuando pide que se cubran sus necesidades, en el fondo, está haciendo un pequeño viaje al pasado sin darse cuenta. A pesar de que parezca una losa sentirse víctima de todo esto, hacer concesiones en un momento fue algo reconfortante, porque se hacían por los adultos, pero cabe recordar que quizá, como entonces, tampoco hoy tengamos tanto poder. Ni siquiera para generar esos efectos adversos que a veces imaginamos tener en el otro. Quizá, para dejar de ser víctimas de lo que creemos que es nuestra influencia en lo demás, tengamos que revisar nuestra fantasía de omnipotencia y eso, a veces, implica perder un estatus para convertirse simplemente en humano.