Patricia Taro
contra las deportaciones de inmigrantes

Israel se resiste a dejar de ser negro

Queda menos de un mes para que el Estado de Israel comience a deportar a miles de inmigrantes y solicitantes de asilo africanos, en su mayoría, eritreos y sudaneses que años atrás arriesgaron sus vidas cruzando el Sinaí en busca de un refugio seguro. Esta medida de deportación masiva ha provocado una fuerte movilización social en una nación que todavía convive con los fantasmas del Holocausto.

No se conocen, nunca se han visto ni han cruzado una palabra, pero podría decirse que no son completos extraños. Yagoub Mohidin (27 años) abandonó la región sudanesa de Darfur en 2012, sumida en un genocidio a manos del Ejército y la milicia Janjawid. En 2008, Tehklit Michael (29) huyó de Eritrea, considerado uno de los regímenes más represivos del mundo con un servicio militar rayano a la esclavitud. Ambos llegaron a Israel en busca de refugio, y ambos temen ahora verse obligados a irse. El Estado no les considera solicitantes de asilo sino “inmigrantes económicos” o “infiltrados” –según la conocida como ley anti-infiltración– y les ha dado de plazo hasta el próximo 1 de abril para dejar “voluntariamente” el país, a cambio de 3.500 dólares y un billete de avión a Ruanda o Uganda.

Tras esa fecha, quienes decidan quedarse –a excepción en esa primera fase de inmigrantes mujeres, niños y hombres con familia– serán encarcelados de forma permanente en la prisión de Saharonim, localizada en pleno desierto del Neguev, con capacidad para unos 3.000 presos y en la que conviven, sin haber sido juzgados, alrededor de mil. «No podemos llamarlo salida voluntaria porque se les está echando a la fuerza. No sé si les esposarán y les meterán en un avión, pero darles a elegir entre ir a prisión o marcharse a Ruanda es lo mismo que hablar de deportación forzosa», afirma Dror Sadot, portavoz de Hotline para Refugiados y Migrantes (HRM), ONG israelí que desde 1998 vela por los derechos de estas minorías.

Se estima que hay unos 38.000 migrantes africanos y solicitantes de asilo en Israel, según los datos aportados por el Ministerio del Interior y, de ellos, un 72% procede de Eritrea y un 20% de Sudán, de acuerdo con la ONG israelí ASSAF. Aunque miles lo han intentado, solo un sudanés y diez eritreos han sido reconocidos como refugiados en este país. «Hablamos de una tasa de aceptación del 0,056%, el porcentaje más bajo en todo el mundo occidental», denuncia Hotline. La Unión Europea, por su parte, ha reconocido las solicitudes de asilo del 90% de los eritreos que solicitaron el estatuto de refugiado y del 56% de los sudaneses, según el Instituto Europeo de Estabilidad.

«Todo el sistema israelí está pensado, especialmente, para que los africanos perdamos la esperanza», se lamenta Michael, quien en 2014 completó su solicitud de asilo y todavía espera una respuesta. Mohidin lo hizo en 2013 –también sin respuesta–, tras abandonar el centro de internamiento de Holot, en el desierto del Neguev, donde estuvo recluido durante un año y medio junto a otros cientos de inmigrantes.

«Mientras estuve preso me entrevistaron cada dos meses, diciéndome que si no regresaba pasaría tres años en el Holot, que me lo pensara mejor. Yo siempre les respondía que no iba a volver nunca», recuerda el sudanés sobre su experiencia en esta “prisión abierta”, de la que podía salir durante el día siempre y cuando regresara antes de las diez de la noche.

Lo cierto es que, al no ser reconocidos como refugiados, la mayoría de estos solicitantes de asilo se encuentra en un limbo legal: con visas temporales que deben renovar cada dos meses, e incluso semana tras semana, y con las que no pueden trabajar de una forma lícita. Además de vivir sometidos al temor constante de ser detenidos y deportados de vuelta a África. «Tengo la sensación de haber pasado en prisión no un año y medio, sino los cinco que llevo en Israel», reflexiona Mohidin mientras fuma una narguilé en un atípico bar del barrio de Nave Shaanan, apodado la “pequeña África” del sur de Tel Aviv. «No puedo trabajar, no tengo derechos, no sé nada de mi familia y no puedo moverme libremente. ¿Tú a eso lo llamarías libertad?», añade.

 


¿Una nación de refugiados? Numerosos supervivientes del Holocausto afirmaron que esconderían a los solicitantes de asilo africanos en sus propias casa y diversos medios calificaron esta medida de “dilema moral” al tratarse de una nación creada como refugio de un pueblo que fue perseguido y masacrado durante el nazismo. No obstante, este innegable hecho queda ensombrecido por acciones posteriores menos favorables a estos colectivos.

La creación de Israel en 1948 provocó la expulsión de más de 750.000 palestinos –hoy, la cifra de desplazados supera los cuatro millones entre refugiados palestinos y sus descendientes; en la actualidad bajo el mandato de la Agencia de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA)–, ya entonces apodados por las autoridades como “infiltrados”. Seis años después, el Parlamento israelí aprobó la Ley de Prevención de la Infiltración (1954) con el fin de legislar esta práctica de expulsión, que niega al pueblo palestino su derecho de retorno, no incorporando a la legislación nacional las disposiciones de la Convención de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados, de la que es un país signatario.

Episodios de su historia más reciente hacen referencia a la deportación desde 2010 de cientos de niños, hijos de inmigrantes filipinos y sudamericanos; o a la edificación en 2014 de una valla electrificada en el Sinaí, con casi 250 kilómetros de longitud, que cortó de cuajo el paso ilegal por su frontera sur. Y que cayó de más de 1.000 personas mensuales en 2010, a once en 2016 y ninguna en 2017, según las estadísticas.

«No estamos actuando contra los refugiados –se defendió el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ante este nuevo envite–. Estamos tomando medidas contra los inmigrantes ilegales que vienen aquí por motivos de trabajo. Israel continuará siendo un refugio para verdaderos refugiados y expulsará a los infiltrados ilegales». Con esa referencia a los “verdaderos refugiados”, mandatario hebreo apela una vez más al mito fundacional de “pueblo elegido” sobre el que descansa la creación del Estado judío. «Estamos hablando de un país forjado por refugiados, porque nuestros padres eran todos refugiados y eso solo lo empeora», reconoce el periodista israelí Gideon Levy, cuyo padre emigró a Israel huyendo del nazismo que asolaba Europa. «Todos los países del mundo están haciendo su parte en el proyecto inmigratorio, el mayor reto al que nos enfrentamos en la actualidad, y solo Israel dice que no puede, que ni siquiera es capaz de absorber a 40.000 personas. Es algo vergonzoso», se lamenta este veterano analista y columnista del diario progresista “Haaretz”.

«¿Solo los judíos pueden conseguir asilo?», se pregunta Michael con pesadumbre. «El racismo nace del miedo. Puedo llegar a entender su miedo porque sé que históricamente han sufrido mucho, pero en este caso el pánico lo están generando el Gobierno, su agenda interesada y una parte pequeña de la opinión pública», detalla. Al igual que él, Sadot también culpa al racismo y a intereses políticos de esta situación: «Todo ese discurso de que lo están haciendo por el bien de los residentes del sur de Tel Aviv es un juego político, porque, si lo que de verdad quieren es mejorar esos barrios, invertirían dinero en su rehabilitación y garantizarían a sus habitantes, con independencia de su color, un estatus legal para que pudieran trabajar y desplazarse».

 


Una minoría silenciosa. Pocos colectivos implicados de alguna forma en este plan de deportación masiva han permanecido callados. Miles de personas se han manifestado en lugares estratégicos como la cosmopolita ciudad de Tel Aviv, el religioso Jerusalén Oeste o la embajada de Ruanda en Herzliya, con inmigrantes con el rostro pintado de blanco y pancartas en las que podía leerse: “Deportados a la muerte por ser negros”.

Diversos pilotos de la aerolínea israelí EI AI también se han puesto en pie de guerra y, tras ser presionados mediante una campaña de firmas online, afirmaron a finales de enero que no deportarían a seres humanos a terceros países en los que «su posibilidad de sobrevivir es minúscula», según se hicieron eco diferentes medios hebreos.

«En Ruanda no se quedan por lo arriesgado que supone, así que desde allí, como traen algo de dinero, cruzan de contrabando a Uganda, donde si dicen que vienen de Israel no reciben estatus y permanecen como ilegales. Muchos intentan entonces llegar a Europa, y muchos terminan ahogados en el mar o asesinados en la frontera con Libia», explica Sadot sobre la cruda realidad post-deportación.


Poner rostro. Ante este hecho, y antes de que sea demasiado tarde, un grupo de fotógrafos israelíes ha ido retratando, poco a poco, a cientos de inmigrantes y solicitantes de asilo. Han llevado un modesto estudio fotográfico a las afueras del Holot tras una convocatoria en Tel Aviv, a través de Facebook Live, a la que acudieron más de 300 personas. Su único objetivo es gritar, por medio de imágenes, que existen.

«Estamos intentado crear una evidencia visual que pueda demostrar que estas personas estuvieron aquí. Así, si finalmente son deportadas, podremos decir que vinieron a nosotros y nos pidieron asilo. Pase lo que les pase después siempre quedará en nuestra conciencia», explica la activista Meged Gozani, fotógrafa participante en este proyecto.

Son retratos en blanco y negro que han usado en manifestaciones, además de pegarlos de forma anónima por las calles de Tel Aviv. Son los rostros de personas corrientes que nos observan desde ellos; con miedos y sueños muy similares a los que tendríamos nosotros si hubiésemos tenido que abandonar nuestro hogar. «Los africanos no tenemos muchas cosas materiales pero tenemos fe, por eso le resulta tan difícil al Gobierno israelí rompernos», medita Michael, quien a diferencia de Mohidin –musulmán como el 70% de la población de Sudán del Norte–, profesa el cristianismo. «Muchas veces me repito: ‘&bs;Perdónales, señor, no saben lo que hacen’, pues en lugar de amarnos unos a otros preferimos destrozar nuestro mundo», concluye.