IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Hablemos a solas

La soledad no escogida es una de las epidemias del siglo XXI. En Inglaterra se lo están tomando en serio, con un programa social que pretende combatirla. Un poco más cerca, casi el 8% de los ciudadanos del Estado español viven solos sin haberlo elegido, y la mayoría de ellos son adultos mayores. El sentimiento de soledad a veces tiene que ver con no vivir acompañado, pero a veces no es así, ya que se trata de una vivencia subjetiva, es decir, nos sentimos o no nos sentimos solos o solas.

Según un estudio de la Fundación ONCE y AXA, las personas a las que preguntaron (en torno a 1.500) hablaron de que la soledad está relacionada con la falta de comunicación, el aislamiento o la falta de compañía; con la carencia afectiva, de cariño; con la tristeza y con la depresión. Estas sensaciones se mitigaban principalmente cara a cara, pero también a través de las nuevas tecnologías; la cuestión diferencial es el contacto. Podemos pensar en estar socialmente aislados y aún así no sentirnos solos o estar rodeados de gente y, aún así, sentirnos de este modo. Sea como fuere, esta es una vivencia con consecuencias en el cuerpo y la mente que pueden llegar a prolongarse en el tiempo e influir en aspectos muy relevantes.

Por ejemplo, otro estudio longitudinal (a lo largo de años) del otro lado del mundo, esta vez con 2.200 jóvenes nacidos después de 1990, dice que los que se sienten más solos son más propensos a tener comportamientos de riesgo para su salud, tienen peores perspectivas para su futuro profesional y, en general, más problemas de salud mental. Y esto es fruto de una percepción de «no ser válido o válida, de no encajar, o de no ser importante para los demás».

En personas mayores, cincuenta años más tarde, la soledad está relacionada con la perdida de la autonomía y con la degeneración cognitiva general. Cuando nos falta alguien significativo con quien compartir la vida subjetiva, nuestro cerebro empieza a buscar referencias en sí mismo, y también la obsesión o la sensación de incapacidad se aposentan; tampoco tenemos oposición, reto, estímulo en cierto modo, lo cual tiene inevitablemente un reflejo incluso físico en las conexiones neuronales, o en la cantidad y creación de nuevas neuronas.

La soledad es un modo de deprivación (término médico que significa supresión de algo) de un estímulo imprescindible para los seres humanos: el que genera la interacción con otros. Desde el nacimiento, y antes de los dos años, nuestro cerebro ha alcanzado el 80% del tamaño que tendrá cuando seamos adultos, y gran parte de esta explosión estructural se crea así gracias al contacto con progenitores y cuidadores, que incluso ayudan al infante a crear una imagen mental de sí, cuando le tocan un piececito, la espalda, y lo acompañan de un tono y una mirada. Este encuentro tan particular va a ser fundamental en otros momentos de la vida, incluso cuando ya tengamos claro quiénes somos, y quiénes queremos ser.

Aun así, el diálogo nos ofrece un escenario de exploración, confrontación, confirmación de lo importante… Nos construimos en relación desde el primer momento de vida y la necesitamos hasta el último, aunque solo sea para honrar las experiencias de una vida cuando ésta llega a su fin, y mientras tanto, para evitar que la soledad nos quite la identidad o nos la haga más difícil, igual que el contacto nos la dio cuando empezamos a vivir.

En cuanto a cómo afrontarla, si pensamos en que la soledad es un sentimiento percibido, no es difícil pensar en que buscar la compañía cambiará ese sentir, aunque sea con personas que también se sienten solas. Aunque no sea la ideal, si bien a veces la intervención de profesionales puede ayudar a cambiar las creencias que se van petrificando, a medida que pasa el tiempo sobre nosotros –solos–, los otros –lejos– o el mundo –que sigue girando–.