Una Navidad de oportunidad
Estas fechas tan particulares se están acabando. La Navidad es una de las épocas del año más cargadas de historia personal y familiar que, por lo tanto, genera en nosotros variedad de sensaciones, emociones y pensamientos. En nuestra sociedad, estas fechas equivalen a encuentros familiares, comida copiosa, celebraciones religiosas, regalos, frío y ocio, en una proporción cambiante a medida que pasan las generaciones, pero la característica que parece prevalecer por encima del resto es que son fechas que evidencian los vínculos o la ausencia de ellos.
Es cierto que nuestra sociedad va cambiando y cada vez la atomización es mayor, pero los núcleos familiares se evidencian en torno a la mesa, y alrededor de ella también se constatan los roles. De manera concentrada se escenifican durante unos días los que cada miembro de la familia tiene, como sucede en cualquier reunión entre parientes (en un cumpleaños, un funeral, un nacimiento…) Como cualquier ritual, este de la Navidad también tiene su sentido, y no deja de ser una fecha elegida para –en torno a una mesa o a unas creencias– fortalecer y mantener los vínculos. Tener rituales es importante porque estructuran el mundo social y también el mundo psicológico, pero además los rituales son acontecimientos con un delicado equilibrio, imprescindibles, pero a menudo rígidos y determinantes.
Cargamos de intención unas acciones, unos gestos, y exigimos o pedimos una participación a los demás en sintonía con esas intenciones, con ese “acuerdo tácito” que cada grupo, cada familia, tiene para asegurar la pertenencia. Por un lado, esta confirmación de estar todos en la misma sintonía nos da tranquilidad, nos conecta, nos recuerda quiénes son los nuestros y que podemos contar con ellos como clan… Y eso no tiene precio. Otras veces ese baile social puede no ser tan armónico. Las trabas en este sentido surgen cuando los individuos se sienten obligados: ejercer un rol que ya no quieren tener, disimular las desintonías de los asuntos pendientes, postergar conflictos incipientes crea una inquietud que para algunas personas, lo impregnan todo. Y al mismo tiempo, los rituales son también el escenario para una oportunidad: la de llegar a nuevos acuerdos, adoptar nuevos votos de pertenencia. Como si se tratara de “cumbres políticas” domésticas, en estos encuentros nos ponemos al día, nos reafirmamos o nos confrontamos y, al final de los mismos, nuestra familia, nuestro grupo, sale reformulado o reafirmado.
De aquí que los conflictos que emergen en estas fechas permanezcan en el tiempo, así como los reencuentros o las ausencias. El ritual social de la Navidad tiene la capacidad de unirnos o separarnos porque en ese momento cualquier gesto cuenta más que en otros, y nos observamos con detenimiento. Por otro lado, como cualquier liturgia, esta de la Navidad requiere de unos preparativos, hace falta preparar el escenario para este ritual y alguien tiene que hacerse cargo. De nuevo, el rol de maestro o maestra de ceremonias suele recaer en una persona concreta, alguien que, al mismo tiempo, parece garante de la unidad del grupo a través de sus preparativos (algo así como «si no lo hace Maixabel no lo hace nadie», o de forma más sofisticada, «nadie lo hace como tú, Maixabel»), de manera que el resto del grupo coloca en él o ella –habitualmente ella– el peso de la cohesión, rebelándose o refunfuñando si no es así esta vez.
De nuevo el grupo pide cohesión. Más allá de las creencias religiosas en las que se cimenta este momento del año, la Navidad es un momento de revisión de los vínculos, decidiendo cuánto peso poner en la similitud y cuánto en la diferencia. Si forzamos cualquiera de los dos polos, si realmente no nos sentimos tan cercanos o por el contrario mantenemos la distancia cuando nos gustaría estar cerca, perdemos la oportunidad de ser genuinos en un momento que sentará precedente, tanto para los demás, como para nosotros. Y esa oportunidad, es un regalo.