IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Duelo por mí

La muerte forma parte inseparable de la vida. Desde bastante temprano éramos conscientes de que las cosas se acababan, especialmente las cosas buenas, las que nos gustaban: el momento de juego o acariciar un gatito que se cruzaba en nuestro camino, por no hablar del contacto con ama o aita. Nos revolvíamos, intentando hacer cambiar de opinión a quien nos pedía que pasáramos a otra cosa, nos llevaba cierto tránsito despegarnos de la añoranza del suave pelo del gatito o de la calidez del regazo de aita y lo hacíamos saber.

A medida que nos hacemos mayores, nuestra mente también crea apegos con cosas que no están necesariamente presentes; nos entretenemos, estimulamos, e incluso obsesionamos con ideas, relaciones imaginarias o visiones de nosotros mismos. Y como esta relación entre nosotros y estas representaciones mentales es íntima, sucede en nuestra cabeza y, si no la expresamos, nadie se entera, podemos establecer un apego estrecho, tan potente como lo podemos tener con una persona real de nuestra vida. Por poner un ejemplo: yo puedo pensar muy a menudo en una imagen de mí como alguien que va a lograr grandes cosas, destinado a ser un gran profesional, o a tener una familia con determinadas características. Puedo incluso hacer prevalecer esta imagen sobre unos logros reales más modestos, achacando la diferencia a factores externos y no a la inexactitud de la imagen que yo he creado de mí (apoyada en fantasías de cosecha propia, mensajes de mis seres queridos y necesidades relacionales difíciles de cubrir en el pasado). Es más, esa imagen de nosotros puede llegar a adquirir cierta entidad propia, teniendo su propia voz interna que “nos habla”.

Puede sonar a locura, pero el diálogo interno es una actividad cotidiana de la mente; en el ejemplo anterior, esta puede ser soberbia y decirnos cosas como “tú lo habrías logrado seguro si tal o cual persona no se hubiera interpuesto”. O puede ser crítica: “la próxima vez tienes que esforzarte más, porque vas a ser un fracasado”. Y sabemos que se ha convertido en una entidad propia cuando estas frases nos afectan como si nos las dijera un ser querido, y bien nos indignamos con los demás, bien nos entristecemos y hacemos pequeños por dentro.

Otras veces, esa imagen de nosotros nos permite tirar hacia adelante y conseguir aquello que nos costaría lograr sin cierto empuje interno. Sin embargo, pasan los años, y esas imágenes que nos acompañan, también van cambiando con nosotros. A medida que transitamos por los estadios vitales, la realidad –que es más grande y poderosa que nosotros– nos devuelve los límites de esa imagen que nos ha acompañado. Quizá evaluemos que no ha sido tal nuestro logro de aquellas “grandes cosas”, o nos cansemos de encontrarnos criticando a otros cuando algo no nos sale como esperábamos. Esto solemos hacerlo cuando la incongruencia nos impacta por llamativa, pero también por el cotejo acumulativo entre esta visión y los nuevos datos de nosotros mismos que las experiencias nos van dando. Y, a veces, llegamos a la conclusión de que ha llegado el momento de que aquella voz que nos viene acompañando desde hace décadas se vaya, que ha dejado de ser útil. Llegar a esta conclusión es similar al inicio de un duelo por la pérdida de un ser querido.

Como si de una muerte se tratara, pasaremos también por los estadios del duelo, y nos sentiremos confusos un rato («¿si no soy quien iba a conseguir grandes cosas, quién soy?»), enfadados, nos negaremos a que eso suceda y seguiremos escuchando esta ahora vocecilla interior al tiempo que vamos confirmando cada vez más que sus palabras ya no pueden formar parte de nosotros, hasta que al final, podamos despedirnos. Quizá tengamos cosas que agradecerle, quizá reproches que hacerle, y todo ello será necesario antes de decir adiós a una parte de mí... y que esa “muerte” dé como resultado el nacimiento de alguien nuevo, o simplemente la cesión de paso a otra voz que estaba, desde hace tiempo, pidiendo su turno.