Las calles rojas de Ahmednagar
El distrito de Ahmednagar alberga algunas de las zonas de prostitución más extensas y frecuentadas de toda India. En uno de tantos mugrientos burdeles, en el barrio rojo más marginal de la capital, ofrecen sus servicios Anita Fuldahale, Sunita Sabale y Priya Joshi. El caso particular de estas tres trabajadoras del sexo nos desvela algunas generalidades de una industria basada en la total dependencia de las mujeres al matrimonio y a la figura de su marido, sin el cual les es negada toda razón de ser y cabida en la sociedad.
Ahmednagar es polvorienta, ruidosa y asfixiante, como todas las ciudades del centro-oeste de India. Una extraña inercia permite que el caos fluya; que motos, vacas, puestos ambulantes, mendigos, montones de basura, cabras, rickshaws, perros, peregrinos y viandantes convivan imponiendo su frenético ritmo en cada una de sus laberínticas calles, abriéndose paso entre muros derruidos, chabolas inmundas y templos adosados a casas destartaladas. Pero Ahmednagar no es una ciudad más. Gloriosa por haber visto nacer a siete de los freedom fighters oficialmente reconocidos por el Gobierno, también es tristemente recordada como la ciudad donde Vishnu Karakare y otros líderes del partido Hindu Mahasabha planearon la muerte de Mahatma Gandhi.
Abriendo reportaje, Meena Pathak (también en la imagen de arriba), que ejerció la prostitución desde los 17 años hasta hace 9 años, ahora regenta una tetería y presta su apoyo a otras trabajadoras del sexo.
Al margen de vicisitudes políticas, la confluencia de varias cuestiones geográficas, económicas, militares y religiosas la han convertido en un destacado punto de referencia para la industria del sexo en el país. Ahmednagar es un cruce de caminos; cientos de camiones que circulan por las principales carreteras del país pasan por aquí a diario. Es sede de la segunda academia militar más grande de India. Y, además, miles de jornaleros acuden cada año a cosechar caña de azúcar, o a trabajar en una de las cuatro fábricas que manufacturan la materia prima de todo el distrito. También los dioses son reclamo: el templo de Sai Baba, a escasos 100 kilómetros de la capital, recibe 100.000 peregrinos todos los días.
Un dispensador de preservativos atornillado en la fachada de un viejo edificio de dos plantas nos alerta de que hemos llegado al lugar; encaramos la callejuela guiadas por Meena Pathak, exprostituta y ahora persona de confianza para aquellas que siguen trabajando en la conocida como red light area. «Hace nueve años, cuando yo lo dejé, exigir que se pusieran un preservativo suponía perder clientes», aclara. «Pero ahora ellas se han unido, ninguna acepta el no, así que los hombres acceden», concluye. Meena está infectada por el VIH, como el 5,16% de las mujeres que ejercen o han ejercido la prostitución en este distrito. Sin embargo, recibe el tratamiento adecuado, su salud es estable y regenta una pequeña tetería cercana. Caminamos a paso ligero, y avanzamos sin parar ante una anciana escuálida y encorvada que, sentada en el suelo, parece hablar sola. «Tiene más de ochenta años, es alcohólica; muchos clientes le pagan con un té chai», nos cuenta Meena mientras se coloca una pequeña bola de tabaco prensado entre la encía y la mejilla derecha.
Una de las habitaciones donde las mujeres prestan sus servicios.
Viudas, divorciadas, abandonadas. También nos acompaña y nos ayuda con las traducciones Pravin Mutyal, viejo conocido en el barrio. Es trabajador social y actual coordinador del Proyecto de Salud implementado por la ONG local Snehalaya. Lleva más de 25 años prestando apoyo, anticonceptivos e información práctica a las prostitutas del lugar, «porque cualquier mejora que pueda experimentar nuestro país, sea del orden que sea, pasa por la emancipación de las mujeres y la mejora de sus condiciones de vida», afirma. Pravin nos cuenta que hay 2.140 trabajadoras sexuales registradas en Ahmednagar. Que el 90% lo son porque enviudaron; el otro 10% lo conforman mujeres divorciadas, abandonadas o aquellas que han huido de la violencia. El 65% de ellas son completamente analfabetas, provienen de familias muy pobres o son hijas de prostitutas y han crecido en los propios burdeles. Desaparecida la figura del esposo y sin opciones para un nuevo matrimonio, no cuentan con alternativas para salir adelante. Según nos asegura, el alcoholismo, esnifar cola o mascar y chupar tabaco son «adicciones baratas y más que habituales» a las que recurren para sobrellevar la vida que, creen, les ha tocado vivir. Y es que el conformismo y la resignación son dos de los rasgos de identidad más llamativos que caracterizan a las gentes de la India rural y/o más deprimida donde, en ausencia de educación, aún impera la promesa hinduista de que las buenas acciones, como conservar la alegría interior ante la adversidad o responder bien por mal, llevarán a su alma a reencarnarse en una existencia superior.
«Ellas empezaron en esto por lo mismo que yo, porque se quedaron solas», nos explica Meena Pathak. Su marido era camionero, y murió en un accidente de tráfico cuando su hijo tenía 3 años. Meena tenía 17. “Ellas” son Anita Fuldahale, Sunita Sabale y Priya Joshi, quienes, junto a otras compañeras, nos reciben con un amable “Namaste” en la misma entrada de la casa donde prestan sus servicios. Nos sentamos junto a ellas, casi como en corro, y comienzan a hablar sin reparo: «Cobramos 100 rupias por un completo –un té cuesta 10–, pero nada de sexo oral. Al cabo del día podemos reunir unas 300 o 400. Las jóvenes pueden pedir más, y llegar a las 500 rupias diarias», apunta Anita. Ella también ejerce, pero es la propietaria de las habitaciones, de modo que, además de lo suyo, se queda con el 50% de lo que ganan las demás. Afirma que viven fuera de la ciudad, pero que para las 10.00 de la mañana ya están aquí, y que no se marchan de vuelta a casa hasta las 21.00 de la noche. «De todas formas, cada vez son más las que contactan con los clientes a través de agentes», sigue. Dice Anita que las chicas les pasan una foto y un número de teléfono, y ellos se encargan de anunciarlas llevándose el 50% de comisión. «Luego, cuando ya han contactado con el cliente, vienen aquí y me pagan el otro 50% por la habitación», añade.
Las denominadas home based o prostitutas “desde casa”, representan ya casi el 20% de la industria. Pravin Mutyal nos lo aclara: «Es cierto que no ganan nada por el primer servicio, pero van acumulando una lista de clientes que, en adelante, contactarán con ellas directamente. Hacerlo así les permite mantener en secreto su actividad, o incluso llevar vidas paralelas, porque se acercan al barrio rojo solo para trabajos puntuales». Intercambiar sexo por dinero, per se, no es ilegal en India, pero el Código Penal considera criminales a quienes llevan a cabo la prostitución en lugares públicos, burdeles o a través de intermediarios; no así a los que pagan por estos servicios.
Priya Joshi se inició engañada, al aceptar una falsa oferta de trabajo como actriz en Mumbai. La llevaron a un burdel de Dubai.
En la ruta de los traficantes. Hombres de todas las edades, en su mayoría borrachos, alguno incluso cerrándose la bragueta o escupiendo, van y vienen mientras charlamos. Probablemente movido por nuestras muecas de indisimulable asco, Pravin se apresura a explicarnos que este spot en concreto es frecuentado por clientes con poco o muy poco poder adquisitivo: «Casi todas las mujeres que trabajan aquí superan de largo los 30 años y son consideradas mayores por una industria que principalmente trafica con niñas. Las hay también de 70 y 80 años». Aquellos que buscan sexo barato pueden encontrarlo en estas calles. «Pero los transportistas paran porque saben que en la ciudad hay mucha oferta, y de todo tipo –añade–. Estamos situados a mitad de camino en la ruta que realizan los traficantes que llevan chicas desde Calcuta hasta los grandes clubs de Mumbai. Algunas de ellas han sido vendidas por sus familias porque no pueden pagar la dote y casarlas, a otras las han engañado con promesas de trabajo o matrimonio, y a otras simplemente las han raptado. En cualquier caso, trafican con su virginidad», concluye.
Sunita Sabale amamanta a su hijo Kundan entre servicio y servicio. También lo alimenta con arroz inflado. Es la excepción, y una de las que más trabaja en este burdel: tan solo tiene 22 años, enviudó antes de dar a luz. «Tengo otra niña de 6; pero ella se queda en el pueblo con mi madre, quiero que estudie. Yo no tengo formación de ningún tipo, no podría mantenerlos de otra manera, ningún hombre querrá ya casarse conmigo». Meena Pathak y nuestro intérprete Pravin Mutyal nos explican que es habitual que madre e hija guarden el secreto: «Si su padre o sus hermanos lo supieran, la familia la repudiaría, a mí me ocurrió», reconoce Meena. Y sigue: «Trabajé durante siete años en dhabas o restaurantes de carretera donde, además de cocinar, ofrecía sexo. Mi madre me entendía, pero mi padre venía a pegarme cada vez que me localizaba. Así que cambié de lugar una y otra vez, pero siempre lograba encontrarme». Meena pudo dejarlo cuando terminó de pagar los estudios de su hijo: «Ahora él tiene un buen puesto de trabajo, y me ayudó a poner mi negocio en marcha», nos explica. Sunita Sabale la escucha como esperanzada, y nos dice que también su hijo, cuando crezca, podrá sacarla de esto.
Meena Pathak acompaña a estas mujeres en sus procesos de empoderamiento individual y colectivo.
Estigma y clandestinidad. Priya Joshi se presta a enseñarnos una de las lúgubres habitaciones donde trabajan. La diosa Renuka preside el descuidado hall, un habitáculo cerrado y maloliente que, sin embargo, curiosamente, con sus paredes pintadas de rosa y verde, resulta algo luminoso e incluso alegre. «En esta planta hay tres, arriba hay muchas más», nos indica señalando la escalera. En el suelo, una sucia estera de lana y, en el fondo, un pequeño tabique de 1x1m, tras el cual «ellos pueden orinar, o lavarse con agua si quieren». Una ventanita con rejas, y nada más en 15 metros cuadrados.
Priya también quiere contarnos su historia. Insiste en que ahora se ve vieja y fea porque ha bebido mucho, pero que fue una mujer hermosa y que llegó a trabajar en Dubai, donde pagaban 1.000 rupias por acostarse con ella. Nos explica que se inició engañada: «Yo trabajaba para la compañía Whirpool, en la fábrica de electrodomésticos. Ganaba 3.000 rupias (37€) al mes, pero mi jefe me forzaba –la violaba– y me amenazaba con despedirme si no accedía. Así que, cuando un día un hombre vino a ofrecerme trabajo como actriz en Mumbai, no lo dudé». Pravin Mutyal, el trabajador social que nos acompaña, interrumpe la conversación para apostillar que se trata de una trampa a la que los traficantes recurren a menudo. «Les cuentan que hay mucha demanda de bailarinas para Bollywood, y se lo creen». Así llegó Priya Joshi a la urbe, donde se vio atrapada en un local, junto a otras chicas de su edad. «Entonces tenía 17 años. Pude haberme escapado, pero era joven y bella, y pagaban mucho por mí». Priya reconoce que decidió quedarse, y que tampoco vaciló cuando le ofrecieron llevarla a Dubai. «Pagué 10.000 rupias al dueño del local para que me tramitase el pasaporte y todo lo demás. Me llevaron a un burdel enorme donde convivíamos más de 25 chicas a las que los clientes se nos asignaban por sorteo, no podían elegirnos». Al cabo de un año, expirada la visa, Priya regresó a su pueblo natal, Pune, con 190.000 rupias y 400 gramos de oro. «Fue en 1990. Para entonces mi padre había muerto, pero pude pagar los estudios de mis hermanos. También asumí sus bodas, y compré tierras para ellos. Jamás les conté la verdad, me habrían matado». Pero no pudo soportar los cuchicheos y desaires de la gente. «Nadie en mi pueblo se creyó la historia que conté, que me había ido muy bien en una empresa de Mumbai y eso... me llamaban prostituta». Así que se vino a la ciudad, hasta hoy.
Sunita Sabale que, entre servicio y servicio, amamanta a su hijo Kundan.
A lo largo de los 30 años que lleva en marcha el proyecto que actualmente coordina Pravin Mutyal, solo 50 mujeres han tomado la determinación de cambiar su destino. Les ofrecen refugio y alimento, y educación gratuita para sus hijos. También cuentan con talleres en los que pueden aprender a coser, tejer saris o formarse en otros oficios; pueden hacer y vender artesanía.... pero pocas dan el paso. «Son mujeres sin autoestima –dice Pravin–, no creen en sus posibilidades ni ven una salida, porque dependen del dinero que ganan a cambio de sexo para sustentar a sus pequeños. Por otro lado, temen acogerse a un proyecto como el nuestro y verse descubiertas por sus familiares y vecinos. El estigma social que sufren las prostitutas es absoluto».
Meena Pathak lo hizo. Contó con la comprensión y el dinero de su hijo para abrir la tetería donde ahora sirve exquisitas samosas y vada pavs que aprendió a preparar siendo casi una niña, cuando en los dhabas o restaurantes de carretera, además de cocinar, ofrecía sexo. Quiere que salgamos del barrio y vayamos a probar sus delicias.
Envueltas en humo de fritura y embriagadas por el aroma a jengibre y cilantro, escuchamos atentamente sus anécdotas sobre las consultas que le hacen mujeres como las que acabamos de conocer. «Es tan importante que se sientan comprendidas...». Meena sueña con que todas ellas puedan algún día dejar de vender sus cuerpos para convertirse en agentes mainstream en el seno de la sociedad india. Hasta entonces, y para que así sea, seguirá acompañándolas en sus procesos de empoderamiento individual y colectivo; ahora ya como mentora, seguirá caminando las calles rojas de Ahmednagar.