Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Protegernos de la manipulación

En los últimos tiempos, el estudio del sistema nervioso ha abierto la vía a que otros agentes, al margen de la ciencia o de la salud, hagan uso de la información para multitud de fines. Hay quien conocerá el término neuromarketing, una disciplina del marketing tradicional que usa estos conocimientos relativos a nuestra emoción, atención, memoria, etc., para posicionar mejor sus productos para sus intereses pero apelando a mecanismos más impulsivos, menos conscientes, en el fondo. Y es que, la emoción tiene una gran relevancia para la vida común, más allá de la mera experiencia subjetiva e individual.

Cuando nos fijamos en grupos mayores, también estos conocimientos están a disposición de quien maneja el discurso político o social. Tratemos de explicarnos: cada individuo tiene un sistema de vigilancia personal regido por el sistema nervioso autónomo, con el objetivo de ayudarnos a sobrevivir respondiendo a la pregunta: ¿Estoy seguro, segura? Lo que sucede es que este sistema opera a menudo sin necesidad de que nos paremos a pensar, a reflexionar, y nos impulsa a una acción rápida, individual y agitada o a otra más lenta, consensuada, y social; incluso a una tercera de absoluta congelación, en función del grado de peligro percibido. A esta evaluación, Stephen Porges, el autor principal de la Teoría Polivagal que estudia la fisiología autónoma, lo llama neurocepción, precisamente porque es una percepción automática.

Una vez que nuestro SNA hace esta evaluación de los estímulos –mientras vamos en metro o estamos trabajando, por ejemplo–, desencadena respuestas que nos orientan a un tipo de acciones u otras, a través de la activación de ciertas porciones del nervio vago. Por no entrar en mucho detalle, estamos diseñados para que nuestro cuerpo reaccione y relacionarnos con el mundo desde uno de estos tres lugares todo el tiempo: en el primer modo, la evaluación del mundo es segura individual e inmediatamente, entonces, la respiración es más calmada, nos fijamos más en las caras de nuestros amigos y podemos sintonizar con conversaciones y desconectar de los ruidos intrascendentes, vemos la “imagen completa”, entonces podemos organizarnos, cuidarnos, crear. En el segundo, algo alrededor nos impacta, entonces estamos alerta, aumenta la frecuencia respiratoria y cardiaca, vigilamos y estamos dispuestos al movimiento, con una oleada de adrenalina que no permite escuchar las voces amigas y sí los ruidos extraños; aquí luchamos o huimos, y, si se mantiene el estímulo, sentimos ansiedad, alerta constante, dificultad para concentrarnos… Por último, en el tercer modo, cuando el peligro continúa y todo lo demás falla y la acción no funciona, el nervio vago nos desconecta, nos lleva a la insensibilidad, a la inconsciencia y la disociación, dejándonos solos con la desesperanza, la depresión y la desconexión del mundo, prácticamente a merced. Estos son los mismos sistemas que nos han permitido protegernos y sobrevivir durante milenios, con una diferencia en comparación con el mundo actual, y es que, hoy más que nunca, el entorno es más virtual que natural, haciendo que los estímulos que nos mueven de un sistema a otro se produzcan más en esa esfera.

En un mundo lleno de discursos cada vez más emocionales, que apelan cada vez más a nuestra “acción” sobre este problema o aquel, no solo corremos el riesgo de perder la capacidad de pensar sobre ellos, sino que, si entramos en un estado crónico de alerta, perderemos también, como dice el estudio de Porges, la voz de los amigos. Debemos conocernos, saber qué nos hace “saltar”, cómo nos influyen y proteger nuestra capacidad de comprometernos socialmente de los discursos que convocan constantemente esas segunda y tercera vías. Principalmente, hacerlo calmándonos, regulándonos, apelando a esa primera vía, no como un reflejo de la indiferencia, sino como una salvaguarda de nuestra capacidad de conectar, crear y resolver. En definitiva, de actuar libremente.